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Mi compañera compartía mi impresión.

– Una entrevista interesante, ¿no te parece? -dijo.

– Más de lo que esperaba -admití.

– ¿Qué opinas de su teoría del pez gordo?

– Lo más discutible, claro. Según diría algún listillo de los que tuve que estudiarme hace años, sería un caso prototípico de proyección narcisista, en este caso canalizada a través del hijo muerto como extensión natural del yo. Como yo soy lo más importante, tengo que magnificar todo lo que a mí me pasa y convertir su importancia subjetiva en importancia objetiva. El mecanismo habitual del delirio paranoide, la manía persecutoria, etcétera.

Chamorro sonrió, sin dejar de mirar al frente.

– Ya. ¿Y según tú?

– Una posibilidad más. A saber. Habrá que investigarla, antes de decidir. En todo caso, no me toca diagnosticar a esa mujer. Renuncié a ejercer ese cometido. El de clasificador de seres humanos. Uno sólo puede calcular probabilidades de cómo son los otros, y nunca de una manera aséptica.

– Sí, como decía aquél -observó Chamorro, abstraída.

– ¿Como decía quién?

No es que hubiera afirmado nada con pretensiones de descubridor, pero tampoco me constaba estar fusilando nada de alguien en particular.

– Ya sabes.

– No, no lo sé.

– Venga, no intentes colármela, mi sargento. Eso que has dicho lo has cogido de un tal Heisenberg. El padre de la física de partículas.

La miré, escamado. La temía, cuando echaba mano de su formación científica. Entre otras cosas, porque me admiraba su inclinación hacia cualquier disciplina que requiriese exactitud. No se me oculta que ése ha sido siempre el punto flaco de mi cerebro, y me cuesta entender que alguien pueda obtener ningún género de satisfacción sometiendo su mente a esa clase de rigores, como le sucedía a mi compañera. Entre los muchos misterios que para mí tenía aquella mujer con la que trabajaba, se contaba el motivo por el que dedicaba una porción de su tiempo libre a estudiar matemáticas. Y no era porque no se lo hubiese preguntado. Pero su respuesta, que desde pequeña sentía fascinación por las estrellas, y que las matemáticas eran el camino para conocer sus leyes, apenas había logrado disminuir mi estupor.

– Te aseguro que estoy fuera de juego, de verdad -insistí-. En el terreno de la física de partículas, mi ignorancia es enciclopédica. Creeré cualquier cosa que me diga una experta como tú, aunque decidas inventártela.

– Tampoco yo sé mucho, lo mío son las matemáticas, de física sólo tengo ideas elementales -dijo, aún recelosa-. Pero es algo muy básico, el principio de indeterminación de Heisenberg. ¿No te lo enseñaron en el instituto?

– Algo me suena, entre las brumas que envuelven mis estudios de bachillerato -creí rememorar-. Pero sería incapaz de rescatarlo, me temo.

– Lo que dice el principio de Heisenberg es que resulta imposible conocer a la vez la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, porque al medir una se altera la otra. Es uno de los fundamentos de la física cuántica. Por eso la ciencia moderna dice que no podemos obtener certezas, sino sólo probabilidades, respecto de los fenómenos físicos, y que las conclusiones que se alcanzan sobre cualquiera de ellos dependen siempre del observador. No me digas que es la primera vez que oyes hablar de todo esto.

– Pues sí. Y no sé si lo entiendo del todo. Pero estoy de acuerdo. Lo que supongo que me convierte en un psicólogo cuántico. Además de frustrado.

– Pues mira. Suena original.

– Original, no creo que lo sea. Seguro que ya se le ha ocurrido a algún zumbado. Lo malo es que la gente prefiere que le digan lo que le pasa, y no lo que con una probabilidad relativa puede que le pase. Y encima suele querer que la curen. Lo que me temo que me aboca a seguir siendo un psicólogo frustrado y me incita a volver a la sucia rutina policial que nos trajo hasta esta isla. Aunque te agradezco la sesión gratuita de desbestiamiento.

Chamorro sonrió, complacida.

– De nada, hombre.

– En fin -retomé el hilo-, lo que no me atrevería yo a decir es que esa mujer sea una chiflada. Su discurso, dejando aparte lo del complot, tiene más sentido que lo que uno puede escucharles a muchos presuntos cuerdos.

Mi compañera asintió, con aire meditabundo.

– Y lo último, lo de echarse la culpa, me ha parecido conmovedor -dijo-. Se me ha puesto la carne de gallina, mientras la escuchaba.

– Y a mí. Demuestra que Margarethe, para ser una niña de papá, resulta tener mucha más vergüenza que el promedio de su especie.

– Ya me extrañaba que no sacaras el asunto.

Chamorro, por ser hija de un coronel, tendía a interpretar, erróneamente, que la atacaba a ella siempre que arremetía contra los hijos de papá, deporte al que por lo demás, lo admito, me entregaba quizá con inmoderada frecuencia. Pero no iba con ella, para nada, porque ella sudaba para ganar el pan de cada día y porque las influencias de su padre no le habían podido resolver el futuro (la habían rechazado dos veces en la escuela naval).

– No puedo evitarlo, Virginia. A mí nadie me ha sacado las castañas del fuego. Al revés, tuve que vivir sin padre. Y aunque no estoy libre de defectos, creo que lo que de mí pueda valer algo se lo debo, sobre todo, a haber tenido que pringar para conseguir lo poco que he conseguido en la vida.

