A pesar de su risa franca, amplia, divertida, que lo hacía sacudirse entero, percibían algo impenetrable en su cara bruscamente desconocida, y como a medida que los pedazos iban haciéndose más chicos el espesor del papel que debía romper, aumentando, lo volvía más resistente, la risa injustificada y excesiva de Lautret se deformaba en muecas movedizas por el esfuerzo que le exigía lo que estaba haciendo. Sin perder la calma, Morvan lo estudiaba, menos escandalizado que alerta. A pesar de su risa espontánea, la violencia desproporcionada y sobre todo súbita de Lautret, revelando una especie de incongruencia, ponía en funcionamiento en el comisario la curiosidad intrigada, que era en él como un instinto o un reflejo, y que lo había inducido a hacerse policía. Lautret lo tenía acostumbrado a la violencia e incluso a la brutalidad, pero siempre había considerado el uso que su amigo hacía de ellas como una técnica destinada a obtener resultados precisos y en la que, por decirlo de algún modo, únicamente el policía estaba presente, sin ninguna participación de la persona. Los dos inspectores daban la impresión de estar lamentando la visita a la oficina del comisario, de modo que Morvan, para tranquilizarlos, haciendo un esfuerzo por superar su propia perplejidad, empezó a sonreír sacudiendo la cabeza. Exactamente en el mismo momento Lautret, con un ademán rápido y eficaz, arrojó el montón de papelitos al aire, por encima de las cabezas de sus colegas. Una lluvia lenta de papelitos blancos, diseminándose en el aire después del envión enérgico de Lautret, empezó a flotar en la pieza iluminada, cayendo hacia el piso, y como muchos papelitos giraban sobre sí mismos mientras se dejaban atraer, sin demasiado apuro, a causa de su peso escaso, por la fuerza de gravedad, el espacio vacío entre los cuatro hombres parados frente a frente, se llenó de una agitación silenciosa y blanca, algo inconsecuente respecto de la tensión psicológica que se percibía en la oficina y Morvan, que, sin saber por qué, miraba como hechizado el torbellino delicado y mudo, giró despacio la cabeza hacia la ventana y vio primero los papelitos blancos reflejados en los vidrios helados, y cuando se concentró más en lo que estaba viendo, aunque al principio le costó creerlo, pudo comprobar con asombro que más allá de los vidrios, entre las ramas desnudas de los plátanos, y por todo el aire azul y gélido del anochecer de invierno, la lluvia de papelitos blancos se había generalizado, y recién después de una fracción de segundo de confusión, durante la que hubiese atravesado un universo mágico, comprendió que afuera estaba nevando.

Cuando los otros salieron de la oficina, Morvan se quedó un rato mirando caer la nieve, hasta que oscureció por completo y los copos que caían, por momentos oblicuos y plácidos y por momentos en remolinos furiosos, se volvieron a causa del contraste con la noche, más brillantes y más blancos. A pesar de que muchos bares y negocios seguían iluminados, ya casi no había gente por la calle. Aunque el último dios de Occidente se encarnó como dicen en este mundo y se hizo crucificar a los treinta y tres años, con el fin de que las grandes tiendas, los supermercados y las casas de artículos para regalos multipliquen su volumen de ventas el día de su cumpleaños, sus adoradores, que han substituido la plegaria por la compra a crédito y la veneración de los mártires por la foto autografiada de algún jugador de fútbol, que no esperan más milagros que un viaje para dos personas en el sorteo de los juegos televisivos, habían desertado a causa del mal tiempo los únicos lugares de culto que frecuentan con regularidad y sin ningún atisbo de hipocresía, las zonas comerciales. Mirando las calles oscuras y desiertas, la nieve que caía en remolinos formando una aureola irisada alrededor de los focos del alumbrado público, Morvan presintió que la sombra que venía persiguiendo desde hacía nueve meses, inasible a pesar de su proximidad angustiosa, estaba poniéndose otra vez en movimiento, decidida a golpear.

