Lautret desplegó la carta y la mantuvo un momento en el aire, sin leerla, sin extendérsela a nadie, sin siquiera mirarla o hacer algún comentario acerca de su contenido. Los cuatro hombres permanecieron inmóviles, y en silencio, enfrentándose unos a otros, parados cerca de la ventana, en la oficina iluminada de Morvan en la que, a causa de su gusto excesivo por el orden, no flotaba una sola mota de polvo, no había una sola hoja de papel en el escritorio ni en el cesto olvidado junto a su sillón, ni una ínfima lámina de ceniza atormentada en el fondo del cenicero. Sin ser físicamente parecidos, y a pesar de ligeras diferencias de edad, los cuatro hombres eran sin embargo semejantes, y sus rasgos comunes, si bien provenían de su vestimenta y de los automatismos de su profesión, se debían también a la época y a la civilización a la que pertenecían. Macizos y puramente exteriores, en plena madurez, transparentes como decía unos para los otros en lo relativo a las convenciones cotidianas, pero sordos y ciegos para el fondo impenetrable en el que los días frágiles que viven las civilizaciones hunden su raíz. Las vestimentas gruesas de invierno que les daban un espesor suplementario, compradas probablemente en los mismos negocios, debían ser más o menos del mismo precio, y si las del comisario Lautret daban la impresión de ser un poco más caras y ligeramente más llamativas, la diferencia provenía únicamente de una nota más alta en la misma escala de costos y de gustos. Los matices temperamentales no eran más definitorios de cada uno que las diferentes formas que puede asumir el follaje en plantas de una misma variedad. Extraños y familiares a la vez, eran sin embargo más sensibles a lo familiar que a lo extraño de cada uno. Y sus disidencias con el mundo en el que habían crecido eran todas de orden superficial, ya que en ningún momento, ni siquiera en los años turbados de la adolescencia, habían dejado de pensar y de sentir que el orden de ese mundo era inmutable. Daban por sentado que pertenecían a cierta civilización, y ese hecho era para ellos indiscutible, como las formaciones geológicas o la circulación de la sangre, y si alguien les hubiese dicho que el africano analfabeto que, abandonando su tribu, trata de entrar clandestinamente, después de semanas de privaciones en el vientre oscuro de un barco, en alguno de los países que dicen pertenecer a esa civilización, es más europeo que millones y millones de europeos, se hubiesen sentido, y no dudo un momento de su sinceridad, perplejos o indignados. Habiendo sido modelados durante siglos para considerarse a sí mismos como el núcleo claro del mundo, todos sus extravíos eran descartados cuando formulaban su propia esencia, lo que, por cierto, se olvidaban de hacer cuando definían la de los otros. Los cuatro respetaban la habilidad técnica, el éxito profesional, la destreza física y practicaban la solidaridad corporativa, el relativismo moral, y los fines de semana en el campo. Y si Morvan, o cualquier otro, debido a sus características personales, se apartaba de esas normas, lo hacía únicamente desde un punto de vista práctico, porque en lo íntimo de sí mismo seguían pareciéndole las leyes naturales de la existencia.

– Debería ser más amable con los que le vienen dando hospitalidad desde hace veinte años -dice Tomatis-. ¿No te parece, Pinocho?

– No tengo todavía opinión formada sobre ese punto -dice Soldi.

