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Le propuse un programa sobre el Congreso, en el que retrasmitiríamos parte de las sesiones, con breves comentarios escritos por mí. Aceptó. Porras nos consiguió los permisos para grabar las sesiones, y así nació El Parlamento en síntesis, programa que tuvo cierto éxito, pero que no duró. Grabar las sesiones significaba que quedaban en las cintas, a menudo, no sólo los discursos de los padres de la patria, sino comentarios, exclamaciones, insultos, murmuraciones y mil intimidades que, al hacer la edición, yo me cuidaba de suprimir. Pero, una vez, Pascual Lucen hizo pasar en el programa unas palabrotas muy condimentadas del senador pradista por Puno, Torres Belón, en ese momento presidente del Senado. Al día siguiente nos prohibieron grabar las sesiones y el programa feneció.

Para entonces, ya habíamos lanzado El panamericano, que haría luego una larga carrera en la radio y, más tarde, en la televisión. Y el servicio informativo a mi cargo se daba el lujo de tener ya tres o cuatro redactores, un editorialista de primera -Luis Rey de Castro- y al locutor estrella de la radio, Humberto Martínez Morosini.

Cuando empecé a trabajar en Panamericana mi único colaborador era el diligente y leal pero peligrosísimo Pascual Lucen. Era capaz de aparecer impregnado en alcohol a las siete de la mañana y sentarse a su máquina a dar la vuelta a las noticias de los periódicos que yo le había señalado, sin mover un músculo de la cara, lanzando ráfagas de hipos y eructos que estremecían los vidrios. A los pocos momentos, toda la atmósfera del altillo se embebía de pestilencia alcohólica. Él seguía, impertérrito, tecleando unas noticias que a menudo yo tenía que rehacer de pies a cabeza, a mano, mientras las bajaba a los locutores. Al menor de mis descuidos, Pascual Lucen me filtraba en el boletín una catástrofe. Pues tenía por las inundaciones, los terremotos, los descarrilamientos, una pasión casi sexual; lo excitaban y le encendían los ojos y me las enseñaba -cable de la France Presse o recorte de periódico- en estado anhelante. Y si yo asentía y le decía, «Bueno, hágase un cuarto de cuartilla», me lo agradecía con toda su alma.

Vino a reforzar a Pascual Lucen, poco después, Demetrio Túpac Yupanqui, cusqueño, profesor de quechua, que había sido seminarista, y que, de su lado, donde yo bajase la guardia, me atestaba los boletines de noticias religiosas. Nunca pude conseguir que el ceremonioso Demetrio -a quien hace poco me di con la sorpresa de ver retratado en una revista española, vestido de inca, en lo alto de Machu Picchu y presentado como descendiente directo del inca Túpac Yupanqui- llamara obispos a los obispos en vez de purpurados. El tercer redactor fue un bailarín de ballet y amante de los cascos romanos

– como en el Perú era difícil procurárselos se los fabricaba un hojalatero amigo suyo-, con quien teníamos entre boletín y boletín conversaciones literarias.

Vino después a trabajar conmigo Carlos Paz Cafferatta, quien, con el correr de los años, haría una destacada carrera junto a Genaro. Era ya entonces un periodista que no parecía periodista (peruano, al menos) por su frugalidad y su mutismo y una especie de apatía metafísica ante el mundo y el trasmundo. Era un excelente redactor, con un criterio seguro para diferenciar una noticia importante de una secundaria, para destacar y menospreciar lo que correspondía, pero no recuerdo haberlo visto jamás entusiasmarse por nada ni por nadie. Era una especie de monje budista zen, alguien que ha alcanzado el nirvana y está más allá de las emociones y del bien y del mal. Al fogoso e incansable conversador que era Samuel Pérez Barreto, la mudez y la anorexia intelectual de Carlos Paz lo enloquecían y siempre estaba inventando tretas para alegrarlo, excitarlo o encolerizarlo. Nunca lo consiguió.

Radio Panamericana llegó a disputarle a Radio América el título de la mejor radio nacional. La competencia entre ambas era feroz y Genaro dedicaba sus días y sus noches a idear nuevos programas y adelantos para imponerse a su rival. Compró en esa época una serie de repetidoras, que, instaladas en distintos puntos del territorio, pondrían a la radio al alcance de buena parte del país. Obtener el permiso del gobierno para instalar las repetidoras fue toda una proeza, en la que vi a Genaro empezar a desplegar sus primeros talentos mercantilistas. Es cierto que, sin ellos, ni él ni empresario alguno hubiera podido tener el menor éxito en el Perú. El trámite era interminable. Quedaba bloqueado en cada instancia por influencia de los competidores o por burócratas ávidos de coimas. Y Genaro debía buscar influencias contra aquellas influencias y multiplicarse en gestiones y compromisos, a lo largo de meses, para obtener un simple permiso beneficioso para las comunicaciones y la integración del país.

En esos dos últimos años que estuve en el Perú, mientras escribía boletines de noticias para Panamericana, me las arreglé para tener un trabajo más: asistente de la cátedra de Literatura Peruana, en la Universidad de San Marcos. Me llevó allí Augusto Tamayo Vargas, catedrático del curso y que había sido conmigo, desde mi primer año de estudios, muy bondadoso. Era un antiguo amigo de mis tíos (y de muchacho, pretendiente de mi madre, como descubrí un día por otros poemas de amor que ella también escondía en casa de los abuelos) y yo había seguido su curso, ese primer año, con mucha dedicación. Tanto que, a poco de comenzar, Augusto, que preparaba una edición ampliada de su historia de la literatura peruana, me llevó a trabajar con él, algunas tardes por semana. Lo ayudaba con la bibliografía y pasándole a máquina capítulos del manuscrito. Alguna vez le di a leer cuentos míos que me devolvió con comentarios alentadores.