Antes de salir juntó, con paciencia y meticulosidad, todos los pedacitos de papel blanco y los puso en un cenicero de metal que nunca había servido. Como se habían diseminado por toda la pieza, a causa de su liviandad tal vez y, se le ocurrió, de la respiración expectante de los cuatro policías que turbaba, acelerándose, sin que se diesen cuenta, el aire alrededor, tuvo que gatear un poco por la oficina para recogerlos a todos, debajo del escritorio o de las sillas, dos o tres inexplicablemente en la otra punta de la pieza e incluso tres o cuatro que habían caído en el cesto vacío de papeles y tan limpio de polvo, o de cualquier otra suciedad, que hubiese podido cocinar en él. Cuando terminó de amontonarlos en el cenicero, y después de pegarle una última revisada a la pieza para verificar que no había dejado ninguno por juntar, se quedó un momento pensativo con el cenicero en la mano hasta que por fin, en vez de volver a dejarlo sobre el escritorio, abrió un armario de metal y lo guardó adentro. Después se puso el sobretodo, el sombrero y los guantes, y salió a la calle.

Aunque ya era bastante tarde, muchos negocios seguían abiertos en razón de las fiestas, y aunque todavía pasaban muchos coches por el bulevar, la nieve amortiguaba todos los ruidos. Únicamente el chasquido de sus zapatos contra la capa de nieve que se iba espesando en la vereda, acompañaba, rítmico, la caminata de Morvan. Encaminándose primero hacia la plaza León Blum, la recorrió en todo su perímetro, mirando con discreción, sin pararse, el interior de los bares y de los negocios iluminados y en su mayor parte semivacíos o vacíos. En el Burguer King, como ya era bastante tarde, la clientela de niños y de adolescentes había desaparecido, pero dos o tres adultos, solitarios y agobiados, sacaban con los dedos papas fritas de una caja de cartón y se las llevaban distraídos a la boca. En el bar Le Relais du Xleme ya habían puesto las sillas sobre las mesas y un empleado estaba barriendo el salón. Morvan sentía la nieve depositarse en su sombrero, penetrar el paño de su sobretodo a la altura de los hombros. Si alzaba la cabeza, unas puntas afiladas y frías le acribillaban la piel de la cara. Avanzaba encogido entre los remolinos blancos de copos que el viento desgarraba, dándoles muchas formas, tamaños y consistencias diferentes, que iban desde el puñadito blando y clásico semejante a un pedazo de algodón, pasando por las gotas e incluso las astillas de nieve tan dura y brillante que ya era hielo, hasta el polvillo blanco que flotaba entre los copos y que espolvoreaba la respiración penetrando hasta los pulmones como una nubecita en suspensión de cocaína helada. Morvan cruzó la rue de la Roquette y se dirigió al supermercado, parándose en la entrada y contemplando el local a través de las puertas vidrieras. El vigilante privado, que lo conocía, parado cerca de la entrada, en el interior, le hizo una seña amistosa con la mano. Morvan respondió con un sacudimiento de cabeza. Entre la larga hilera de cajas, varias ya estaban cerradas, pero en las que funcionaban todavía, algunos clientes hacían cola esperando su turno para pagar la mercadería que llenaba los carritos de metal o los canastos de plástico rojo del supermercado. En una de las cajas, una anciana bien vestida, con dos botellas de champagne en los brazos, esperaba detrás de un hombre joven, de barba rubia, que estaba pagando su compra. Morvan se quedó un momento indeciso en la vereda, pero después de hacerle un nuevo signo con la cabeza al vigilante, siguió su camino.