– Suena a resentimiento, si me permites que te lo diga.

– Claro que te lo permito. Y a lo mejor sí, estoy resentido. Como pertenezco al bando de los destripaterrones, tengo muchas razones para tenerles inquina a los hijos de papá. El error más grave que han cometido los parias, a lo largo de la historia, ha sido confiar en los hijos de papá.

Chamorro volvió la cabeza.

– Mira, esa teoría no te la había oído nunca. Anda, explícamela. Conociéndote, seguro que me lo paso bien escuchándola.

– Está muy claro. Siempre hay hijos de papá que se ponen a hacer la revolución, y que al final, no sé cómo, acaban dirigiéndola. Como son más instruidos, como tienen en los genes la costumbre de mandar, los pringados se fían de ellos y les ceden el timón. Pero los hijos de papá no hacen la revolución por necesidad, sino por pasatiempo, por afán aventurero o para tocarle las pelotas al viejo. Y al final, con ellos a la cabeza, la revolución se va al garete. Porque los hijos de papá listos, cuando se les cura el acné juvenil, siempre vuelven al redil y acaban en su sitio, jugando al golf con sus pares y trabajando de consejero delegado. Y la revolución la cuentan como una batallita, o lo que es peor, la sostienen sólo de boquilla, mientras la traicionan a cada minuto. Son los hijos de papá tontos los que se empeñan en continuar la revolución, junto a los pobres que les siguen; un equipo que sólo puede llegar a donde al final llegan todas las revoluciones: a ninguna parte.

– Toma ya -concluyó Chamorro.

– Dicho todo lo cual, admito que hay hijos de papá encantadores, y sabes que nunca permitiría que mis prejuicios sociales afectaran a mi trabajo.

– ¿Quieres decir que, a pesar de todo, perdonas a Margarethe y que vas a intentar averiguar quién mató a su hijo?

– No seas irónica, cabo, que te meto un paquete.

– Está bien, lo retiro.

No hacía falta, porque no la había amenazado en serio. En realidad, celebraba poder volver a hablar con Chamorro como siempre, con la confianza y el relajo que se establece entre quienes se conocen, se aprecian y pueden conversar dando muchas cosas por sobreentendidas. Me gustaba hablar con mi compañera, y someter a su crítica los devaneos de mi cerebro, porque no sólo era inteligente. Era sensata, y noble de corazón. Al cabo del camino que he recorrido, creo que ésa es la más sabia combinación que puede alcanzar una persona. La que a mí me habría gustado ser capaz de lograr.

Y sólo porque en aquel coche estábamos ella y yo, sin testigos extraños, me permití reflexionar en voz alta sobre un asunto aún más incierto:

– La verdad, no sé si la pobre mujer tiene razones para sentirse culpable de algo. Puede que no, puede que sí. Imagino que al hablar de la parte de responsabilidad que puede tocarle en la perdición prematura de su hijo se refiere a que le rió al niño la gracia cuando le pilló fumando hierba la primera vez, ya que ella la fumaba, sin cuidarse siempre de no hacerlo en su presencia. Y a que no le apretó cuando vio que lo único que le importaba en la vida era pasarlo bien, porque no quería ser una madre tiránica, porque quería ser la colega de su hijo y dejarle la libertad que necesitara para encontrarse a sí mismo, la libertad que ella había tenido y disfrutado en su día.

– Bueno, si fue así, la entiendo -dijo Chamorro-. Tiene motivos para pensar que la vida desordenada de Iván le llevó en cierto modo a la muerte.

– Mira -repuse-, he pensado mucho sobre esto. Y creo que los padres, se pongan como se pongan y hagan lo que hagan, siempre joden a los hijos. Los joden trayéndolos a este mundo lleno de hijos de perra, y los joden al proponerles una forma de vivir, la que sea, cuando nadie sabe bien por qué ni para qué estamos aquí. La educación tradicional, la del padre déspota, causaba unos estropicios. Y la moderna, la del padre enrollado, causa otros, que pueden ser igual de graves. Supuestamente hay un justo medio virtuoso, que consiste en joder al cachorro lo mínimo y proporcionarle las máximas posibilidades de salir a pelear solo, pero ese equilibrio no está siempre tan claro como uno querría. El caso es que todos los padres creen que hacen lo mejor, y todos acaban culpándose de los contratiempos que tengan los hijos. No se puede evitar. Siempre que uno tenga entrañas, claro.

– Veo que afrontas con optimismo tu misión como padre.

– Bueno, ya sabes que mi misión como padre está especialmente chunga. Procuro meter la pata lo menos posible, eso es todo. Y espero no tener la suerte de espaldas, que eso también juega. Pero creo que para reducir los daños uno debe aceptar que el oficio de padre es algo antipático. Puedes hacerlo con más o con menos dulzura, pero te toca poner límites. Y a la vez, cuidar de no cortarle las alas al polluelo. Se dice fácil.

– Me da la impresión de que, pese a todo, no crees que Margarethe fuera una buena madre para su hijo -infirió mi compañera.

– Quién soy yo para juzgar a mi hermana -respondí-. Quizá no le preparó de la mejor manera para lidiar con el toro que iba a tocarle. Pero es un poco presuntuoso pensar que uno conoce al toro de antemano. Si Iván no se hubiera cruzado con quien se cruzó, a lo mejor seguía viviendo de vicio, tan feliz el tío con su moto, y tan agradecido de tener una madre pasota.