Изменить стиль страницы

Capítulo 9 EL SACO DE LASTRE

Aquella noche, después de nuestro paseo por el parque, nos fuimos temprano a la cama. Al menos me fui yo, y recomendé a mis dos compañeras que siguieran mi ejemplo; luego cada una haría en su habitación lo que le apeteciera. No siempre puede uno dormir lo que debe, y para trabajar con la cabeza, que considero, pese a todo, que es mi mejor herramienta de trabajo, no hay mayor higiene que regalarse de vez en cuando un sueño como Dios manda, de ocho horas. Durante algunos minutos, después de meterme en la cama, se agolparon en mi cerebro las impresiones del día. Pero poco después me pudo el cansancio y caí a un pozo negro. Allí estuve, ebrio de quietud y placer, hasta que se desencadenó la melodía del teléfono móvil.

Llegué el primero, debidamente aseado y afeitado, al comedor. Me preparé sin prisa un desayuno abundante y me senté a esperar a mis compañeras mientras daba cuenta de él y de un café mejorable, pero digno.

La siguiente en bajar fue Anglada. Recién duchada, su cabello negro y rizado, aún húmedo, la volvía poderosamente sensual. La mirada, por completo despierta, le sumaba contundencia. Y sus movimientos, de esa elegancia felina tan proverbial, pero que de vez en cuando se da, qué se le va a hacer, terminaban de redondearla como la ayudante más inadecuada para mantener la concentración en lo que se suponía que debía ocuparme. Es posible, claro, que el problema estuviera en mí. Como ya decía Jung, que se jactaba de conocer a fondo el alma humana, y por la importancia que le dieron, algo debía de saber, quién puede hoy tener la seguridad de que no es un neurótico. Hay que convivir tranquilamente con esa posibilidad, y desear que la neurosis que a uno le toca sea benigna y hasta cierto punto gozosa. Mientras supiera comportarme de forma cauta, aquélla no era de las peores.

– Buenos días -dijo Anglada, sonriente-. ¿Qué tal?

– Aquí, poniéndome morado -repuse-. No suelo tener ocasión de probar un buffet de desayunos tan bueno como éste.

– Tampoco será para tanto.

– Creo que sólo he estado otra vez en un hotel de cuatro estrellas. Una vez que me invitó un compañero rico de la facultad. Pero te estoy hablando de mi juventud, o sea, allá por 1914. Ya ni me acuerdo.

– ¿Qué buscas que te diga, que no eres tan mayor, mi sargento?

No sé si puedo describir apropiadamente el tono con que dijo aquello. A cada paso me lo dejaba advertir: era una predadora peligrosa. Y yo, en vez de evitar la amenaza, me ponía a tiro. Supongo que para un espectador neutral yo habría venido a ser como uno de esos cervatillos que en los documentales sobre naturaleza trucados (o sea, casi todos) esperan, con una patita atada, a que venga el ave rapaz para clavarle las garras en el lomo y liquidarlo ante las cámaras. Traté de retroceder a un lugar seguro:

– No hace falta que me digas nada. Ya sé yo lo mayor que soy. Me lo dice cada mañana el crujido de mi espinazo cuando me pongo en pie.

– A lo mejor no es la edad, sino que has levantado algo que no debías.

¿Lo decía con doble sentido? Temí que sí.

– A lo mejor -lo dejé correr.

– Voy a cogerme algo.

Volvió a los dos minutos, con un montón de fruta y un trozo de queso blanco. Los restos pringosos de mis huevos revueltos con bacon y salchichas me observaron desde el plato, ominosamente reprobadores.

– Así que fuiste a la facultad -dijo, mientras atacaba una pera.

– Sí, en otra vida.

– ¿Y qué hiciste?

– El indio. Psicología.

– ¿Y por qué el indio?

– Nadie conoce a nadie. Ni mucho menos puede resolverle la papeleta cuando la vida se tuerce. Nadie va a darte la poción mágica que acabe con tus problemas. O te salvas solo, o solo te hundes. Porque nadie, por mucho que te sermonee, está nunca a tu lado para mirarle la cara al dragón.

– Guau, qué duro.

– Bueno, llevándolo un poco al límite, así es. O eso creo.

– Y luego te hiciste guardia. Vaya cambio, ¿no?

– Psé. No soy el único. Conozco a más desertores de la psicología metidos a picoletos. Incluso a algunos que la estudiaron después de entrar.

– Bueno, quizá ayuda, conocer los trastornos mentales, para enfrentarse a la delincuencia. Hay quien cree que todo criminal es un perturbado.

– Yo creo otra cosa.

– ¿Cuál?

La miré. Dudé si responder lo que mi mente me dictaba. Lo hice.

– Lo que yo creo es que todos somos unos perturbados. Así que eso, en el fondo, tampoco marca ninguna diferencia. Importa más aprender a conocer los mecanismos que suele seguir el delito. Y los rastros que deja.

Anglada me observó, reflexiva. Ya sabía yo que no estaba pensando en la parte del delito y sus rastros. Por eso no me sorprendió cuando dijo:

– Según eso, tú también eres un perturbado.

– No sabes hasta qué punto.

– Y yo.

– No sé hasta qué punto.

Cuando Chamorro llegó nos encontró así, sosteniéndonos mutuamente la mirada con una sonrisa cómplice. Carraspeó un poco antes de decir:

– Buenos días, ¿qué es lo divertido?

Respondió Anglada, rápida:

– Nuestro sargento me estaba contando su experiencia como psicólogo.

– No le hagas caso -recomendó Chamorro, mientras depositaba sobre el mantel la llave de su habitación-. Si es verdad que terminó esa carrera, que yo a veces lo dudo, me temo que le perjudicó más que otra cosa.