Avanzó un trecho por la avenida Parmentier y, doblando por la rue Sedaine, pasó detrás del edificio del municipio, cruzó el bulevar Voltaire, y se internó en las calles estrechas y cortas, muchas de ellas sin salida, que se abren a los costados de la rue de la Roquette, de la rue Sedaine, y de otras calles largas y frecuentadas durante el día, como la rue de Charonne o la rue du Chemin Vert, que, cortando el bulevar Voltaire, llevan del cementerio del Pére Lachaise a la Bastilla. A medida que entraba en la noche, el silencio crecía, las luces de los negocios e incluso las de los departamentos se iban apagando, y el espesor de la nieve aumentaba, acolchando hasta el ruido de sus pasos en las calles irreales y oscuras de la ciudad fantasmática. Las bolsas de basura, de plástico azul o negro, amontonadas en los cordones de las veredas, se endurecían como cadáveres y la nieve que caía se acumulaba en sus pliegues y en sus anfractuosidades. A pesar de las solapas del sobretodo levantadas, Morvan sentía la nieve en polvo penetrar en sus fosas nasales y el aire helado enfriarle las orejas, la frente, y la punta de la nariz. El frío lo adormecía o, mejor, parecía poner una distancia cada vez más grande entre él y las cosas. De un modo gradual, la ciudad desierta, empezó a parecerse a la de su sueño. La densidad de la nieve estrechaba el círculo de lo visible, y los restos de ciudad que flotaban a su alrededor parecían emerger de una bruma grisácea y espesa que se confundía con lo negro. La cortina turbulenta de nieve que caía daba la sensación de aumentar el silencio, paradójica puesto que ante los cuerpos blancos que caen, la vista nos prepara, como con la lluvia o el granizo, no a la ausencia inhabitual de sonido sino al estruendo. Durante un buen rato, y a pesar de lo familiares que eran para él debido a las rondas frecuentes que daba por ellas desde hacía meses, anduvo por calles oscuras de las que no sabía cómo salir y que no lograba reconocer. A pesar del frío, caminó tanto por la ciudad desierta que en determinado momento empezó a sentir calor, y hasta unas gotas de sudor que le brotaban en la nuca y bajaban hacia el cuello. La inminencia de algo terrible lo agitaba, no de un crimen, sino de una revelación -algo que presentía desde hacía meses pero que no se atrevía a formular de un modo claro por temor tal vez de que esa formulación, por lo atroz de su significado, arrebatándole los últimos vestigios de esperanza, no lo arrojara al fondo definitivo de la noche. Su caminata duró horas, y del mismo modo que cuando practicaba con exceso algunos deportes, al cabo de un momento entró en una especie de trance, una suspensión duradera de la conciencia que tenía su lado agradable, pero que lo separaba del mundo de la vigilia y le impedía reconocer lo familiar. A causa tal vez del contraste entre la temperatura de su cuerpo y el aire helado del exterior, en un determinado momento empezó a tener escalofríos -experimentaba a menudo esa sensación-, y como a la vuelta de una esquina vio brillar a lo lejos la cruz de neón verde de una farmacia contra la que pasaban, oblicuos, los copos de nieve, apuró el paso en esa dirección, con el propósito de comprar un tubo de aspirinas. La farmacia estaba vacía, y el farmacéutico salió del fondo del negocio con aire soñoliento y lo atendió casi sin pronunciar palabra, pero cuando le dio los billetes del vuelto, Morvan pudo comprobar que la imagen de la Gorgona, encerrada en el óvalo de una guirnalda pueril, estaba impresa en ellos. Quiso darse vuelta para decirle algo al farmacéutico, pero cambió de idea y, encogiéndose de hombros, emitió una risita sarcástica para hacer notar lo absurdo que le parecía ese homenaje. Cuando salió a la calle y empezó a acomodar el vuelto en la billetera, sacó los billetes que llevaba y comprobó que también en ellos Escila y Caribdis, Gorgona, Quimera en los más grandes, estaban retratadas dentro de la incalificable guirnalda en óvalo. Bajo la cruz verde de neón que titilaba, tiñendo a su alrededor los copos de nieve que adquirían un tinte verde pálido, como coágulos de cloro, Morvan comprendió que, de un modo incomprensible, sin saber exactamente cómo ni en qué momento, de tanto caminar en la nieve, había pasado al otro mundo, en el que las cosas, sin ser demasiado diferentes a las de la vigilia, ya no eran las mismas y le producían una intranquilidad creciente, muy semejante a la angustia. Todo era más grande, más silencioso y más lejano. Seguía nevando, pero la nieve era gris. En una plazoleta en la que se encontró de golpe, sin saber cómo había llegado hasta ahí, se topó con uno de esos extraños monumentos, de los que no podía decir si la ambigüedad de lo que representaban era voluntaria o, a causa de la antigüedad de la piedra, resultado de la erosión: ser humano gigantesco, monstruo alado, centauro, pulpo, figura ecuestre o mamut. Podía ser un monumento religioso, porque tal vez en ese territorio sin nombre, era al dios de lo indiferenciado que se le rendía culto. Más perplejo que aterrado, siguió su camino, avanzando despacio a través de la cortina de nieve gris, cuando de pronto, en algún punto de la ciudad inmensa y vacía, empezaron a sonar unos golpes, insistentes y lejanos. Se paró un momento para precisar mejor el lugar de donde provenían, y cuando le pareció haberlo fijado orientó sus pasos en esa dirección, que debía ser la correcta porque los golpes se hacían cada vez más fuertes, hasta que, cuando los sintió muy cerca, pudo oír una voz perentoria que lo llamaba: ¡Comisario! ¡Comisario!