SEGUNDA PARTE

DOCE

– Anda, sécate los ojos.

Gertru cogió el pañuelo grande que olía ligeramente a tabaco y colonia Varón Dandy. Todavía tenía los dobleces de recién planchado. Se enterneció al llevárselo a los ojos.

– Pero de verdad, Ángel -dijo con voz quebrada-. De verdad que era una broma; que yo no quería avergonzarte delante de los amigos ni nada, que te lo has tomado al revés. Con la ilusión que me hizo preparar el paquete…

– No, Gertru, chiquita, no me lo he tomado al revés. Es que hay cosas que una señorita no debe hacerlas. Te llevo más de diez años, me voy a casar contigo. Te tienes que acostumbrar a que te riña alguna vez. ¿No lo comprendes?

Gertru escuchaba mirando los sofás de enfrente y la gente sentada. La voz de Ángel tenía un tono autoritario que le quitaba toda dulzura, ponía distancia entre ellos. Protestó todavía:

– Pero por lo menos que entiendas que era una sorpresa, una cosa que me salió de dentro. Ni lo anduve envolviendo bien ni nada, vine corriendo a traértelo con el mismo traje que tenía puesto en casa, en cuanto colgué el teléfono. Yo misma vine. Tienes que entender esto, por favor. Tienes que saberte reír cuando alguna vez te dé una broma.

– No me digas lo que tengo que saber hacer-cortó él con dureza. Y añadió acercándose un poco, porque ella se apartaba con gesto huraño-: Por Dios, es que se te ocurren unas cosas. Imagínate cuando bajé con los amigos y me dio el paquete el conserje. Vamos, que no sabía qué cara poner. Lo desen-vuelvo, y el bocadillo de tortilla. Habrán dicho que soy un desgraciado, que me hago alimentar por ti. Además el conserje te conoce, se han enterado todos.

Gertru levantó unos ojos de niño con rabieta.

– Y a mí qué me importa, a mí qué me importa. Dijiste que llevabas dos tardes sin merendar, que no te había llegado el giro de tu madre. Me hacía ilusión, no tiene nada de malo, digas lo que quieras no tiene nada de malo.

– Bueno, ya basta. ¿Por qué sigues llorando? No te quiero ver llorar, ¿has oído? Si no te voy a poder advertir nada. Lo hago por tu bien, para enseñarte a quedar siempre en el lugar que te corresponde. Eres un crío tú. Anda, no seas tonta, pero serás crío.

Gertru se sonaba con los ojos bajos.

– Ángel está de riña con la novia -dijo Federico Hortal desde la mesa de enfrente, donde habían estado jugando a los dados.

Y se echó para atrás en la butaca, mirando en el aire una bocanada de humo. Se destacaba su figura delgada contra el metal de una vieja armadura que estaba al pie de la escalera. Sonaban amor-tiguadas las conversaciones y las risas como si se apagaran en la alfombra. Aquel rincón del hall del Gran Hotel con la escalera, la armadura y el tresillo grande venía retratado en las postales de la Dirección General de Turismo y por detrás ponía: (Teléfono. Baño en todas las habitaciones. Primera A).

– Riña de poco debe ser -dijo Ernesto-. Una riña de no soltarse las manos, vaya riña. Es una pareja que da sueño. ¿Lo dejamos o echamos otra?

Federico le quitó el cubilete.

– No, hombre, venga ya. Yo ya no juego más. Llevamos siete.

– Porque pierdes.

Luis Colina miraba el periódico.

– Le estará pidiendo explicaciones ella por lo de anoche -dijo alzando unos ojos maliciosos.

– ¿Lo de anoche? No seas tonto. Pues sí. Como si lo de anoche fuera algo especial. Ni lo sabrá ella.

– ¿Cómo no va a saberlo? Yo estoy seguro de que es por eso. Con lo arrepentido que venía a lo último, diciendo que era un miserable.

– Bueno, por el vino que tenía. Por desahogarse. Porque era la primera vez que volvía con nosotros de noche desde lo de la novia. Pero lo que yo le dije: (Temprano empiezas con los arrepen-timientos. Qué vas a dejar para cuando te cases y tengas hijos y eso, que está peor irse de mujeres, si vas a mirar:).

– Pues él decía que con qué cara salía hoy con ella. Yo creo que se lo está contando y que por eso riñen.

– Que no, hombre, que no. Que no le conoces.

– Es un león, desde luego, para las mujeres. ¿Os fijasteis Angelita? Se le dan de miedo -dijo Luis Colina con admiración.

Los otros no le hicieron caso.

– Pues a la chiquita esta yo no le veo nada. Tiene unos bracines que parecen palos.

– Hombre, no; es mona. Muy crío, eso es lo que pasa. Ya se pondrá en su punto. Es de las que se ponen en su punto después del segundo hijo. Qué dolor de cabeza, oye. Dos horas he dormido.

– Por ahora es de las que no deben dar ni frío ni calor.

– Eso creo, sí. Algo simplona. Yo también estoy cansadísimo.

– Y dice que se casa, eh, que no quiere esperar ni dos meses. Le ha dado fuerte.

Gertru le daba vueltas al pañuelo de Ángel, sin levantar los ojos del regazo.

– Te has quedado callada. Mírame.

– No me pasa nada.

– Que me mires.

– Déjame.

– Pero vamos, basta ya. ¿Qué va a decir mi madre mañana? Pues sí que le preparas un recibi-miento. Como te vea con esa cara. Dame ya el pañuelo. La señora de Jiménez; vaya una señora de Jiménez que vas a ser tú. ¿Y cuándo lleves el anillo aquí?

– No, aquí no..Se lleva en la otra mano.

– A ver. En ésta. En este dedo. Vuélvete Así. Ya nos hemos casado. ¿Qué te parece?

