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En mis dos primeros años en San Marcos fui algo que no había sido en el colegio: un estudiante muy aplicado. Estudié a fondo todos los cursos, incluso los que no me gustaban, entregando todos los trabajos que nos pedían, y, en algunos casos, solicitándole al profesor bibliografía suplementaria, para ir a leerla en la biblioteca de San Marcos o en la Nacional de la avenida Abancay, en las que pasé muchas horas de esos dos primeros años. Aunque ambas bibliotecas estaban lejos de ser ejemplares -en la Nacional uno tenía que compartir la sala de lectura con escolares de pocos años que iban a hacer sus tareas y convertían el recinto en un loquerío-, allí contraje la costumbre de leer en bibliotecas y desde entonces las he frecuentado, en todas las ciudades donde he vivido y en alguna de ellas -el amado Reading Room del Museo Británico- he escrito, incluso, buena parte de mis libros.

Pero en ninguno de los cursos leí y trabajé tanto como en el de Fuentes Históricas Peruanas, deslumhrado por la brillantez de Porras Barrenechea. Recuerdo, después de una clase magistral sobre los mitos prehispánicos, haber corrido a la biblioteca en busca de dos libros que había citado y aunque uno de ellos, de Ernst Cassirer, me derrotó casi al instante, el otro fue una de mis grandes lecturas de 1953: La rama dorada, de Frazer. La influencia que el curso de Porras tuvo sobre mí fue tan grande que durante esos primeros meses en la universidad llegué muchas veces a preguntarme si debía seguir Historia en vez de Literatura, pues aquélla, encarnada en Porras Barrenechea, tenía el color, la fuerza dramática y la creatividad de ésta y parecía más arraigada en la vida.

Hice buenos amigos en la clase y animé a un grupo de ellos a que montáramos una obra de teatro. Elegimos una comedia de costumbres, de Pardo y Aliaga, e incluso sacamos copias y distribuimos roles, pero, al final, el proyecto se frustró y creo que por mi culpa, pues ya había empezado a hacer política, la que comenzó a absorberme más y más horas.

De todo ese grupo de amigas y amigos, un caso especial era Nelly Alba. Estudiaba piano, desde niña, en el Conservatorio, y su vocación era la música, pero había entrado a San Marcos para adquirir una cultura general. Desde nuestras primeras conversaciones bajo las palmeras del patio de Letras, mi incultura musical la espantó, y se impuso la tarea de educarme, llevándome a los conciertos del Teatro Municipal, a la primera fila de la cazuela y dándome una información, aunque fuera somera, sobre intérpretes y compositores. Yo le daba consejos literarios y recuerdo lo mucho que a los dos nos gustaron los tomos del Juan Cristóbal, de Romain Rolland, que fuimos comprando de a pocos en la librería de Juan Mejía Baca, en la calle Azángaro. El efusivo don Juan nos daba los libros a crédito y podíamos pagarle en cuotas mensuales. Pasar por esa librería una o dos veces por semana, a revisar las novedades, era una obligación. Y los días de suerte, Mejía Baca nos invitaba, en la bodega de al lado, un café y una empanadita caliente.

