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Capítulo 10 FISIOLOGÍA MASCULINA

Nos reunimos con Anglada en el puerto, un poco después del mediodía. Nos estaba esperando en la terraza de una cafetería, tomándose una caña y un plato de aceitunas a la sombra de un gran quitasol. Pedimos un par de cañas para nosotros a uno que pasaba con una bandeja en la mano. El camarero tomó nota del pedido con una desganada inclinación de cabeza.

– ¿Os recibió? -preguntó Anglada, apenas nos sentamos.

– Sí -dije-. Y tú, ¿hablaste con Stammler?

– Aja. Y no sólo con él. Pero cuéntame, ¿cómo lo conseguisteis?

– Con educación, con humildad. Por si te había parecido otra cosa, yo nunca aluciné con las pelis de Starsky y Hutch -aclaré, con intención.

Anglada captó la alusión y la ironía.

– El jefe es muy considerado con los sospechosos -explicó Chamorro-. Y en general puedo asegurarte que le funciona.

– Como todas las cosas útiles que sé, la aprendí de otros, de los viejos de la unidad. El cariño es el mejor camino para llegar al corazón, tanto de los ciudadanos decentes como de los malvados. Y de eso se trata.

– ¿Y qué os ha dicho? -preguntó Anglada, apremiante.

– Que él no lo hizo. Que no se le ocurre quién fue. Y que cree que a él simplemente lo utilizaron, porque era el sospechoso perfecto para despistar a los investigadores, dados los malos términos en que estaba con Iván.

Anglada asintió.

– Sí, ésa es la versión que ha sostenido desde el principio.

– No lo hace mal -juzgué.

– ¿Te ha convencido?

– A mí no me convence ni la Virgen de Fátima que se me aparezca, hasta que no haya comprobado lo que me diga por todos los medios a mi alcance. Pero tengo que admitir que ha defendido su historia con aplomo. Y con eso no digo nada más que lo que digo; he visto a muchos hombres contar la verdad tartamudeando y a más de un canalla mentir sin despeinarse.

– Es raro, lo del montaje para inculparle. Enrevesado -dijo Chamorro.

– ¿Y por qué lo iban a hacer, para vengarse? ¿De qué? -dudó Anglada.

– Pero no es imposible, y el móvil que él alega es bastante sólido -dije-. Apuntar la proa de la justicia hacia un sospechoso que tiene probabilidades de caer y que en todo caso distraerá la atención poderosamente.

– Eso sí -admitió Chamorro.

– En fin, tenemos su versión, ya le hemos visto la cara; y valoremos que se haya avenido a colaborar -recapitulé-. Por cierto. No pone pegas para que interroguemos a la hija, pero tenemos un problema. Está en La Palma.

– ¿Y eso? -se interesó Anglada.

– La ha alejado del epicentro. Se comprende. Está trabajando, en un hotel. Lo más importante: tendremos que trasladarnos allí. ¿Cómo se va?

Anglada se lo pensó durante unos instantes.

– Lo más barato, barco a Tenerife y barco desde allí. Pero el segundo barco es un coñazo y además no todos somos buenos marineros.

La burla fue moderada, considerando lo que podía haber sido. La encajé.

– Lo más rápido -siguió diciendo Anglada-, es tomar el avioncito a Tenerife desde aquí y luego otro avioncito desde Tenerife a La Palma. El mejor equilibrio velocidad-precio, barco a Tenerife y avioncito después.

– ¿Tenéis quien nos saque los billetes?

– Trabajamos con una agencia que tiene delegación aquí. Lo puedo montar de un día para otro. Y más rápido si hace falta.

– Bien, la llamo, veo cuándo podemos quedar y te digo.

– A tus órdenes.

Llegaron nuestras cañas. Chamorro me lo hizo notar, señalándose el reloj: quince minutos después de haberlas pedido.

– Bueno, ¿y tú qué? -examiné a Anglada.

Se echó hacia atrás. Con la espalda apoyada por completo, los codos en los brazos de la silla y los pies bien plantados en el suelo, dijo:

– Pues, no puedo quejarme, la verdad.

Le tiré un buen sorbo a la cerveza. Me habría gustado que estuviera más fría, pero vino bien. Hacía calor. Dejé que bajara hasta el estómago.

– A ver, escupe -la invité.

Anglada se tomó un segundo para ordenarse. Luego se lanzó, sin titubeos:

– No estaba cuando fui a buscarlo. No sé si ésa es su costumbre, pero hoy Udo Stammler pasó de madrugar. Pregunté por él y me dijeron que esperase un poco, que seguramente vendría. A las diez menos cuarto ya había unos cuantos alumnos por allí. Pero él no se presentó hasta las diez y diez. No le dejé tiempo de disculparse con los que le esperaban. Le puse la placa debajo de las narices y le dije que tenía que hablar con él. Trató de zafarse, que si tenía mucho trabajo, que si no podía ser un poco más tarde. Pero no le di cuartel, tampoco él ponía mucho convencimiento, y un par de minutos después estábamos a solas en el cuartucho que le sirve de oficina.

No sé si Anglada se complacía en mostrarme que ella no tenía tantos miramientos como yo con los sospechosos. Pero lo parecía. La dejé seguir.

– Es un chico majo. Treinta y cuatro o treinta y cinco, rabiando. Bien formado, atlético, uno noventa. Moreno, ojos verdes. Un muñeco. Margarethe se lo monta bien para buscarse ligues, por lo menos en cuestión de chapa y pintura. Lleva unos cuatro años en la isla y el español no lo habla muy allá. Pero creo que me entendió lo que le preguntaba y se hizo entender en las respuestas, dentro de sus limitaciones. Por resumirte e ir al grano…

– No temas darme exceso de detalles -la interrumpí.

