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A las pocas semanas de estar en el círculo, Béjar juzgó que Lea, Félix y yo estábamos maduros para un compromiso mayor. ¿Aceptaríamos una entrevista con un responsable del partido? Nos citaron al anochecer, en la avenida Pardo de Miraflores, y allí apareció Washington Duran Abarca -entonces sólo conocí su seudónimo-, que nos sorprendió diciendo que lo más adecuado para burlar a los soplones era reunirse en barrios burgueses y al aire libre. Sentados en un banco, bajo los ficus de la misma alameda donde yo había enamorado sin éxito a la bella Flora Flores y a alguna otra hija de la burguesía, Washington nos trazó un cuadro sinóptico de la historia del Partido Comunista, desde su fundación por José Carlos Mariátegui, en 1928, hasta esos días, en que, con el nombre de Cahuide, renacía de sus ruinas. Luego de ese inicio histórico, bajo la inspiración del Amauta -cuyos Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana estudiamos también en el círculo-, el partido había caído en manos de Eudocio Ravines, quien, después de ser su secretario general y actuar como enviado de la Comintern en Chile, Argentina y España (durante la guerra civil), había traicionado, convirtiéndose en el gran anticomunista del Perú y aliado de La Prensa y de Pedro Beltrán. Y, después, las dictaduras y la dura represión habían tenido al partido a salto de mata, en una clandestinidad cada vez más difícil, con la breve excepción de los tres años de gobierno de Bustamante y Rivero, en que pudo actuar a plena luz. Pero, luego, corrientes «liquidadoras y antiobreras» habían socavado la organización, apartándola de las masas y llevándola a transacciones con la burguesía: por ejemplo, el ex dirigente Juan P. Luna, se había vendido a Odría y era ahora uno de los senadores del Congreso fraudulento del régimen militar. Los dirigentes auténticos como Jorge del Prado estaban en el exilio o en la cárcel (era el caso de Raúl Acosta, el último secretario general).

Pese a ello el partido siguió actuando desde la sombra y el año anterior había tenido una actuación decisiva en la huelga de San Marcos. Muchos camaradas que participaron en ella estaban en el exilio o en la Penitenciaría. Cahuide se había formado reuniendo a las células sobrevivientes, hasta que se pudiera convocar un congreso. Constaba de una fracción estudiantil y de una fracción obrera y, por razones de seguridad, cada célula sólo conocía a un responsable de la instancia inmediatamente superior. En ningún documento o diálogo se debían usar los nombres propios, sólo seudónimos. Se podía entrar a Cahuide como simpatizante o como militante.

Félix y yo dijimos que queríamos ser simpatizantes pero Lea pidió su afiliación inmediata. El juramento que le tomó Washington Duran en una media voz de monaguillo era solemne -«¿Juráis luchar por la clase obrera, por el partido…?»- y nos dejó impresionados. Luego tuvimos que elegir nuestros seudónimos. El mío fue camarada Alberto.

Aunque el círculo de estudios continuó -cambiando cada cierto tiempo de miembros y de instructor-, los tres empezamos a trabajar simultáneamente en una célula de la fracción estudiantil, a la que se incorporaron también Podestá, Martínez y Muñoz. Las circunstancias limitaban nuestra militancia a repartir volantes o vender, a escondidas, un periodiquito clandestino llamado Cahuide, en el que me tocó escribir algunas veces dando el punto de vista «proletario» y «dialéctico» sobre asuntos internacionales. Costaba cincuenta centavos y en él se atacaba casi tanto como a la dictadura de Odría a las dos bestias negras del partido: el apra y los trotskistas.

Lo primero, se entiende. En 1953, y pese a estar en la clandestinidad, el apra tenía todavía el control de la mayoría de los sindicatos y era el primer -el único, en verdad- partido político peruano al que convenía el nombre de popular. Había sido precisamente el arraigo del apra en los sectores populares lo que había obstaculizado el desarrollo del Partido Comunista, hasta entonces una reducida organización de intelectuales, estudiantes y pequeños grupos obreros. En San Marcos, en ese tiempo (y acaso en todos los tiempos), la gran mayoría de estudiantes eran apolíticos, con una vaga preferencia por la izquierda, pero sin afiliación partidaria. Dentro del sector politizado, la mayoría era aprista. Y los comunistas, una minoría reducida y concentrada, sobre todo, en Letras, Economía y Derecho.

Lo que era prácticamente inexistente era el trotskismo y decía mucho de la irrealidad ideológica en la que funcionaba Cahuide que dedicáramos tanto tiempo a denunciar en nuestros volantes o en nuestro periódico a un fantasma. Los trotskistas de San Marcos no eran en ese momento más de media docena, congregados en torno a quien creíamos su ideólogo: Aníbal Quijano. El futuro sociólogo peroraba cada mañana en el patio de Letras, con palabra fluida y datos abrumadores, sobre los avances de los partidarios de León Davídovich en la propia Unión Soviética. «Tenemos veintidós mil camaradas trotskistas dentro de las fuerzas armadas soviéticas», le oí anunciar, con sonrisa triunfante, en una de esas peroratas. Y otra mañana, uno de los supuestos seguidores de Quijano, quien sería después diputado de Acción Popular -Raúl Peña Cabrera-, me dejó de una pieza: «Sé que están estudiando marxismo. Muy bien hecho. Pero deben hacerlo con amplitud, sin sectarismo.» Y me regaló un ejemplar de La revolución y el arte, de Trotski, que leí a escondidas, con un morboso sentimiento de transgresión. Sólo dos o tres años después caería por allí, para sustituir a Peña y a Quijano como el ideólogo trotskista del Perú, envuelto en un extravagante -y totalmente incompatible con el clima de Lima- abrigo gris, y con aires de señora gorda, el pintoresco Ismael Frías, quien por esos días vivía en México, en la casa de Trotski, en Coyoacán, donde oficiaba de secretario de la ilustre viuda, Natalia Sedova.