Pero a quien veía yo con más frecuencia, en verdad a diario, dentro y fuera de las clases, era a Lea. A poco de comenzar el curso se había unido a nosotros un muchacho, Félix Arias Schreiber, con el que constituiríamos pronto un triunvirato. Félix había entrado a San Marcos el año anterior, pero interrumpió los estudios por enfermedad, y por eso estaba con nosotros en primero. Pertenecía a una familia encumbrada -el apellido se asociaba a banqueros y diplomáticos-, pero a una rama pobre y acaso pobrísima. No sé si su madre era viuda o separada, pero Félix vivía solo con ella, en una pequeña quinta en la avenida Arequipa, y aunque había estudiado en el colegio de los niños ricos de Lima -el Santa María-, no tenía jamás un centavo y era obvio, por la manera como actuaba y se vestía, que pasaba estrecheces. La vocación política era en Félix mucho más fuerte -en su caso, excluyente- que en Lea o en mí. Él sabía ya algo de marxismo, tenía algunos libros y folletos, que nos prestó, y que yo leí encandilado por el carácter prohibido de esos frutos, que había que llevar forrados para que no los detectaran los soplones que Esparza Zañartu tenía infiltrados en San Marcos a la caza de lo que La Prensa -todos los diarios de la época apoyaban a la dictadura y, claro está, eran anticomunistas, pero el de Pedro Beltrán lo era más que todos los otros juntos- llamaba «elementos subversivos» y «agitadores». Desde que Félix se unió a nosotros los demás temas quedaron relegados a un lugar secundario y la política -o, más bien, el socialismo y la revolución- fue el centro de nuestras conversaciones. Charlábamos en los patios de San Marcos -instalada todavía en la vieja casona del Parque Universitario, en pleno centro de Lima- o en cafecitos de La Colmena o Azángaro, y Lea nos llevaba a veces a tomar un café o una Coca-Cola en el sótano del Negro-Negro, en los portales de la plaza San Martín. A diferencia de lo que habían sido mis visitas a ese local, durante mi bohemia de La Crónica, ahora no bebía una gota de alcohol y hablábamos de cosas muy serias: los atropellos de la dictadura, los grandes cambios éticos, políticos, económicos, científicos, culturales que estaban forjándose allá en la URSS («en ese país / donde no existen / las putas, los ladrones ni los curas», decía el poema de Paul Éluard), o en esa China de Mao Ze Dong que había visitado y sobre la que había escrito tantas maravillas ese escritor francés -Claude Roy-, en Claves para China, libro que nos creíamos al pie de la letra.

Nuestras conversaciones duraban hasta tarde. Muchas veces nos veníamos caminando desde el centro hasta casa de Lea, en Petit Thouars, y luego Félix y yo seguíamos hasta la casa de él, en Arequipa, ya cerca de Angamos, y yo continuaba luego, solo, hasta Porta. El trayecto de la plaza San Martín a mi casa duraba hora y media. La abuelita me dejaba la comida en la mesa y a mí no me importaba que estuviera fría (era siempre la misma, el único plato que entonces podía terminar: arroz con apañado y papas fritas). Y si la comida no me importaba mucho («para el poeta la comida es prosa», me bromeaba el abuelo) tampoco me hacía falta mucho sueño, pues aunque me acostara muy tarde, leía horas antes de dormir. Con mi apasionamiento y exclusivismo de siempre, Félix y Lea se convirtieron en una ocupación a tiempo completo; cuando no estaba con ellos, estaba pensando en lo bueno que era tener amigos así con los que nos entendíamos tan bien y con los que planeábamos un futuro compartido. Pensaba, también, muy en secreto, que no debía enamorarme de Lea, porque sería fatal para el trío. Además, eso de enamorarse, ¿no era una típica debilidad burguesa, inconcebible en un revolucionario?

Para entonces, habíamos hecho el ansiado contacto. En los patios de San Marcos, alguien se nos había acercado, averiguado y, como quien no quiere la cosa, preguntado qué pensábamos de los estudiantes que estaban presos, o de temas de cultura que, por desgracia, no se enseñaban en la universidad -el materialismo dialéctico, el materialismo histórico y el socialismo científico, por ejemplo-, asuntos que todo hombre preparado debía saber, por información general. Y la segunda o tercera vez, volviendo sobre lo mismo, nos había deslizado si no nos interesaría formar un grupo de estudios, para investigar aquellos problemas que la censura, el miedo a la dictadura o su naturaleza de universidad burguesa, impedían que llegaran a San Marcos. Lea, Félix y yo dijimos que encantados. No había pasado un mes desde que entramos a la universidad y ya estábamos en un círculo de estudios, la primera etapa que debían seguir los militantes de Cahuide, nombre con el que trataba de reconstruirse en la clandestinidad el Partido Comunista, al que la represión y las deserciones y divisiones internas habían casi desaparecido en los años anteriores.