Tamayo Vargas dirigía unos cursos para extranjeros, en San Marcos, y desde que yo estaba en tercer año me había confiado en ellos un cursillo sobre autores peruanos, que dictaba una vez por semana y por el que ganaba algunos soles. En 1957, al entrar al último año de la Facultad de Letras, me preguntó por mis planes para el futuro. Le dije que quería ser escritor, pero que, como era imposible ganarse la vida escribiendo, una vez que terminara la universidad, me dedicaría al periodismo o la enseñanza. Pues, aunque seguía también, en teoría, con los estudios de Derecho -cursaba el tercero de Facultad-, estaba seguro de no ejercer jamás la abogacía. Augusto me aconsejó el trabajo universitario. Enseñar literatura era compatible con escribir, pues dejaba más tiempo libre que otras tareas. Me convenía empezar de una vez. Había propuesto en la Facultad la creación de un puesto de asistente para su cátedra. ¿Podría proponer mi nombre?

De las tres horas de la cátedra de Literatura Peruana, Tamayo Vargas me confió una, que yo preparaba, con nerviosismo y excitación, en la biblioteca del Club Nacional o entre boletín y boletín en mi altillo de Panamericana. Esa horita semanal me obligaba a leer o releer a ciertos autores peruanos y, sobre todo, a resumir en un lenguaje racional y coherente mis reacciones a esas lecturas, haciendo fichas y notas. Me gustaba hacerlo y esperaba con impaciencia la llegada de esa clase a la que, a veces, el propio Tamayo Vargas asistía, para ver cómo me desempeñaba. (Alfredo Bryce Echenique fue uno de mis alumnos.)

Aunque, desde que me casé, mi asistencia a clases había disminuido mucho, siempre había seguido muy unido afectivamente a San Marcos, sobre todo a la Facultad de Letras. Mi desafecto con los cursos de Derecho, en cambio, era total. Seguía en ellos por inercia, para terminar algo que ya había empezado, y con la vaga esperanza de que el título de abogado me sirviera, más tarde, para algún trabajo alimenticio.

Pero varios cursos de la doctoral de Literatura los seguí por el puro placer. Por ejemplo, los de latín, del profesor Fernando Tola, uno de los más interesantes personajes de la Facultad. Había empezado, de joven, enseñando lenguas modernas, como francés, inglés o alemán, que luego abandonó por el griego y el latín. Pero cuando yo fui su alumno ya estaba apasionado por el sánscrito, que se había enseñado a sí mismo, y sobre el que daba un curso cuyo único alumno era, creo, José León Herrera, el amigo de Samuel Pérez Barreto. El incontenible Porras Barrenechea bromeaba: «Dicen que el doctor Tola sabe sánscrito. Pero, ¿a quién le consta?»

Tola, que pertenecía a eso que se llamaba la buena sociedad, había protagonizado un soberbio escándalo por ese tiempo, abandonando a su esposa formal y poniéndose a vivir públicamente con su secretaria. Compartía con ella una pequeña quinta, en la avenida Benavides, de Miraflores, atiborrada de libros, que él me prestaba sin reservas. Era un magnífico profesor y sus clases de latín se prolongaban más allá de la hora reglamentaria. Yo gozaba en ellas y recuerdo haber pasado noches enteras, desvelado y exaltado, traduciendo, para su curso, inscripciones de estelas funerarias romanas. Iba a visitarlo, a veces, en las noches, a su casita de Benavides, donde me quedaba horas oyéndolo hablar de su tema obsesivo y obsesionante, el sánscrito. Los tres años que estudié con él me enseñaron bastantes más cosas que latín; y de los muchos libros sobre civilización romana que el profesor Tola me hizo leer, concebí un día el proyecto de escribir una novela sobre Heliogábalo, proyecto que se quedó, como tantos otros de esos años, en bocetos.

En su Instituto de Lenguas, el doctor Tola publicaba una pequeña colección de textos bilingües, y yo le propuse traducir el relato de Rimbaud, Un coeur sous une soutane, que sólo se publicaría treinta años más tarde, en plena campaña electoral. Volví a ver al doctor Tola años después, en París, donde estuvo un tiempo perfeccionando su sánscrito en la Sorbona. Después se fue a la India, donde vivió muchos años y se casó por tercera vez con una nativa, profesora de sánscrito. Supe más tarde que ella lo perseguía por América Latina, donde este hombre peripatético y eternamente joven se instaló en la Argentina (allí se casó por cuarta o acaso décima vez). Era ya entonces una autoridad internacional en textos védicos, autor de múltiples tratados y traducciones del sánscrito y del hindi. Entiendo que desde hace algunos años, descuida la India, pues se interesa por el chino y el japonés…

Otros seminarios que seguí con entusiasmo en la Facultad de Letras fueron los que dictó Luis Alberto Sánchez a su vuelta del exilio, en 1956, sobre literatura peruana e hispanoamericana. Recuerdo este último sobre todo, pues gracias a él descubrí a Rubén Darío, a quien el doctor Sánchez explicaba con tanta vivacidad y versación, que, a la salida de clases, yo volaba a la biblioteca a pedir los libros que había comentado. Como muchos lectores de Darío, tenía yo a éste, antes de aquel seminario, por un poeta palabrero, como otros modernistas, debajo de cuya pirotecnia verbal, de bella música y afrancesadas imágenes, no había nada profundo, sino un pensamiento convencional, prestado de los parnasianos. Pero en ese seminario conocí al Darío esencial y desgarrado, el fundador de la poesía española moderna, sin cuya poderosa revolución verbal hubieran sido inconcebibles figuras tan dispares como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, en España, y Vallejo y Neruda en Hispanoamérica.