Pero, así como era muy difícil, para no decir imposible, saber quién era trotskista, también lo era identificar a los apristas y a nuestros camaradas. Fuera de la gente de nuestra célula, y ocasionales responsables de instancias superiores que venían a darnos charlas o consignas -como el animoso Isaac Ahúmala, que en sus discursos hablaba infaliblemente de los ilotas de Grecia y de la rebelión de Espartaco-, sólo por adivinación o simpatía mágica se llegaba a identificar a los militantes de los partidos que el gobierno militar había puesto fuera de la ley. Los soplones de Esparza Zañartu y la feroz hostilidad entre apristas y comunistas, y entre comunistas y trotskistas, todos los cuales recelaban a los otros de ser delatores, hacían que la atmósfera política de la universidad fuera casi irrespirable.

Hasta que, por fin, pudieron convocarse elecciones para los centros federados y la Federación Universitaria de San Marcos (desmantelados luego de la huelga de 1952). Félix y yo salimos elegidos, entre los candidatos que presentó Cahuide en Letras, y entre los cinco delegados para la Federación. No sé cómo conseguimos esto último, pues tanto en el Centro Federado como en la Federación, la mayoría era aprista. Y poco tiempo después ocurrió un episodio, que, en lo que a mí concierne, tendría consecuencias novelescas.

Ya dije que había buen número de estudiantes presos. La Ley de Seguridad Interior permitía al gobierno enviar a la cárcel a cualquier «subversivo» y tenerlo allí por tiempo indefinido, sin pasarlo a la justicia. Las condiciones en que se encontraban los presos en la Penitenciaría -rojo edificio construido en el centro de Lima, donde se halla ahora el hotel Sheraton, y que sólo años más tarde descubriría yo, era uno de lo raros panópticos que se habían edificado según las instrucciones de Jeremy Bentham, el filósofo británico que los inventó- eran penosas: debían dormir en el suelo, sin frazadas ni colchones. Hicimos una colecta para comprarles mantas, pero cuando se las llevamos a la cárcel, el administrador nos indicó que esos presos estaban incomunicados, pues eran políticos -palabra infamante durante la dictadura- y que sólo con autorización del director de Gobierno se las podía entregar.

¿Debíamos, por razones humanitarias, pedir una audiencia al cerebro de la represión odriísta? El tema provocó una de esas asfixiantes discusiones, en la célula primero, y luego en la Federación. Todas las cuestiones las discutíamos antes en Cahuide, diseñábamos una estrategia y la poníamos en práctica en los organismos estudiantiles, donde actuábamos con una disciplina y coordinación que muchas veces nos permitía conseguir acuerdos, pese a estar en minoría frente a los apristas. Ya no sé qué defendimos sobre el pedido de audiencia a Esparza Zañartu, pero las discusiones fueron virulentas. Al final, se aprobó pedir la entrevista. La Federación nombró una comisión, en la que estuvimos Martínez y yo.

El director de Gobierno nos citó a media mañana, en su despacho de la plaza Italia. Nos atacó el nerviosismo, la excitación, mientras esperábamos, entre paredes grasientas, policías de uniforme y de civil y oficinistas apretujados en cuartitos claustrofóbicos. Por fin, nos hicieron pasar a su despacho. Ahí estaba Esparza Zañartu. No se levantó a saludarnos, no nos hizo sentar. Desde su escritorio nos observó con toda calma. Esa cara apergaminada y aburrida nunca se me olvidó. Era un hombrecillo adefesiero, cuarentón o cincuentón, o, más bien, intemporal, vestido con modestia, de cuerpo estrecho y hundido, la encarnación de lo anodino, del hombre sin cualidades (al menos físicas). Hizo una venia casi imperceptible para que dijéramos qué queríamos, y, sin despegar los labios, escuchó a quienes nos tocó hablar -balbucear- explicarle lo de los colchones y frazadas. No movía un músculo y parecía estar con la mente en otra parte, pero nos escrutaba como a insectos. Por fin, con la misma expresión de indiferencia, abrió un cajón, levantó un alto de papeles y los agitó en nuestras caras murmurando: «¿Y esto?» En su mano bailoteaban varios números del clandestino Cahuide.

Dijo que sabía todo lo que pasaba en San Marcos, incluso quién había escrito esos artículos. Agradecía que nos ocupáramos de él en cada número. Pero que nos cuidáramos, porque a la universidad se iba a estudiar y no a preparar la revolución comunista. Hablaba con una vocecita sin aristas ni matices, con la pobreza y las faltas de lenguaje de quien nunca ha leído un libro desde que pasó por el colegio.

No recuerdo qué sucedió con los colchones, pero sí mi impresión al descubrir lo desproporcionada que era la idea que se hacía el Perú del tenebroso responsable de tantos exilios, crímenes, censuras, delaciones, encarcelamientos y la mediocridad que teníamos delante. Al salir de aquella entrevista supe que tarde o temprano iba a escribir lo que acabaría siendo mi novela Conversación en La Catedral. (Cuando el libro salió, en 1969, y los periodistas fueron a preguntarle a Esparza Zañartu, que vivía en Chosica, dedicado a la filantropía y la horticultura, qué pensaba de esa novela, cuyo protagonista, Cayo Mierda, se le parecía tanto, repuso [imagino su gesto aburrido]: «Pssst… si Vargas Llosa me hubiera consultado, le habría contado tantas cosas…»)