– Como quieras. En cuanto a su testimonio -prosiguió-, le saqué una serie de informaciones que pueden resultar curiosas, pensando mal. No sólo que tuvo relaciones con Margarethe y que acabaron más bien regular, entre otros motivos por su hijo, a quien admite haber empleado durante un tiempo y haber despedido después. Todo eso ya lo sabíamos. Según me dijo, una de las razones por las que lo echó, aparte de su incompetencia y su falta de amor al trabajo, fue porque le desapareció dinero y tiene la íntima convicción de que el mangante fue el bueno de Iván, aunque no pudo reunir pruebas para acusarle o poner una denuncia. También piensa que el muchacho estaba bastante colgado, de hecho él mismo tuvo que mandarlo a casa más de una vez por acudir al trabajo en no muy buenas condiciones. Respecto de si cree que Iván pudiera traficar, además de consumir, cosa que le pregunté expresamente, me dijo que ni lo afirma ni lo niega, que él no tiene información para acusarle de eso, pero que no le extrañaría que lo hiciera, si se le ofrecía la ocasión. No parecía que nadie le hubiera enseñado a tener demasiados escrúpulos respecto de nada, añadió. De todos modos, lo más llamativo es que durante toda la entrevista, que duró una hora o así, el tipo se mostró bastante nervioso. Dudaba al contestar, se hacía un lío con las palabras.

– Puede que fuera sólo su dificultad con el idioma -sugirió Chamorro.

– Bueno, es posible. Para cerciorarme, le sometí a una pequeña prueba, al final. Le pregunté si conocía a Gómez Padilla. Tardó en contestarme, pero dijo que sí, por su cargo, que era difícil no saber quién era viviendo aquí. Desde cuándo, le apreté. Y aunque sobre este punto concreto dudó todavía más, acabó respondiendo que desde hacía varios años. Le pedí que precisara si desde antes de la muerte de Iván. Admitió que sí. Por último, le pregunté si sabía de la enemistad que había entre Iván y él. Volvió a dudar. Pero reconoció haberle oído algo a Iván, poco antes de que lo mataran. Algo sobre sus relaciones con la hija, riéndose del cabreo que tenía el padre.

Observé a Anglada. Parecía querer decir algo de forma indirecta. Pero prefiero que la gente, sobre todo aquella con la que trabajo, se exprese con derechura. No conviene perder el tiempo cuando se investiga.

– Interesante -dije-. Pero vayamos un poco más allá. Por lo que has visto, ¿dirías tú que Udo es un sospechoso verosímil?

Anglada meditó antes de formular su apreciación al respecto.

– Tiene la fuerza física suficiente como para arrastrar a Iván por el bosque, vivo o muerto, eso puedes apostarlo -dijo-. No le tenía especial aprecio. Y sabía que el concejal tampoco le quería mucho. Ensamblando todas esas piezas, y el canguelo con que semejante tiarrón contesta a las preguntas que le hace una débil mujer, alguna fantasía alcanzo a concebir, no lo niego.

Sonreí, sin dejar de enfrentar su mirada.

– Ya. La cuestión es si alcanzas a concebir que algún juez de instrucción podría acompañarte en tu fantasía.

– La de aquí es una juez -respondió, con retranca-. A lo mejor me acompañaba, por camaradería femenina. Si es que eso existe.

– Vale, Ruth -dije, percatándome según lo hacía de que era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila-. Hablo en serio.

Anglada adoptó una expresión circunspecta.

– El olfato no acaba de decirme que sí. Tampoco que no.

– Si puedo opinar -habló Chamorro-, me parece un poco difícil que sea el culpable. El asesino no habría reconocido que estaba al tanto de la enemistad entre Iván y el concejal, cuando podía negarlo sin arriesgarse, si es algo que supo por una conversación con el muerto. Y tampoco se habría explayado mucho sobre las razones por las que se llevaba mal con la víctima.

Anglada sopesó las palabras de Chamorro. Mirándola a ella, replicó:

– Eso depende de lo que calcule que podemos averiguar por nuestra cuenta. Si sabe o sospecha, como debe, que hemos hablado con la madre, le conviene no dejar de contarnos nada de lo que ella pueda habernos informado.

Como jefe del grupo, me correspondía naturalmente el papel de arbitro. Opté por la solución aristotélica, que es simple, acaso burda, pero que a lo largo de los siglos ha demostrado su eficacia para prevenir el error.

– Las dos tenéis razón en lo que decís -observé-. Stammler no deja de ser una posibilidad, pero no creo que deba ser por ahora la preferente. Lo guardamos en la nevera hasta que tengamos el resto del cuadro.

– Me parece bien -dijo Anglada.

No estaba sometiéndome a su veredicto, y creí que debía hacérselo ver.

– Como si te parece mal -dije, en el tono más distendido posible-. Mientras contrastamos ideas, todos somos iguales y ningún criterio vale más que otro. Ahora bien, a la hora de las decisiones, yo soy el sargento. Lamento tener que subrayarlo, pero es que luego es a mí a quien van a regañar.

– Desde luego -acató Anglada, sumisa.

– Celebro que estemos de acuerdo -anoté, sin darle mayor trascendencia-. ¿Y qué más te ha dado de sí la mañana?

Anglada abrió su bloc. Era un bloc de anillas, alargado. Su caligrafía era briosa y un tanto desordenada, no demasiado legible.