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En una de esas sesiones espiritistas, Pablo Macera dio un puñete en la mesa: «Silencio, que es mi abuela.» Estaba lívido y, no había duda, se lo creía. «Pregúntale si la maté yo del colerón ese que le di», balbuceó. El espíritu de la abuela se negó a absolver la duda y él nos guardó rencor por un buen tiempo, pues decía que nuestra chacota lo había privado de librarse de una incertidumbre angustiosa.

En la biblioteca del Club Nacional encontré también algunos libros de satanismo, pero mis amigos se negaron de manera terminante a que convocáramos al diablo siguiendo las inmundas recetas de aquellos manuales. Sólo aceptaron que fuéramos algunas veces, a medianoche, al romántico cementerio de Surco, donde Baldomero, de pronto, en estado de lírica exaltación, empezaba un ballet a la luz de la luna, brincando entre las tumbas.

Las reuniones, en mi casa de Las Acacias, se prolongaban los sábados hasta el amanecer y solían ser muy divertidas. Jugábamos a veces a un juego terrible y semihistérico: el de la risa. El que perdía, debía hacer reír a los demás mediante payasadas. Yo tenía un recurso muy efectivo: imitando la marcha del pato revolvía los ojos y graznaba: «¡He aquí el pájaro-mitra, el pájaro-mitra, el pájaro-mitra!» Los vanidosos, como Loayza y Macera, sufrían lo indecible cuando tenían que hacer de bufones y la única gracia que se le ocurría a este último era fruncir la boca como un bebe y gruñir: Brrrr, Brrrr. Juego mucho más peligroso era el de la verdad. En una de esas sesiones de exhibicionismo colectivo escuchamos, de pronto, al tímido Carlos Germán Belli -mi admiración por sus poemas me llevó a buscarlo al modestísimo puesto de amanuense que tenía en el Congreso- una confesión que nos sobrecogió: «Me he acostado con las mujeres más feas de Lima.» Carlos Germán era un surrealista de moral inflexible, a la manera de César Moro, embutido en el esqueleto de un educado e incospicuo muchacho, y un día había decidido romper su inhibición con las mujeres, apostándose a la salida de su trabajo, en una esquina del jirón de la Unión, y piropeando a las transeúntes. Pero su timidez lo enmudecía frente a las guapas, sólo ante las feas se le soltaba la lengua…

Otro frecuentador de aquellas reuniones era Fernando Hilbeck, compañero de Lucho en Derecho y actor. Loayza contaba que un día, en el último año de la carrera, por primera vez en siete años, Tachi se interesó por una clase: «¿Cómo, profesor, hay varios códigos? ¿No están todas las leyes en un solo libro?» El profesor lo llamó aparte: «Dile a tu padre que te deje ser actor y que no te haga perder más tiempo con el Derecho.» El padre de Tachi se resignó, apenado de que su hijo no fuese la estrella de los tribunales con que él soñaba. Lo envió a Italia y le dio dos años para que se hiciera famoso en el cine. Yo vi a Tachi en Roma, poco antes del fatídico plazo. Sólo había conseguido ser un furtivo centurión romano en una película, pero estaba feliz. Luego se fue a España donde hizo carrera en el cine y en el teatro y finalmente -otro peruano más de los que elegían la invisibilidad- se esfumó. En las sesiones de espiritismo o en el juego de la risa, Tachi Hilbeck era imbatible: su facultad histriónica transformaba la sesión en un espectáculo delirante.

La casualidad trajo a vivir, en el departamento contiguo al nuestro, en Las Acacias, a Raúl y Teresa Deustua, recién llegados de Estados Unidos, donde Raúl había trabajado muchos años como traductor de las Naciones Unidas. De la generación de Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren y Eduardo Eielson, Raúl era poeta como ellos y autor de una obra de teatro, Judith, que permanecía inédita. Hombre fino y de lecturas, sobre todo inglesas y franceses, era una de esas figuras elusivas de la cultura peruana, que luego de una breve aparición, se desvanecen y afantasman, porque parten al extranjero y rompen todas las amarras con el Perú, o porque, como César Moro, optan por el exilio interior, alejándose de todos y de todo lo que podría recordar su raudo paso por el arte, el pensamiento o la literatura. Siempre me ha fascinado el caso de esos peruanos que, por una especie de lealtad trágica con una vocación difícilmente compatible con el medio, rompen con éste, y aparentemente con lo mejor que tienen -su sensibilidad, su inteligencia, su cultura-, para no incurrir en concesiones o compromisos envilecedores.

Raúl había dejado de publicar (había publicado muy poco, en realidad) pero no de escribir, y su conversación era literaria a más no poder. Nos hicimos amigos, y a él le dio mucho gusto ver que ese grupo de jóvenes letraheridos conocieran sus escritos y lo buscaran e incorporaran a sus reuniones. Tenía una buena colección de libros y revistas francesas, que nos prestaba con generosidad y gracias a él pude leer yo muchos libros surrealistas y algunos bellos números de Minotaure. Había hecho una traducción de Fusées y Mon coeur mis à nu, de Baudelaire, y pasamos muchas horas con él y con Loayza, revisándola. Creo que nunca llegó a publicarse, como gran parte de los poemas y un Diario de Chosica que solía leernos.

