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Los últimos días de diciembre salí de nuevo en gira, con motivo de los repartos de regalos y juguetes que habían organizado, en todo el Perú, un comité encabezado por Gladys Urbina y Cecilia Castro, la esposa del secretario general de Libertad en Cajamarca, y los jóvenes de Movilización. Centenares de personas participaron en esta operación que tenía por objeto, además de llevar un pequeño regalo a algunos millares de niños pobres -una gota de agua en el desierto-, poner a prueba nuestra capacidad para movilizaciones de esta índole. Pensábamos en el futuro: sería imperioso, en los días más duros de la lucha contra la inflación, hacer grandes esfuerzos para llevar a todos los rincones del Perú una ayuda en alimentos y medicinas que hiciera menos dura la tremenda prueba. ¿Estábamos en condiciones de organizar acciones civiles de envergadura para casos de urgencia como catástrofes naturales o campañas como la autodefensa, la alfabetización y la higiene popular?

Los resultados, desde este punto de vista, fueron a pedir de boca, por el excelente trabajo que hicieron Patricia, Gladys, Cecilia, Charo y muchas libertarias. Con la excepción de Huancavelica, a todas las otras capitales de departamentos y a gran número de provincias, llegaron los cajones, bolsas y paquetes con los regalos que reunimos gracias a fábricas, casas comerciales y personas particulares. Todo funcionó dentro de los plazos: el almacenamiento, el empaquetamiento, el transporte, la distribución. Los envíos salían por camión, ómnibus, aviones, acompañados por muchachas y muchachos de Movilización, y en cada ciudad los recibía un comité de Libertad que había reunido también donativos y regalos en la propia región. Todo estuvo listo para iniciar los repartos el 21 de diciembre. Los últimos días, pasé un par de veces por Acción Solidaria, en la calle Bolívar, y era un enjambre, una colmena en ebullición, con cuadros y cronogramas en las paredes y camionetas y camiones cargados hasta el tope que llegaban o partían. A Patricia, a quien en esos días casi no vi, pues dedicaba dieciocho horas diarias a aquella operación, le dije, la mañana que partíamos a Ayacucho para iniciar allí el reparto, que si todo hubiera funcionado así en el Frente, tendríamos la victoria en el bolsillo.

Partimos al amanecer del 21, con mi hija Morgana, que estaba de vacaciones, y en Ayacucho nos recibió, con el comité departamental de Libertad, el segundo de mis hijos, Gonzalo, quien, desde hacía algunos años, dedicaba sus vacaciones de invierno y de verano -estaba en la universidad, en Londres- a llevar ayuda al Puericultorio Andrés Vivanco Amorín. Esta institución había surgido como consecuencia de la guerra revolucionaria de Sendero Luminoso, que estalló en 1980, en esta región. A raíz de ello, Ayacucho se llenó de niños abandonados, que mendigaban por las calles y dormían en los bancos o bajo los portales de la plaza de Armas. Un viejo profesor de colegio, pobre de solemnidad pero con un corazón como el sol de su tierra, don Andrés Vivanco, se puso manos a la obra. Tocando puertas, mendigando ante oficinas públicas y privadas, consiguió un local para albergar a muchos de esos niños y darles un bocado de pan. Aquel orfelinato le exigió esfuerzos heroicos y Violeta Correa, la esposa del presidente Belaunde, lo ayudó mucho, en los comienzos. Gracias a ella el Puericultorio obtuvo un terreno, en las afueras de la ciudad. En 1983, yo doné a don Andrés Vivanco los cincuenta mil dólares que recibí del Premio Ritz-Hemingway por mi novela La guerra del fin del mundo, y Patricia había conseguido que le prestara apoyo la Asociación Emergencia Ayacucho, que, por iniciativa de Anabella Jourdan, esposa del embajador de Estados Unidos, ella y un grupo de amigas crearon a principios de los ochenta para llevar asistencia a la martirizada tierra ayacuchana.

Desde entonces, Gonzalo, había concebido una pasión por el orfelinato. Hacía colectas entre conocidos y amigos y llevaba, en cada vacación, a las religiosas que habían tomado a su cargo la institución, comida, ropa y chucherías. A Gonzalo, a diferencia de su hermano Álvaro, jamás le interesó la política, y cuando yo comencé la campaña electoral, él siguió yendo a Ayacucho varias veces al año a llevar víveres al Puericultorio como si tal cosa.

El reparto ayacuchano se hizo con un orden que no nos permitió presagiar siquiera lo que ocurriría en otras ciudades, y luego, fui a poner unas flores en la tumba de don Andrés Vivanco, a visitar el comedor popular de San Francisco, la Universidad de Huamanga y recorrer el Mercado Central. Almorzamos con los dirigentes del Movimiento Libertad, en un pequeño restaurante a la espalda del hotel de Turistas, y ésa fue la última vez que vi a Julián Huamaní Yauli, asesinado poco después.

De Ayacucho volamos a la selva, a Puerto Maldonado, donde, luego del reparto navideño, había programada una manifestación callejera. Las instrucciones a los comités de Libertad habían sido clarísimas: el reparto era una fiesta interna del Movimiento, con el objeto de llevar un pequeño presente a los hijos de los militantes, no abierto a todo el mundo, pues no teníamos regalos para los millones de niños pobres del Perú. Pero en Puerto Maldonado la noticia del reparto había corrido por toda la ciudad y en el local de los bomberos, elegidos para el acto, cuando yo llegué había colas de millares de niños y de madres con criaturas en los brazos y en los hombros, forcejeando desesperadas por ganar un puesto, pues presentían lo que, en efecto, pasó: que los regalos se acabaron antes que las colas.

