– Mirándolo así…
– Tampoco hay que hacer un drama, después de todo. Un padre te condiciona, nada más. Algunos hemos salido adelante sin padre, y hasta hemos acabado convirtiéndonos en personas de orden, contra todo pronóstico.
– Tenías a tu madre.
– Lo que no creas que siempre fue una ventaja -bromeé.
– No sé -meditó Chamorro-. Siempre pensé que me gustaría ser madre, algún día. Y lo sigo pensando. Pero es verdad que no es lo mismo planteárselo así, en general, que enfrentarse con todas las dificultades que implica.
– Es igual -dije-. Y no te fíes por la experiencia ajena, ni la mía ni la de nadie. Es como tirarse a la piscina. Por mucho que te digan que el agua está fría o caliente, sólo sabrás cómo está de verdad cuando estés dentro.
– Supongo.
– Eso sí, salvo que Míster Proper esté dispuesto a ser un buen amito de casa, ya sabes, vete despidiendo de este trabajo. Por el bien de tu hijo.
Chamorro se revolvió, sin acabar de comprender.
– ¿Míster Proper?
– Bueno, como es así, fortachón, y limpia las calles de manifestantes…
– Vale ya, ¿no? -protestó, sofocando apenas la risa.
– Perdona.
– Además, no tengo previsto ser madre de momento. Y quién sabe si cuando quiera serlo voy a poder, o si no tendré los hijos con otro.
En este punto, no se me ocurrió otra réplica que guardar silencio. Y Chamorro dejó que el silencio se prolongara. Al fin, osé romperlo:
– ¿Va todo bien, Virginia?
Mi compañera titubeó un instante.
– Sí, por qué no iba a ir bien -dijo, afectando despreocupación.
– Si en algo puedo ayudarte -ofrecí, aunque dudaba si debía.
– No pasa nada, de veras.
– Aprovecho para preguntártelo ahora porque dentro de un rato tendremos compañía. ¿Sigues sin querer contarme nada acerca de Anglada?
Una sonrisa desvaída asomó a su semblante.
– La verdad es que no tengo muchas ganas -respondió-. Pero no es nada importante. Procuraré ser amable y portarme bien. Tranquilo.
– Está bien. Pero espero que no dudes que puedes contarme cualquier cosa que te haga estar a disgusto, si la hay.
– No es por ti, por quien prefiero callármela. Sino por mí.
– Vale, no te lo digo más -me rendí, aunque con sus enigmáticas respuestas no había hecho sino acrecentar mi curiosidad más malsana.
Llegamos a la casa-cuartel a la caída de la tarde. Allí nos esperaban el sargento primero y una Anglada que mal disimulaba la ansiedad por saber lo que nos había deparado la entrevista con Margarethe von Amsberg. No la hice sufrir demasiado. Sin llegar a detallarle exhaustivamente todo lo que nos había contado la madre de Iván, ni mucho menos las impresiones que a partir de ello había obtenido, la puse en antecedentes de todo lo que me pareció indispensable que supiera. Hay quien sigue la técnica de escamotear información a sus colaboradores, para llevarles siempre una cierta ventajilla. Nunca he creído que ésa sea una manera válida de abordar una investigación policial. Todos los cerebros que puedan ponerse a procesar información, sin perjuicio de la discreción con que deba actuarse, siempre son pocos.
Contrastamos con Nava y con Anglada la lista de nombres que traíamos. A algunos los conocían, a otros no. Varios habían sido interrogados en el curso de la primera investigación. Con otros no se había hablado, que ellos supieran. Nava puso en duda la Habilidad de alguno de los que Margarethe sugería que podían proporcionarnos pistas sobre la autoría del crimen:
– Ése es un yonqui bastante matado, me parece a mí. Pero oye, supongo que no hay que dejar nada por explorar.
– ¿Y el ex novio de la madre, ese Stammler? -preguntó Chamorro.
– No sé. Le conozco de vista, pero no puedo decirte.
En vista de la hora, no me pareció que pudiéramos hacer mucho más que organizamos para el día siguiente. Me dirigí a Anglada:
– Mañana vamos a dividirnos. A primera hora, tú te vas a ver a Stammler. En el puerto, nos dijo que podíamos encontrarlo. Mientras tanto, Chamorro y yo nos vamos a hacer una visita a alguien que tampoco creo conveniente que te vea a ti. Luego nos reunimos y vemos cómo podemos abordar el resto de la lista. Ahí prefiero tenerte a mano, ya que conoces a algunos.
Anglada, por lo que pude advertir, no se daba mucha maña para ocultar cuándo algo la contrariaba. Aunque en su rostro había una esforzada sonrisa, la irritación era perceptible en su mirada y en el tono con que dijo:
– Encantada de serte útil en algo, mi sargento. Sólo para mi información, ¿puedo preguntar quién es esa otra persona que no conviene que me vea?
Me retaba, y acepté el reto. Incluso jugué un poco:
– No me digas que no lo adivinas.
– Debo de estar un poco lenta. ¿Tendría que ser capaz?
– Tal vez. Se trata de un testigo clave. Por eso quiero ir a verle mañana a primera hora, sin retrasarlo más. El ex concejal Gómez Padilla.
Nava soltó un bufido.
– No esperes que te reciba con los brazos abiertos -avisó-. Es más, prepárate para que te exija una orden judicial, si te identificas como guardia. No pertenece a la asociación de amigos de la Benemérita, ya te lo imaginas.