No sé por qué regresó Raúl Deustua al Perú. Tal vez nostalgia del viejo país, y la ilusión de encontrar un buen empleo. Estuvo trabajando en distintas cosas, en Radio Panamericana y en el ministerio de Relaciones Exteriores, donde lo llevó Porras Barrenechea, pero sin encontrar la situación desahogada que ambicionaba. A los pocos meses desistió y partió de nuevo, esta vez a Venezuela. Teresita, que se había hecho amiga de Julia, estaba embarazada y se quedó en Lima a tener el bebe. Era muy simpática y los caprichos del embarazo le daban antojos de esta exquisitez: «Quisiera comer los bordes del wantán.» Lucho Loayza y yo salíamos a un chifa, a comprárselos. Cuando el niño nació, los Deustua me hicieron su padrino, de modo que tuve que llevarlo en brazos a la pila bautismal.

Al irse a Caracas, Raúl me preguntó si quería su puesto, en Radio Panamericana. Era por horas, como todos los que yo tenía, y acepté. Me llevó a los altos de la calle Belén, donde funcionaba la radio, y así conocí a los hermanos Genaro y Héctor Delgado Parker. Comenzaban entonces la carrera que los llevaría a las alturas que ya he dicho. El padre, fundador de Radio Central, les había entregado Radio Panamericana, una estación que, a diferencia de Radio Central -popular, especialista en radioteatros y programas

cómicos-, iba orientada entonces a un público de élite, con programas de música americana o europea, más refinados y un poquitín esnob. Gracias al empuje y a la ambición de Genaro, esta pequeña radio para oyentes de cierto nivel se convertiría en poco tiempo en una de las más prestigiosas del país y en el punto de partida de lo que sería con los años un verdadero imperio audiovisual (a escala peruana).

¿Cómo me las arreglé, con la cantidad de cosas que ya hacía, para añadir ese trabajo de pomposo título -director de informaciones de Radio Panamericana- a los que ya tenía? No sé cómo, pero así fue. Supongo que algunos de mis antiguos trabajos -el del cementerio, el de Extra, el del Senado, el libro de Educación Cívica, para la Católica- habían terminado. Pero el de las tardes, donde Porras Barrenechea, y los artículos para El Comercio y Cultura Peruana continuaban. Y, también, los cursos de Derecho y de Letras, aunque asistía a pocas clases y me limitaba a dar exámenes. El trabajo en Panamericana me fue absorbiendo muchas horas, de modo que en los meses siguientes dejé algunas de las colaboraciones periodísticas para concentrarme en los programas de la radio, que fueron creciendo mientras yo estuve allí hasta la aparición de El panamericano, boletín informativo de la noche.

He aprovechado muchos de mis recuerdos de Radio Panamericana en mi novela La tía Julia y el escribidor, donde ellos se entreveran con otras memorias y fantasías y tengo ahora dudas sobre lo que separa a unas y a otras, y es posible que se cuelen, entre las verdades, algunas ficciones, pero supongo que eso también puede llamarse autobiográfico.

Mi oficina estaba en un altillo de madera, en la azotea, que compartía con un personaje escuálido hasta rozar lo invisible -Samuel Pérez Barrete-, que escribía, con fecundidad asombrosa, todos los avisos comerciales de la radio. Me dejaba boquiabierto ver cómo Samuel, tecleando con dos dedos, el cigarrillo en la boca, y hablándome sin parar sobre Hermann Hesse, podía, sin detenerse a reflexionar ni un segundo, producir sartas de jocosas exclamaciones sobre salchichas o paños higiénicos, adivinanzas en torno a jugos de frutas o sastrerías, imperativos sobre automóviles, bebidas, juguetes o loterías. La publicidad era su respiración, algo que hacía sin darse cuenta, con los dedos. Su pasión en la vida era, en esos años, Hermann Hesse. Estaba siempre leyéndolo o releyéndolo y hablando de él con una animación contagiosa, al extremo de que, por Samuel, me zambullí en El lobo estepario, donde casi me asfixié. Venía a verlo, a veces, su gran amigo José León Herrera, estudiante de sánscrito, y yo los escuchaba enfrascarse en conversaciones esotéricas, mientras los incansables dedos de Samuel ennegrecían cuartilla tras cuartilla con avisos publicitarios.

Mi trabajo en Panamericana comenzaba muy temprano, pues el primer boletín era a las siete de la mañana. Luego, los había cada hora, de cinco minutos, hasta el del mediodía que duraba quince. En las tardes, los boletines se reanudaban a las seis, hasta las diez, hora de El panamericano, de media hora. Me pasaba el día entrando y saliendo, luego de cada boletín, a la biblioteca del Club Nacional, alguna clase de San Marcos, o donde Porras. Tardes y noches permanecía en la radio unas cuatro horas.

La verdad es que tomé cariño al trabajo de Panamericana. Comenzó siendo un quehacer alimenticio, pero, a medida que Genaro me azuzaba para que hiciéramos innovaciones y mejoráramos los programas y fuimos creciendo en oyentes e influencia, ese trabajo se convirtió en un compromiso, algo que procuraba hacer de manera creativa. Nos hicimos amigos con Genaro, quien, pese a ser el jefe supremo, hablaba a todo el mundo de una manera campechana y se interesaba por el trabajo de cada cual, por pequeño que fuese. Él quería que Panamericana alcanzara un prestigio durable, que fuera más allá del simple entretenimiento, y para eso había auspiciado programas de cine, con Pepe Ludmir, de entrevistas y debates de actualidad, con el de Pablo de Madalengoitia

– Pablo y sus amigos - y unos excelentes comentarios de política internacional de un republicano español, Benjamín Núñez Bravo: Día y noche.