El espectáculo partía el alma. Niños y madres estaban allí, abrasándose bajo el sol ardiente de la Amazonía, desde muy temprano en la mañana. Cuatro, cinco, seis horas, para recibir -los que alcanzaron- un balde de plástico, un muñequito de madera, un chocolate o una bolsa de caramelos. Me sentí descompuesto, aquella tarde, entre los muchachos y las mujeres de Libertad que trataban de explicar a esa inmensa masa de criaturas y de madres descalzas y en andrajos que se habían acabado los juguetes, que tendrían que marcharse con las manos vacías. La imagen de aquellas caras contritas o enfurecidas no me abandonó un segundo, mientras hablaba en el mitin, visitaba los locales de Libertad, y mientras discutía en la noche con nuestros dirigentes, en el hotel de Turistas, con el telón de fondo de los rumores de la selva, la estrategia electoral en Madre de Dios.

A la mañana siguiente volamos al Cusco, donde el comité departamental de Libertad, que presidía Gustavo Manrique Villalobos, había organizado el reparto de manera más sensata, en los propios locales del Movimiento, y para las familias de los inscritos y simpatizantes. Éste era un comité de gentes jóvenes y nuevas en política, en el que yo tenía mucha fe. Pues, a diferencia de otros, parecía haber, entre las mujeres y hombres que lo formaban, entendimiento y amistad. Aquella mañana descubrí que estaba equivocado. Al partir, dos dirigentes cusqueños me entregaron, por separado, cartas que fui leyendo en el avión que me llevaba a Andahuaylas. Ambas contenían sulfúricas acusaciones recíprocas, con los cargos consabidos -deslealtad, oportunismo, nepotismo, intrigas-, de modo que no me sorprendió que, con motivo de las candidaturas parlamentarias, nuestro comité cusqueño experimentara también división y deserciones.

En Andahuaylas, luego de la manifestación en la plaza de Armas, nos llevaron a Patricia y a mí al lugar donde debía efectuarse el reparto navideño. Se me cayó el alma a los pies al ver que, como en Puerto Maldonado, aquí también todos los niños y las madres de la ciudad parecían congregados en las colas que enroscaban una manzana. Pregunté a los amigos andahuaylinos de Libertad si no habían sido demasiado optimistas convocando a la ciudad entera a recibir unos regalos que no alcanzarían ni para la décima parte de los presentes. Pero ellos, dando brincos de entusiasmo por el mitin, que llenó la plaza, se rieron de mis aprensiones. Luego de iniciar el reparto, Patricia y yo partimos, y, al salir del lugar, vimos que niños y madres se abalanzaban, en medio de un indescriptible desorden, al asalto de los regalos, deshaciendo las barreras de los jóvenes de Movilización. Las señoras y muchachas del reparto veían avanzar hacia ellos una muchedumbre de manos ansiosas. No creo que esa Navidad nos ganara un solo votante en Andahuaylas.

Para tener unos días de completo reposo, antes de la última etapa, Patricia y yo fuimos, con mis cuñados y dos parejas de amigos, a pasar los cuatro días últimos de 1989 a una islita del Caribe. Poco después, ya de regreso en Lima, me encontré con un severo editorial de la revista Caretas, [48] criticándome por haber ido a pasar el fin de año a Miami, pues mi viaje se interpretaría como una adhesión a la intervención militar de Estados Unidos en Panamá para derrocar a Noriega. (Aquella intervención, el Movimiento Libertad la había reprobado, con un comunicado que yo redacté y que Álvaro leyó a toda la prensa. Nuestro inequívoco rechazo a la intervención militar incluía una severa condena de la dictadura del general Noriega, a la que yo había criticado desde mucho antes, y, muy precisamente, en la época en que el presidente García invitó a Lima y condecoró al dictador panameño. Nuestra solidaridad con la oposición democrática a Noriega, por lo demás, se había hecho pública, meses antes, el 8 de agosto de 1989, en un acto en el Movimiento Libertad al que invitamos a Ricardo Arias Calderón y Guillermo Fort, los dos vicepresidentes elegidos con Guillermo Endara en las elecciones que Noriega desconoció, actuación en la que hablamos Enrique Ghersi y yo. De otro lado, en aquella brevísima vacación, yo no estuve en Miami ni pisé territorio estadounidense.) El pequeño editorial combinaba la inexactitud y la malevolencia de una manera que me sorprendió, tratándose de esa revista. Durante muchos años yo había sido colaborador de Caretas y tenía a su dueño y director, Enrique Zileri, por amigo. Cuando la revista fue acosada y él perseguido por la dictadura militar hice esfuerzos denodados para denunciar el hecho dentro y fuera del país, llegando incluso a pedir una audiencia al propio general Velasco, pese al desagrado que el personaje me inspiraba, para abogar por su causa, que era la más legítima del mundo: la libertad de prensa. Cuando Caretas se fue acercando a Alan García, porque esa aproximación traía beneficios a la revista en forma de avisos estatales o porque, se decía, Zileri había sido seducido por la verba y los halagos de aquél, seguí figurando entre sus colaboradores. Luego, en mayo de 1989, accedí a hablar, en Berlín, en el congreso de un instituto internacional de prensa, que Zileri presidía, a insistencia de éste. Ya para entonces Caretas había dado muestras de antipatía hacia mi acción política y hacia Libertad, pero sin recurrir a métodos incompatibles con la tradición de la revista.

[48] Caretas, Lima, 10 de enero de 1990.