– Bueno -dije-. En peores plazas hemos toreado. Hay que probar.
Aquella noche, después de cenar, y ya que me había resignado, por necesidades del servicio, a caerle transitoriamente mal a Anglada, le pedí que nos llevara a Chamorro y a mí a una intempestiva excursión. Montamos los tres en el Opel Corsa y nos dirigimos hacia el corazón de la isla. Era una noche de luna crecida, como aquella fatídica en la que Iván había visto interrumpido su viaje vital. Pudimos contemplar las montañas a una luz parecida a la que había permitido a Anglada y Siso ver pasar aquel BMW rojo. Le pedí a Ruth que me indicara el lugar donde estaban apostados, y luego que pusiera rumbo hacia el túnel. Antes de que la boca oscura nos engullera, la temperatura era tan agradable como para llevar las ventanillas del coche bajadas. Ya en el túnel, se hizo apetecible subirlas. Chamorro y Anglada cerraron las suyas, pero yo mantuve la mía como estaba. Cuando salimos al otro lado, una bocanada de niebla me golpeó el rostro. Anglada me había hablado del contraste, pero vivirlo era otra cosa. La aparición, en medio de la noche, de aquel bosque fantasmagórico, casi irreal en su pasmosa proximidad al paisaje semidesértico que había al otro lado del túnel, fue una de las impresiones más rotundas que jamás me haya producido paraje alguno. Anglada dijo:
– Ahí la tenéis, la lluvia horizontal. Las nubes bajas que arrastran los alisios y que al estrellarse contra este lado de la isla mantienen viva la laurisilva. Esto ya es el parque nacional. El escenario del crimen. No me negaréis que se trata de eso que llaman los cursis un marco incomparable.
La humedad lo impregnaba todo. Creí ver hayas, sabinas, laureles. Como el resto de árboles que componían aquel insólito bosque, aparecían cubiertos de un musgo chorreante, que la luz de los faros descubría sólo en una ínfima parte de su esplendor. Los árboles se entrelazaban unos con otros, formando una masa densa, entre la que casi parecía imposible pasar. Por otra parte, el terreno al que se agarraban estaba bastante inclinado; a la derecha de la carretera descendía, y a la izquierda parecía echarse encima de ella. No era una calzada amplia, desde luego: podía representarme ahora con exactitud las dificultades que había presentado aquella persecución nocturna. Anglada conducía impasible, o quizá disfrutando de nuestro asombro. Siempre produce un irreprimible placer asistir al deslumbramiento de otro ante algo que uno conoce de antes. Su mirada estaba fija en la carretera y en la niebla que la difuminaba ante sus ojos. Resulta ingrato, manejar un coche contra la niebla, pero a ella no parecía producirle aspaviento alguno.
Al llegar a una bifurcación, Anglada torció a la izquierda. Le había pedido que reprodujera el camino que había seguido el asesino, hasta el lugar donde había aparecido el cadáver. Y una vez que nos apartamos de la carretera general, se complicaba bastante. Se hacía más empinado y aún más estrecho. Anglada, sin embargo, permanecía relajada y sonriente. Habríase dicho que le resultaba divertido, empujar aquel precario vehículo contra las dificultades, por lo que ponía a prueba su pericia como conductora.
Al cabo de unos quince minutos, llegamos a un recodo y Anglada detuvo el coche. Buscó con la mirada. Al fin vio algo, y quitó el contacto.
– Ahí está -dijo-. La marca. Como podéis imaginar, tuvimos que hacer una, porque si no, cualquiera se aclara aquí.
Bajamos del coche. Anglada tomó la cabeza.
– Por allí. Aquel árbol con la pintura blanca. Ésa es la señal.
Llegamos junto al árbol. Anglada le dio una palmada al tronco.
– Desde aquí, todo tieso. Unos cincuenta o sesenta metros. Suficiente, teniendo en cuenta que está prohibido salirse de la carretera.
– Vamos -dije.
– Nos vamos a llenar de barro -advirtió Anglada.
– Luego nos limpiamos.
– Como tú digas, mi sargento.
Nos internamos en el bosque, precedidos por Anglada y el haz de luz de su linterna. Visto desde dentro, no era tan impenetrable como parecía desde fuera. La niebla tampoco era tan espesa, una vez allí. Pero no se trataba, ni mucho menos, de un terreno cómodo para arrastrar un cadáver. Requería fuerza y decisión. Aparte de una cierta seguridad sobre dónde se ponía el pie. El bosque, de noche, no dejaba de resultar intimidante. Anglada se detuvo en un lugar que no se distinguía en nada del resto. Salvo por la mancha de pintura blanca que había en el tronco de un laurel.
– Aquí está. La otra señal. Ahí lo encontramos.
Observé el sitio. Me coloqué donde había estado tendido el cuerpo de Iván y miré alrededor, hacia arriba. La niebla flotaba, desleída, sobre mi cabeza. Pensé, no sé por qué, en que a todos nos pasaba lo mismo. Todos nacemos de un golpe de luz, y todos acabamos engullidos por la niebla que poco a poco nos va helando el corazón. Pero a algunos, como al pobre Iván López, los traga más deprisa. Al amparo de aquella niebla lo habían derribado, y mientras la veía sobre mí no pude evitar figurarme que el responsable, embozado aún en ella, nos vigilaba y se reía de nuestro empeño.