Pichón interrumpe su relato, pero es evidente que no le ha dado la menor importancia al comentario de Tomatis; más aún, es como si no lo hubiese oído y, por su expresión, los otros comprenden que su silencio de algunos segundos no tiene otro objeto que el de permitirle concentrarse todavía más en los detalles de lo que está contando, porque entrecierra un poco los ojos y echa atrás la cabeza, de modo que su calvicie, su frente, la punta de su nariz y su mentón cubierto de puntos rubiones de barba, que ya le han vuelto a aparecer a pesar de la afeitada minuciosa de la mañana, brillan húmedos al exponerse de un modo más directo a algunas de las luces del patio, adosadas en la altura a una pared blanca cerca de las cocinas, o colgadas en guirnaldas entre las ramas de las acacias gigantes o de los troncos de las palmeras. Como antes de proseguir Pichón se remueve un poco para acomodarse mejor en su silla, cuando cambia la posición de sus piernas las suelas de sus mocasines chasquean contra el piso rojizo de ladrillo molido. Como el patio, que ocupa toda una esquina, es bastante grande, separado de la vereda por una parecita de balaustres pintada de blanco, hay mucho espacio entre las mesas, y como no sopla ninguna brisa, las copas inmensas de las acacias y las hojas curvas y afiladas de las palmeras, a causa de los focos que las iluminan desde varios puntos a la vez, haciendo alternar zonas claras y sombrías, brillan como láminas de mica, dando la impresión de pertenecer a un reino propio, cruza inconcebible entre el vegetal y el mineral. A la izquierda de Pichón, más allá de la parecita blanca de balaustres, después de la calle oscura, se levanta el edificio alargado de la Terminal de Ómnibus, en la que el movimiento, puesto que ya son cerca de las diez, se ha apaciguado un poco a causa de la hora. En el fondo del patio, más allá de las mesas diseminadas bajo los árboles, bajo la gran pared blanca, hay un bar, una cocinita y una parrilla, en rigor de verdad un largo cobertizo de ladrillos encalados, con las paredes laterales y dos tabiques en el medio para crear tres recintos independientes pero unidos por un techo común de paja. Tres o cuatro miembros del personal atraviesan, con las bandejas cargadas, los senderos de ladrillo molido que conducen a las mesas ocupadas. Eso es lo que él, Pichón, por encima y a los costados de los hombros de Tomatis, sentado enfrente suyo, está viendo en este momento: una especie de guarda o de fondo iluminado y en movimiento, que adorna el torso de Tomatis, ligeramente más brumoso que los objetos inmediatos, como una transparencia cinematográfica. La piel bronceada y la camisa azul oscuro, así como el pelo todavía obstinadamente negro y revuelto que se pega a las sienes debido al sudor, parecen todavía más oscuros por contraste con el decorado claro y móvil contra el que se recortan. Tomatis, en cambio, en la silla de enfrente, de espaldas a la parte central del patio, puede ver, detrás de la calvicie y de la camisa amarilla de Pichón, los rincones menos iluminados del terreno. Tomatis percibe, del otro lado de los árboles, la calle lateral que forma la esquina, más allá de la parecita lateral de balaustres blancos. Para estar más tranquilos, han elegido la última mesa, de modo que el fondo calmo y casi en penumbras contra el que se recorta el torso de Pichón hace resaltar y parecer todavía más vivos su bronceado claro, tirando a dorado, como suele dar la piel de ciertos rubios, y en todo caso, piensa Tomatis, idéntico al del Gato, y su camisa amarilla. Para adornar el patio con un toque de color local, o más precisamente de criollismo, una serie de ruedas de carros, pintadas de blanco y apoyadas en el suelo contra soportes de ladrillos blancos, están dispuestas paralelamente, a un metro de distancia más o menos, en todo el perímetro del patio, salvo en el lado que ocupan las cocinas, a la parecita blanca de balaustres. También las sillas y las mesas son de hierro blanco. Y en la altura, entre las guirnaldas de luces que realmente iluminan el patio, se entreveran otras guirnaldas de lamparitas de colores que, colgadas entre las hojas, parecen remedar sin demasiada gracia las verdaderas flores amarillas de las acacias, florecidas, marchitas, caídas, podridas, resecas y hechas polvo desde ya casi medio año.

