– No. Se está haciendo un poco tarde. Habría que volver, ¿no, Pinocho?

De modo que después de una despedida afable, corta y convencional, han emprendido la vuelta. No bien hicieron unos metros por el camino arenoso en dirección a la costa -sus sombras ya largas, azules, los precedían quebrándose en las irregularidades del suelo- Tomatis, bajando por prudencia un poco la voz, empezó a criticar a la hija de Washington.

– ¡Que en Rincón Norte se puede analizar científicamente el manuscrito igual que en Cambridge! Se enteró de su muerte por el diario y ahora se las da de hija devota. Quiere a toda costa que el autor sea Washington porque, como es una novela, piensa que va a hacerse rica cuando la publiquen. Ya debe estar pensando en vender los derechos cinematográficos o, peor todavía, en hacerla adaptar para televisión.

Con discreción, casi con estoicismo, Soldi y Pichón se han abstenido de responder a esas frases malintencionadas y sin duda inverificables, sin dejar de pensar sin embargo que la terquedad de Julia, originada en confusos y probablemente antiguos tironeos emocionales, justifica en cierta medida el furor de Tomatis. Después, haciendo silencio, han ido avanzando a paso lento hacia el río, en el calor del atardecer. Pichón lanzaba, de un modo voluntario, o voluntarista mejor, miradas a su alrededor, tratando de captar en el paisaje, bastante triste por otra parte después de tantas semanas de sequía, algo, una fuerza propia a la disposición del pasto grisáceo, de la vegetación polvorienta, del suelo arenoso, del aire sofocante y del cielo ilimitado y ya un poco pálido del día que declinaba, un hálito singular que hubiese sido específico de ese lugar y de ningún otro, pero sus miradas rebotaban en el espacio neutro, irreconocible, átono, que no le procuraba como se dice ningún sentimiento de reciprocidad ni ninguna emoción. Únicamente cuando llegaron a la orilla del río y cuando ya había renunciado a sentir alguna intimidad viviente entre los pliegues apelmazados de su ser y lo exterior, la proximidad y la vista del agua le produjeron una especie de alegría fugaz que atribuyó no a su afinidad con ese río preciso, sino a la alerta general de sus entrañas, de sus sentidos y de su piel, acosados por el calor, el cansancio y la sed, ante la presencia benévola, inmediata y genérica del agua salvadora.

Como el sol bajaba cada vez más rápido, recogieron el toldo a rayas blancas y verdes de la lancha para que, gracias al desplazamiento, el aire secara sus caras sudorosas después de la caminata y del día transcurrido, que daba la impresión de haberlo hecho únicamente para los adultos, porque los dos adolescentes, sentados uno al lado del otro en el mismo lugar de la banqueta que habían ocupado durante el viaje de ida, más parecidos, uno al lado del otro, a las dos mitades de un ente andrógino que a dos ejemplares de sexos opuestos, impasibles y plácidos, daban la impresión de ser, para lo que corroe desde dentro y desde fuera con su obstinación insidiosa y continua, indiferentes y aun invulnerables. Desplomados en las banquetas, los adultos tomaban agua fresca que habían sacado de la heladera, y se dejaban mecer por el movimiento de la lancha y por el ronroneo uniforme del motor que, de un modo paradójico, se atenuaba en el silencio total del río y de las islas vacías. En la cabina, el tripulante, que les daba la espalda, de vez en cuando, sin descuidar el control de la lancha y sin siquiera darse vuelta, estiraba el brazo izquierdo, gritando y señalando algo en dirección de la orilla. Como él mismo debía saber que desde la popa no podía entenderse lo que decía, daba la impresión de estar señalándoselo a sí mismo con un ademán enfático y perentorio semejante al de un demente en estado crítico, hasta que Soldi se levantó y fue a preguntarle de qué se trataba, volviendo después de unos minutos de conversación afable para explicar que esos ademanes insistentes querían llamar la atención de los pasajeros sobre las victorias regias que flotaban cerca de las orillas, las bandejas verdes y circulares, y al costado de cada una, en la punta de un tallo largo y medio sumergido que evocaba un cordón umbilical, la flor de un blanco rojizo que se había abierto en el atardecer, para relumbrar con un resplandor apagado durante la noche y volver a cerrarse al alba hasta el anochecer del día siguiente, las victorias regias que los indios guaraníes llamaban irupé y que le hicieron pensar a Pichón, a causa de esa flor un poco separada del círculo verde pero dependiente de él, igual que un planeta y su satélite, en esas diosas arcaicas y solitarias que, fecundándose a sí mismas, parían por entre sus miembros vigorosos un dios menor, blanco, espigado y frágil, con el que se elevaban en vuelo nupcial antes de abandonarlo a la mesa del sacrificio para hacerlo despedazar y perpetuar de ese modo su propio culto.

