La hija de Washington ha traído la caja de metal, bastante más grande que una caja de zapatos, pero ha sido Soldi -Julia lo llama Pinocho-, el que la ha abierto, con la llave que le ha dado la dueña de casa. En semicírculo alrededor de la mesa de trabajo de Washington, los visitantes han contemplado, inmóviles y sin decir palabra, los tanteos algo laboriosos de Soldi con la llavecita, para introducirla y después hacerla girar en la cerradura, hasta obtener un resultado que juzgó satisfactorio, de modo que dejando la llavecita en la cerradura, abrió la tapa de la caja y sacó con cuidado una carpeta de cartulina azul, abultada, que depositó sobre la mesa. Una vez que hubo abierto la carpeta, los visitantes pudieron comprobar que el dactilograma, además de las protecciones sucesivas de metal y cartulina, gozaba de una tercera, una especie de gran sobre de plástico semitransparente pero amarillento de tan grueso, con un cierre relámpago no dentado que Soldi corrió con decisión, para sacar después, con sus manos delicadas y precisas, el paquete alto de hojas escritas a máquina, un poco resquebrajadas y casi marrones ya más que amarillas en los bordes, chamuscadas, podría decirse, por la llama continua y sin velocidad calculable del tiempo que no para. Cuando ha dejado el paquete de hojas ya sin ningún envoltorio sobre la mesa, Soldi se ha hecho a un lado, un poco grave detrás de la barba, cruzando sus manos largas y bronceadas sobre el abdomen, tranquilo, por no decir satisfecho. Pichón ha tomado esa actitud como una autorización dirigida a su persona, incitándolo a examinar el original, pero antes de dar la vuelta a la mesa para inclinarse sobre la parva de hojas dactilografiadas, con el primer vistazo al paralelepípedo bastante voluminoso que forman, ya ha comprendido que Washington no puede ser el autor, que Washington nunca hubiese escrito un relato, y menos aun un relato de ese tamaño, de modo que durante unos segundos, antes de inclinarse por fin hacia la mesa, su preocupación principal ha sido que esa convicción no se refleje en su cara.

Lo que le ha llamado antes que nada la atención es que la novela empieza con puntos suspensivos, y que en realidad la primera no es una frase entera sino el miembro conclusivo de una frase de la que falta toda la parte argumentativa:

prueba de que es sólo el fantasma lo que engendra la violencia.

Desplazando el paquete entero de hojas, menos la última que lleva, en el ángulo superior derecho, el número 815, Pichón ha podido comprobar que la frase final también se interrumpe y acaba, no con un punto, sino con tres puntos suspensivos. Después, durante varios minutos, bajo la mirada ligeramente expectante de los presentes, con la impresión de que todos quisieran erigirlo en juez de un litigio cuyos motivos auténticos, no únicamente él, Pichón, sino también, y sobre todo, cada una de las partes ignoran, ha examinado el dactilograma, observando que, después de todo, a pesar de la altura que alcanzan las hojas acumuladas, no es tan largo, porque los tipos de la vieja máquina de escribir que ha servido para copiarlo -las pocas tachaduras hechas con la equis mayúscula demuestran a simple vista que se trata de una copia- son bastante grandes. Es cierto que las hojas fueron llenadas, quién sabe cuándo, a un solo espacio, que no existe ninguna división en partes, capítulos y secciones, y que los puntos y aparte son infrecuentes- de un modo superficial. Pichón ha calculado que hay uno cada treinta o cuarenta páginas. La primera conclusión que ha sacado del examen visual del dactilograma, o de su disposición tipográfica, más bien, es que la novela no incluye un solo diálogo, pero después, adentrándose un poco más en el texto, ha podido verificar que, a decir verdad, hay muchísimos, aunque transcriptos siempre en forma indirecta. Las frases son de extensión diferente: a veces hay frases cortas, a veces las frases cortas y las largas alternan, y a veces la extensión de las frases va aumentando, hasta alcanzar la extensión de una o dos páginas, lo que parece dar siempre lugar al punto y aparte. Quienquiera haya sido el autor -hasta este mismo momento en que están sentados a la mesa tomando la primera cerveza de la noche con Soldi y Tomatis no se le ha ocurrido todavía ningún nombre- no da la impresión de adherir, por el uso sistemático de la frase corta, a la superstición de la eficacia ni, por practicar en forma exclusiva los períodos interminables, al barroco de vulgarización. Por un prejuicio favorable, ya que todavía no ha leído la novela, Pichón le atribuye al autor desconocido una capacidad de modulación rítmica gracias a la cual cada frase tiene la extensión que le corresponde, basándose en la identificación lo más completa posible de sonido y sentido, y no en principios abstractos de una supuesta estética del relato y una pretendida visión del mundo como le dicen, anteriores al momento de la redacción.

Hubiese querido estar más concentrado mientras estudiaba, manipulándolo con cuidado, el dactilograma, pero el interés un poco indiscreto con que lo observaban los demás, aunque no hubiese cruzado una sola mirada con ellos, lo distraía. El papel de arbitro que los dos bandos habían decidido acordarle lo perturbaba hasta tal punto que le hacía perder la exactitud y, peor todavía, hasta la sinceridad de sus juicios. Y, en lugar de haber sacado conclusiones a propósito del texto propiamente dicho, había lanzado una frase semejante a una sonda que se deja caer en un pozo oscuro, del que se ignora el contenido, la hondura e incluso la finalidad.