– Bien -dijo ella, sonriendo.

Saludaron a Ángel. Se levantaron y saludaron con la mano.

– Eh, ¿pero os vais ya? -les llamó él, incorporándose. Se acercaron.

– Sí, arriba, a oír los discos de Yves Montand. ¿Venís luego vosotros? Hola, Gertru.

– Hola.

– No sé -dijo Ángel, mirándola-. A lo mejor. Íbamos a ir al cine. Lo que ella diga.

– Animaros, hombre.

– No sé lo que haremos. ¿A ti te apetece?

– A mí sí -dijo Gertru.

– No. Es que si no vais a venir, se lo decimos a Yoni, porque me parece que contaba con vosotros.

– ¿Ah, pero por fin es guateque?

– Creo que sí. Dice éste que han avisado a algunas chicas. Ahora nos dirá Yoni.

– Hasta luego.

Subieron las escaleras con gesto cansino. En el estudio, Yoni le estaba haciendo un cóctel a Manolo Torre, en el pequeño bar. Federico se fue al lado del picup y se puso a sacar discos de sus fundas de papel y a mirarles los títulos.

– Oye, bárbaro. Tienes dos de Juliette Greco, ¿también son nuevos?

– También.

Los otros se acercaron al picupé y miraron los discos, por encima del hombro de Federico.

– ¿Te los ha mandado todos Spencer?-preguntó él-

– Todos.

– Pues oye, los vamos a ir poniendo.

– Como queráis -dijo Yoni-, pero os van a aburrir de tanto oírlos, como me ha pasado a mí. Yo esperaría un rato a que viniera la gente.

Les contó que venían muchos, que lo había organizado su hermana Teresa.

– ¿Y con qué motivo?

– En honor de la francesa del 315, que se marcha mañana por fin. He visto que andan haciendo pastelitos y mandangas. Me toman el estudio por el pito del sereno.

– Si te traen a la francesita, no te quejes.

– De eso me quejo, claro. Me la tengo ya muy vista-se reía-. Demasiado. ¿Sabes que me regalaba un pasaje si me iba con ella?

– ¿Qué dijiste?

– Que no. Que cuando tenga ganas de pasar una semana en plan, ya le pondré un cable.

Yoni hablaba con un acento descoyuntado y artificial. Les ofreció tabaco inglés de pipa, y mientras lo repartía canturreaba, llevando el compás con los hombros:

Chuchu chu baba

chuchu chi baba

chuchu chu baba

chu, chu, chu…

– Oye, ¿y este tabaco también te lo ha mandado Spencer?

– También. Con los discos. Y unas revistas de cine que están allí.

– Vaya con el americano. Ni que se hubiera enamorado de ti.

– Pues no andas tan despistado. Cosas más difíciles habría.

– ¿Cómo? ¿Qué dices, Yoni? ¿Pero de verdad?

– Y tanto.

– Que‚ va, hombre. No vengas con cuentos ahora. Un tío bien simpático es lo que era. Siempre le sobraban veinte duros.

Al principio los discos franceses fueron escuchados con religioso silencio. A los que iban lle-gando, se les saludaba con la mano, o con gestos de que no interrumpieran. Colette, la chica Francesa del 315, traía pantalones y una blusa roja. Se fue derecha al bar, se sirvió un vaso de ginebra y se puso a be-

berlo apoyada en el respaldo de la butaca de Yoni, acariciándole el pelo de vez en cuando. Luego se sentó en el suelo con las piernas estiradas sobre la alfombra. Dejaba caer en la cara su pelo rubio y liso, mien-tras hacía sonar contra las paredes del vaso un trocito de hielo. Teresa, la hermana de Yoni, entró con las otras amigas por la puertecilla de atrás, que comunicaba con su apartamento. Traían bandejas de empare-dados y las pusieron en una mesa adosada a la pared, retirando hacia el extremo algunas figurillas de barro.

– Te dije que dejaras libre esto-le gritó a Yoni.

Yoni se levantó, encorvándose hacia adelante. Alguien le había dicho que andaba como James Stewart.

– Eh tú, no fastidiéis -dijo acercándose-, que ese trabajo no está seco todavía. Hola, Estrella.

– Venga, no seas rollo. Si no te lo estropeamos. O ponlo en otro sitio, en el armarito. Te dije que lo tuvieras recogido.

– A ver, Yoni, qué cucada de imagen. ¿Es una virgen?

– No, es una cosa abstracta. Ten cuidado.

– ¿Abstracta?

– Sí, guapa. Ten cuidado, no está seca.

– Pero esto es un cenicero, no lo querrás negar. ¿Lo vendes?

– Cógelo, si te gusta.

Colette no separaba los ojos del grupo que formaban Yoni y las casadas frívolas. Cuando se volvió a acercar a ella, le atrajo hacia sí fuertemente y se reclinó en su hombro:

– Oh, dètes moi que tu m'aimes-le pidió lánguidamente.

Teresa, la hermana de Yoni, vino hacia ellos y se agachó a saludar a Colette. Yoni aprovechó para desprenderse. Teresa llevaba un escote exageradísimo y los ojos pintados con abégñula. Manolo Torre no separaba los ojos del borde de aquel escote, atento a que se volviera a levantar. Apuró la copa de coñac y se pasó dos dedos por el cuello de la camisa.

Cuando estaban acabando de poner los discos, vinieron Gertru y Ángel. Como la chica era nueva, y por consideración a Ángel, se levantaron casi todos. Gertru miraba alrededor, sin avanzar, con sus enormes ojos transparentes. Manolo Torre le dijo por lo bajo a Yoni:

– Vaya, ya nos hundió la niña. Yo la conozco, te prevengo que es de las que le cohíben a uno la juerga.