Como a la ida, también a la vuelta han alargado un poco el camino, para llegar al anochecer y así librarse de soportar entre las casas y el asfalto recalentados de la ciudad, el sol esponjoso y turbio de la tarde. Navegando por el Colastiné cerca de la orilla este, bordeando las grandes islas que lo separan del Paraná propiamente dicho y de los riachos entrerrianos, han explorado los canales internos del río, formados por las islitas aluvionales que han sido hasta no hace mucho tiempo bancos de arena y que no tienen ni siquiera nombre y después, en vez de seguir por el río, se han internado en el Ubajay pasando incluso, antes de desembocar de nuevo en el curso grande del Colastiné, por la playita de Rincón y la casa de fin de semana de los Garay, una de las dos últimas propiedades de la familia (reducida en la actualidad a Pichón, su mujer y sus hijos), los detalles finales de cuya venta habían justamente motivado su viaje desde París. Esas dos casas, cerradas y vacías desde hacía mucho tiempo, ni siquiera había ido a visitarlas. Un primo abogado -de chicos se detestaban- se había encargado de la venta, y aunque él hubiese podido mandarle un poder desde París, había preferido abstenerse de hacerlo para justificar el viaje a la ciudad con el pretexto de la firma. Al divisar la casa, no todavía en ruinas pero carcomida por la intemperie, de modo que el blanco de las paredes donde la pintura no se ha descascarado está cubierto de un archipiélago de manchas grises y negruzcas, en el momento en que la lancha dejaba atrás una curva cerrada ha tenido de nuevo la esperanza de que algo dentro de sí mismo, nostalgia, pena, memoria, compasión, se pondría en movimiento, pero, de nuevo, las capas pegoteadas de su ser, como si fuesen un solo bloque compacto, no han querido desplegarse, ni siquiera entreabrirse. Ha tenido incluso que hacer un esfuerzo para mostrarle la casa a su hijo, alzando un poco la voz por sobre el ronroneo de la lancha:

– Esa es la casa de Rincón, de la que te mostré tantas fotos. Aquí de chicos pasábamos los veranos con el Gato.

Sin responder, el Francesito sacudió afirmativamente la cabeza y, para satisfacer a su padre, le echó una mirada larguísima a la casa, hasta que un nuevo recodo del río la escamoteó a la vista, pero su expresión impenetrable y serena, muy semejante, pensó Tomatis mirándolo, a la de los mellizos cuando tenían su misma edad, no dejó pasar, a pesar de la emoción intensa que sentía y que no tenía nada que ver con la casa, ningún signo al exterior. De esa casa habían desaparecido varios años antes, sin dejar literalmente rastro, el Gato y Elisa. Fueron, como tenían la costumbre de hacerlo desde hacía años, a pasar un par de días juntos, y nunca nadie más volvió a verlos. La casa de Rincón había sido desde siempre para ellos el recinto sacrosanto donde repetían periódicamente el ritual del adulterio. La puerta de calle estaba como de costumbre sin llave, pero todo seguía limpio y ordenado. No había señales de lucha o de presencias extrañas. Las camas estaban hechas y la mesa puesta. En la heladera, los alimentos para varios días se encontraban todavía en buenas condiciones. Aunque había algunos objetos de valor, máquina de escribir, ventiladores y otros artefactos, no faltaba nada y cada cosa seguía, intacta y en perfecto estado de funcionamiento, en su lugar. Un amigo publicitario, para el que el Gato hacía de tanto en tanto algún trabajito, fue el que descubrió que habían desaparecido: como eran tiempos de terror y de violencia, y como al entrar en la casa silenciosa, empezó a sentir un olor nauseabundo, el amigo publicitario se asustó bastante, pero cuando entró en la cocina descubrió que el olor venía de un pedazo de carne que se descomponía sobre el fogón, en un plato. Al lado había un gran cuchillo de cocina y una tabla de picar carne, pero no habían tenido tiempo de usarlos. En el momento en que había sacado el plato de carne de la heladera y lo habían depositado sobre las baldosas rojas del fogón, el fluir de sus actos se había detenido y ellos se habían como quien dice volatilizado. Nunca más en siete u ocho años un solo signo de su existencia material, ni siquiera sus cenizas, había aparecido. Pasaron, le había comentado Tomatis a Pichón en una carta, de una cama indebida a una tumba indebida, con esa autonomía discreta y solidaria, de espaldas al mundo e incluso en contradicción con él, que únicamente otorgan la mística, la locura y el adulterio.