Nuestro primer instructor en aquel círculo fue Héctor Béjar, quien sería en los años sesenta jefe de la guerrilla del eln (Ejército de Liberación Nacional) y pasaría por ello varios años en la cárcel. Era un muchacho alto y simpático, de cara redonda como un queso, con una voz muy bien timbrada, lo que le permitía ganarse la vida como locutor en Radio Central. Era algo mayor que nosotros -estaba ya en Derecho- y estudiar con él marxismo resultó agradable, pues era inteligente y sabía armar las discusiones del círculo. El primer libro que estudiamos fueron las Lecciones elementales de filosofía, de Georges Politzer, y, después, el Manifiesto comunista y La lucha de clases en Francia, de Marx, y luego el Anti-Dühring, de Engels y el Qué hacer, de Lenin. Comprábamos los libros

– y recibíamos por ello, a veces, de yapa, un número atrasado de Cultura Soviética, en cuyas carátulas había siempre unas campesinitas risueñas, de robustas mejillas, con fondo de trigales y tractores- en una pequeña librería de la calle Pando, cuyo dueño, un chileno bigotudo siempre envuelto en una chalina, tenía disimulada en un baúl de su trastienda gran cantidad de literatura subversiva. Más tarde, cuando leí las novelas de Conrad, llenas de conspiradores sombríos, la cara cenicienta y misteriosa de aquel librero proveedor de libros clandestinos, se me venía siempre a la memoria.

Nos reuníamos en locales itinerantes. En un cuartito miserable, al fondo de un viejo edificio de la avenida Abancay, donde vivía uno de nuestros camaradas, o en una casita de Bajo el Puente, hogar de una muchacha muy pálida a la que bautizamos el Ave y en la que un día nos llevamos un susto pues, de pronto, en plena discusión, se apareció un militar. Era hermano del Ave y no se sorprendió al vernos; pero no volvimos allí. O en una pensión de los Barrios Altos, cuya dueña, discreta simpatizante, nos prestaba un cuarto lleno de telarañas, al fondo de un jardín. Estuve por lo menos en cuatro círculos y, al año siguiente, llegué a ser instructor y organizador de uno de ellos, y se me han olvidado las caras y nombres de los camaradas que en ellos me instruyeron, de los que fueron instruidos conmigo y a los que yo instruí. Pero recuerdo muy bien a los del primer círculo, con la mayoría de los cuales constituimos una célula, cuando empezamos a militar en Cahuide. Además de Félix y Lea, había allí un muchacho delgadito y con una voz de hilo, en el que todo era de formato menor: el nudo de su corbata, la suavidad de sus maneras, los pasitos con que se desplazaba por el mundo. Se llamaba Podestá y fue nuestro primer responsable de célula. Martínez, en cambio, estudiante de Antropología, rebosaba exuberancia y salud: era un indio fuerte y cálido, trabajador empeñoso cuyos informes en el círculo resultaban siempre interminables. Su cara cobriza y pétrea no se inmutaba nunca, ni los debates más virulentos conseguían alterarlo. Antonio Muñoz, serrano de Junín, en cambio, tenía sentido del humor y se permitía romper la seriedad funeral de nuestras reuniones haciendo a veces bromas (a él me lo encontraría, durante la campaña electoral de 1989 y 1990, organizando comités del Movimiento Libertad por las provincias de Junín). Y había, también, el Ave, misteriosa muchacha que a Félix, a Lea y a mí nos hacía a veces preguntarnos si sabía qué era el círculo, si se daba cuenta que podía ir presa, que era ya una militante subversiva. Con su palidez resplandeciente y sus delicadas maneras, el Ave cumplía con todas las lecturas y los informes, pero no parecía asimilar mucho, pues un día se despidió bruscamente del círculo alegando que llegaría tarde a la misa…