Ocupando la esquina de la mesa, Soldi tiene Pichón a su izquierda y Tomatis a su derecha, de modo que, más allá de un par de ruedas de carro pintadas de blanco y de la parecita baja y blanca de balaustres, y más allá de la calle oscura, puede ver el edificio chato e iluminado de la Terminal de Ómnibus. De tanto en tanto, algún colectivo interurbano o algún taxi negro y amarillo pasan despacio por la calle oscura, entrando o saliendo de la terminal, y se pierden en la noche vacía y pegajosa. Los primeros tres vasos de cerveza -el vino les ha parecido inadecuado en una noche tan calurosa- que el mozo acaba de servir, y de la que los tres se han tomado inmediatamente un largo trago, descansan a medio vaciar entre los platitos de ingredientes, maníes con su cascara, lupines, cubitos de queso y de mortadela. Unos segundos después de haber sido volcada en las entrañas tenebrosas, la cerveza ha parecido querer escaparse otra vez al exterior, en forma de gotas gruesas de sudor que les han brotado en la frente y el cuello, deslizándose por entre los pliegues ardientes de la piel. Soldi siente la barba húmeda y apelmazada. A pesar de que están los tres juntos, sentados a la misma mesa, a causa de la posición diferente que ocupan en ella, tal vez más tarde, cuando la noche que comparten les vuelva a la memoria, no tendrán los mismos recuerdos. Es obvio que también del relato de Pichón cada uno tendrá una visión diferente, no únicamente Soldi y Tomatis, sino sobre todo Pichón, que nunca podrá verificar el tenor exacto de sus palabras en la imaginación de los otros. Pero de todas maneras, habiendo dejado disiparse en el aire tibio durante unos segundos los comentarios irónicos de sus oyentes (el de Soldi quizás forzado por la pregunta de Tomatis), entrecerrando los ojos y echando atrás la cabeza, Pichón sacude de un modo enigmático la mano por encima de su vaso de cerveza semivacío y continúa:

Sin hacer ningún gesto, Morvan esperó que Lautret se decidiera a hablar. En realidad, ya había adivinado lo que se disponía a oír, pero para calmar a sus colaboradores y darles el sentimiento de que los cuatro formaban un equipo unido y eficaz simulaba un interés intenso. El papel que Lautret venía desempeñando de portavoz del despacho ante el periodismo y el público se prolongaba en ese momento en el recinto de la oficina, y a Morvan lo divertía el aire oficial que Lautret, su amigo de toda la vida, acababa de adoptar para decirle lo que él mismo pensaba de esa carta del ministerio: que sólo los burócratas alejados del campo de operaciones son lo suficientemente inexperimentados y obtusos como para creer que recomendaciones y amenazas pueden modificar el curso de los acontecimientos. El papel de portavoz de Lautret se justificaba en parte, porque aunque debían pensar lo mismo que él, Combes y Juin nunca se hubiesen atrevido a argumentarlo ante Morvan. Al respeto que le tenían al comisario se sumaba también una especie de conformismo según el cual, si bien no creían en la pertinencia de las amenazas, las tomaban al pie de la letra por provenir de sus superiores. Dicho de otra manera ellos, que sabían de sí mismos y de todo el despacho especial que venían trabajando sin descanso, día y noche, desde hacía nueve meses, incapaces de mostrar su descontento como no fuese a través de la reacción de Lautret, apreciaban menos la justicia que las jerarquías. También había algo de histriónico en la actitud de Lautret, en el formalismo excesivo de sus protestas ya que, teniendo en cuenta la amistad que como se dice los unía, hubiese podido venir a hablar del problema de un modo más informal, y Morvan empezó a preguntarse si, habiendo tomado la carta del ministerio más en serio de lo que confesaba, Lautret, considerando que los traslados y sanciones en el despacho especial eran inevitables, capitaneando a sus subordinados, no se preparaba ya a substituirlo a la cabeza del despacho. No hay que olvidar que, en tanto que portavoz oficial, Lautret tenía, para la prensa y el gran público, más notoriedad que Morvan, que trabajaba, más por temperamento que por obligación, en una penumbra discreta. Pero esa sospecha, que lo dejaba indiferente, y no sólo porque en su fuero íntimo no creía en ella, se disipó de inmediato cuando, sin la menor transición, Lautret depuso su supuesta indignación, se echó a reír a carcajadas, y ante la mirada perpleja de sus tres interlocutores, empezó a romper, con saña y lentitud, la carta del ministerio hasta que la hizo, como se dice, mil pedazos.