La lancha salió del Ubajay -"Es casi tan ancho como el Sena a la altura del Pont des Arts y por acá todo el mundo lo llama arroyo", ha pensado Pichón mientras iban dejándolo atrás- y entró otra vez en el Colastiné, navegando firme hacia el sur. En el atardecer inmóvil y caliente de marzo, a causa del aire un poco más fresco que producía su desplazamiento " La Rubita " le ha dado a Pichón la impresión de estar atravesando un corredor distinto del resto del espacio, con un clima propio, más clemente que el que imperaba fuera de sus bordes y que parecía disolver en el aire turbio las islas chatas y descoloridas. Ya iban por un verdadero río, ancho, hondo y correntoso, a pesar de su superficie lisa -debido al tiempo y a la hora- y casi coagulada, semejante a un bloque de gelatina en el que la proa afilada de la lancha fue abriendo un surco que se ensanchaba en la popa y en el que las masas de agua excavada tenían la consistencia, el color y la textura de vetas rugosas y, por los borbotones blancos que se formaban en la superficie, hirvientes de caramelo. Y tan verdadero en tanto que río, ha recordado Pichón, que, a pesar de no ser más que un recodo, una excrecencia, un retoño entre tantos otros de los que engendra, bajando hacia el sur, el Paraná, ha sido en sus orillas, unos diez kilómetros más abajo, en Colastiné sur, hasta los años veinte más o menos, donde funcionaba el puerto de la ciudad, un puerto de ultramar, y en las inmediaciones, ahora desiertas y vueltas al estado salvaje, había pululado una muchedumbre de marinos rusos, japoneses, alemanes, senegaleses, australianos, de comerciantes, de funcionarios fluviales y de estibadores, de prostitutas y de contrabandistas, de artesanos y de oficiales y agentes del ejército y de la policía portuaria. Desde Dakar, Hamburgo, Odessa o Nueva Inglaterra, los barcos de proa alta, mástiles y chimeneas, fondeaban en la orilla. Un tren venía desde la ciudad cruzando la laguna por un puente de madera que, como a casi todos los otros, terminó por derrumbar una creciente, descargando y cargando mercaderías y pasajeros. Muelles y galpones se extendían a lo largo de la orilla y en el espacio que los separaba pasaban las vías férreas y se agitaba un tumulto de carros, caballos, hombres, guinches, entre pilas de madera y fardos de lino blanco que, habiendo salido de las bodegas oscuras de los barcos en los que habían atravesado más de un océano, esperaban amontonados al sol, en la tierra arenosa, que los vagones los llevaran a la ciudad. El pueblo propiamente dicho habían sido varias hileras rectas de casillas con techo de cinc, alguna que otra, más pretensiosa, adornada por un alero de lata representando una flor de lis o algún otro motivo, repetido a todo lo largo de la fachada, en la altura, paralelo a la canaleta de cinc del desagüe. Como los mosquitos y las moscas a los hombres, a vela, a remo o a motor, las embarcaciones minúsculas y remendadas de los proveedores, comerciantes, funcionarios e incluso proxenetas, hostigaban, evolucionando inestables y nerviosas a su alrededor, a los grandes barcos de ultramar fijos y firmes contra el muelle. El calado del puerto nuevo, en la ciudad, y la construcción del largo canal de acceso a los muelles desde un nudo intrincado de islas, ríos, riachos, lagunas y arroyos que desembocan en el río Paraná Viejo, contribuyeron a la decadencia del puerto en Colastiné sur. El pueblo y la estación desaparecieron; los muelles y los galpones, poco a poco, se derrumbaron; el pasto y la maleza fueron borrando los caminos que llevaban al puerto: quedaron un monte de eucaliptus, un despacho de bebidas hecho de latas y de madera de cajón, con techo de paja y, de tanto en tanto, a lo largo de la costa hasta Rincón, algunos trechos de vías oxidadas y sepultadas por la vegetación desteñida, buenos lingotes de hierro que, por alguna razón misteriosa, cirujas, acopladores de materiales de construcción o simples rateros, se habían abstenido de arrancar. También, incompletas y reventadas en parte por la presión que hace desde abajo lo que, obstinado, se empeña en crecer, las bases rectangulares de las casillas de madera que, en la época de las vacas gordas, se habían otorgado el lujo de un piso de portland. Pero desde cierta distancia, desde el río o desde el medio del campo por ejemplo, los vestigios de ocupación humana son por cierto invisibles, a no ser por el rancho de lata, los eucaliptos y los troncos negros y geométricos, que recuerdan ciertos dibujos de Piranesi, de un muelle reciente destinado a una balsa militar que transporta camiones de combustible, el lugar parece tan virgen y deshabitado como debía serlo, abstracción hecha del clima, de la erosión y de los depósitos aluviales, el día en que, después del último sobresalto geológico, el suelo, el agua, el aire y la vegetación, encontrando cada uno su lugar, graduales, se apaciguaron.