– Habría quizás que mandarlo a Europa o a los Estados Unidos para que pueda ser estudiado con mayor precisión científica que la que puede obtenerse en Rincón Norte -ha dicho, originando primero un murmullo general y después la respuesta suave pero definitiva de la hija de Washington:

– Mientras yo viva, no sale de esta casa.

– Un día de éstos, habrá que decidirse a hacer una copia -ha intervenido Soldi, al parecer satisfecho por el intercambio de frases que acababa de resonar en el cuarto de Washington, bastante fresco a causa de la penumbra calculada que siempre lo protegió del ardor exterior: las dos frases resumían de un modo a su juicio claro la situación, eximiéndolo de tener que explicar a las partes en litigio los argumentos contradictorios.

– Si se analiza debidamente el papel, la tinta o el tipo de máquina además del texto, tal vez se puedan obtener más precisiones -ha dicho Pichón, tomando de nuevo las precauciones necesarias para no dar la impresión demasiado clara de estar poniendo en tela de juicio la identidad del autor.

– Todo eso puede hacerse aquí mismo -ha dicho Julia.

– No lo creo -ha dicho Soldi de un modo apresurado, prefiriendo que esa contradicción, que a causa de su sensatez transparente cualquiera de los presentes hubiese podido expresar, provenga más bien de su persona, de quien Julia la tolerará más fácilmente que si hubiese provenido de Pichón o de Tomatis.

– Y, para ser francos -ha dicho Julia como si no hubiese escuchado- no veo mucho la necesidad.

– Permiso, voy a salir un momentito al patio a tomar aire -dijo Tomatis con la entonación más amable y despreocupada que pudo hacer pasar a través de su garganta sofocada de indignación.

– ¿Por qué no vamos todos? Debe estar lindo a esta hora -ha propuesto Pichón con la más exquisita urbanidad.

Soldi ha emparejado las hojas del dactilograma, a las que introdujo después con mucho cuidado en el sobre de plástico, corriendo el cierre relámpago, y, después de haber metido el sobre en la carpeta azul, colocándolo en el fondo de la caja de metal, de la que bajó en el acto la tapa, cerrándola con una doble vuelta de la llavecita.

Han salido todos al patio. En veinte años, le ha parecido a Pichón, los árboles, algunos de los cuales fueron plantados en su presencia y que él mismo algunas veces podó y regó y, cuando crecieron gozó incluso de su sombra, no sólo han crecido todavía más, sino que también le han dado a ese patio un aspecto desconocido. Las moras, los gomeros, los arces, los fresnos, las acacias o los paraísos, los laureles rosas, blancos o amarillos, las palmeras y los jazmines, los cercos de ligustro, de pasionaria o de madreselva, para no hablar de los frutales, dispuestos en un área especial del patio, higueras, cítricos, manzanos, nísperos, perales o durazneros, con su solo crecer, han modificado el espacio en el que están plantados volviéndolo diferente de la representación que Pichón se hacía en su recuerdo. Ese lugar que creía conocer de memoria le pareció muy distinto y por esa misma razón extraño, novedoso, ligeramente inquietante tal vez, como si las pruebas de un tiempo que sigue fluyendo sin nosotros, se hubiesen acumulado en los troncos enormes y rugosos y en las copas desmesuradamente expandidas de los árboles. Por los huecos de la fronda pasaban manchas de luz que se imprimían en los senderos bien apisonados, pero una sombra espesa que conservaba la frescura y la humedad, defendía el terreno del sol obstinadamente ardiente de finales de marzo. En cierto momento, la hija de Washington y los tres especialistas literarios, como llamaba desdeñosamente y con ironía impasible en su fuero interno a Pichón, Soldi y Tomatis, se habían quedado solos bajo los árboles, porque los adolescentes habían desaparecido y, en un rincón alejado del patio, inclinados con interés sobre unos canteros de flores, el tripulante de la lancha y la vieja criolla que los había recibido conversaban. Tomatis había estudiado con profundo interés las ramas de una morera.

– Ni una sola mora nos han dejado, Julia -dijo por fin.

– Mire si íbamos a andar esperándolo -le respondió, con sequedad jovial, la hija de Washington.

– Con el cuento de que clasifica los papeles, Pinocho se come todo cada vez que viene -dijo Tomatis.

– Hago lo que puedo -respondió Soldi, inclinándose con modestia simulada.

– En vez de la novela, las moras tendría que poner bajo llave, Julia -ha dicho Tomatis.

Pichón se ha reído, no de la jovialidad agresiva y un poco mecánica del diálogo, sino de la tensión que percibe detrás de las palabras, ya que no ignora el conflicto que desde hace tiempo opone a los interlocutores.

– ¿Quieren que les haga preparar unos mates? -preguntó Julia, lo que indujo a Pichón a pensar que en el modo de formular la pregunta estaba implícita la declaración de que ella no se molestaría en cebarlos, sino que delegaría la tarea en la vieja criolla de batón floreado que conversaba en el fondo con el tripulante, o, peor todavía, que la formulaba con la esperanza de que no aceptarían viéndose de ese modo en la obligación de dar por terminada la visita. Tomatis ha parecido pensar lo mismo porque, sin consultar a nadie, respondió en el acto.