– Vaya, gracias -dije.

– Lárgale alguna de esas frases que me largas a mí de Jung, o de Freud, o mejor de ese pirado francés, ese tal Jack no sé cuanto…

– Jacques Lacan -anoté.

– Uf, ése es dinamita pura. Venga, dile algo, y que ella juzgue.

– Lo siento, pero no soy una pulga amaestrada -repliqué-. Y te hago notar que nunca te he dicho que esté de acuerdo con ellos.

– Cuando algo se te queda en la memoria, por algo es -insinuó.

– Pues mira, eso que acabas de decir podría firmarlo Freud.

– Todo se pega -se exculpó Chamorro, yéndose por su desayuno.

También se cogió fruta, y un yogur natural. Me fastidiaba, en cierto modo, que las dos fueran tan saludables. Y encima mujeres, y jóvenes. Para terminar de proclamar mi inferioridad, y revolearme un poco en ella, como aún tenía algo de hambre, fui a procurarme unos chorizos fritos.

Acercamos primero a Anglada al puerto, para que pudiera hablar con Udo Stammler, el ex novio de Margarethe von Amsberg. Chamorro y yo necesitábamos el coche para llegar hasta la casa de Juan Luis Gómez Padilla. El ex concejal, después de su absolución, se había mudado a una localidad turística al otro extremo de la isla. Podía entenderse, que quisiera poner tierra de por medio. Antes de bajarse del coche, Anglada calculó:

– Acabaré con Stammler, si le pillo, mucho antes de que vosotros estéis de vuelta. ¿Quieres que vaya avanzando algo por otro lado?

– Sí -dije-. Averigua dónde podemos encontrar a todos los de la lista. Y si te surge la oportunidad de ir tanteando a alguno, lo dejo a tu criterio.

– Muy bien. Suerte.

Anglada cogió su bolso de cuero, resistente y castigado por el uso, y salió a cumplir disciplinadamente con la misión que le había encomendado. Su contrariedad de la víspera parecía haberse esfumado durante la noche.

Para llegar a donde ahora vivía Gómez Padilla, hubimos de recorrer, en parte, la ruta que nos había llevado a la casa de la madre de Iván. Luego seguimos camino hacia el extremo más occidental de la isla. Chamorro, que iba leyendo en el asiento del copiloto la guía cuyo mapa nos servía para orientarnos, me ilustró acerca de las características del lugar.

– Viene a ser el segundo centro turístico de la isla. Importante colonia alemana. Tiene puerto, y según dice aquí, cuenta con uno de los lugares pioneros del nudismo en territorio español. La Playa del Inglés.

– Bueno, si nos queda un rato libre y te apetece… -bromeé.

Chamorro me observó con un gesto suspicaz.

– No, gracias. Ya sabes que soy demasiado tradicional para disfrutar quitándome la ropa en público. Aunque te parezca rancia y remilgada.

Procuré sacar la pata con delicadeza:

– No me lo pareces. Sabes que tampoco yo acertaría a estar muy suelto.

Hay cosas sobre las que es mejor hablar de menos que de más. Seguimos un buen rato en silencio, y luego reanudé la conversación sobre cuestiones triviales relacionadas con el trabajo. Uno de los asuntos que surgió fue el del padre de Iván. Tuve una idea. Le dije a Chamorro que llamara a la unidad y que le pidiera a quien le cogiera el teléfono que nos hiciera una gestión ante el consulado español en Caracas. Si el padre de Iván había emigrado a Venezuela, no era seguro, pero tampoco improbable, que se hubiera registrado allí. Chamorro le dio a la guardia Salgado, que fue quien descolgó el teléfono en Madrid, el nombre y los dos apellidos que le adjudicaba al padre de Iván la ficha de identidad del difunto. Pude oír a Salgado prometerle que haría la averiguación en seguida. Una vez resuelto esto, nos enfrascamos en la búsqueda de la dirección que nos habían dado, lo que tuvo su complicación. Con ayuda de las indicaciones de un par de paisanos, llegamos hasta allí. No era una casa pequeña, pero resultaba poco llamativa. Gómez Padilla, cerrada su etapa de personaje público, prefería no hacerse notar mucho.

Pulsamos el timbre que había junto a la cancela exterior. Durante medio minuto, no pasó nada. Iba a insistir cuando la puerta principal se abrió, al fin. Habría unos diez metros, desde la valla. Una mujer surgió en el umbral.

– ¿Qué desean? -preguntó, con fuerte acento isleño.

– Queremos hablar con el señor Gómez Padilla -dije-. ¿Está?

– ¿Quiénes son ustedes?

– Guardia Civil -respondí, sabiendo lo que eso significaba.

A la mujer se le demudó el semblante.

– Un momento -dijo, y cerró la puerta.

– Empezamos bien -opinó Chamorro.

Transcurrió otro medio minuto. Cuando volvió a abrirse la puerta, apareció ante nosotros un hombre alto, al que conocía. Por fotografías, sólo, pero me bastó para identificarlo. Gómez Padilla nos observó, inmóvil, durante unos segundos. Luego, sin prisa, como quien acomete a su pesar, pero resignado, un deber molesto, echó a andar hacia nosotros.

Cuando estuvo a cosa de un metro de la valla, se detuvo. Tenía el gesto crispado. Su mirada, sin embargo, parecía más fatigada que furiosa.

– No les conozco -dijo al fin. En su habla había sólo un leve deje insular.

– No -le confirmé-. Soy el sargento Vila, y ésta es mi compañera, Virginia. Venimos de Madrid. Trabajamos en la unidad central.