– ¿De qué?

– De mí, de las cosas que digo.

Tenía una mano encima del libro de poesías y parecía que le sobraba. Puse la mía encima y sentí un calor muy agradable.

– No pienso nada, aborrezco los problemas psicológicos. Mírame.

No retiró la mano, pero se echó a llorar.

– No sé, estoy nerviosa estos días. Siempre me he sentido ridícula con usted, desde el primer momento. Dirá usted. Dirá…

– No volvamos a empezar-corté-. Yo no digo nada. Y no me llames de usted. Somos amigos, ¿no?

Se sonrió asintiendo. Le alcé la cara por la barbilla. Estábamos muy cerca y vi que los labios le temblaban. De pronto se desprendió:

– ¿Qué hora es?-preguntó-. Debe ser muy tarde.

Y se levantó.

– Uh!, tardísimo -dijo cuando supo la hora-. No, no vengas conmigo. Tengo una prisa horrible. Hasta otro día.

Ya iba subiendo por la cuestecilla con su libro en la mano.

– Espérame -le dije-. No te hagas la interesante. ¿Es que quieres jugar conmigo a la Cenicienta?

– Sí -dijo con una voz de buen humor.

Y se echó a correr por la carretera, diciéndome adiós. Yo me quedé un poco todavía. Cuando me fui de allí, tenía ganas de seguir bebiendo y estuve en varias tabernas de mi barrio.

Al día siguiente, lo único que recordaba de Elvira era lo cerca que la había tenido de mí y algo de mi tono insolente del principio. La telefoneé‚ para disculparme, o no sabía muy bien para qué. Le pregunté que si podía verla.

– Sí -dijo-. Pero no quiero que te excuses. Me has hecho mucho bien con eso que dices tu insolencia. Ya te explicaré. Hasta te tendría que dar las gracias.

– ¿Dónde te veo?-resumí.

– Puedes venir por casa.

– Habrá mucha gente. Tenía ganas de estar solo contigo.

– No, antes de las siete no habrá gente; hoy creo que no va a venir nadie.

Me citó a las seis. Era una tarde de domingo. La madre y el hermano se habían ido al cementerio. Apenas me abrió la puerta ella misma, me sentí a disgusto y tímido; no encontraba razón para aquella visita y tuve que hacer un esfuerzo para no llamarla de usted al reconocer el trozo de pasillo donde nos habíamos hablado el primer día, cuando fui a darles el pésame. Ella, en cambio, era absolutamente dueña de la situación y me hizo pasar con desenvoltura y aplomo. La seguí a un cuartito pequeño que me dijo que era el suyo, y me trajo una taza de té. Me dijo que se alegraba de mi amistad, que esperaba merecerla, que precisamente necesitaba mucho de personas como yo que dicen siempre la verdad. Que nadie le ha-

bía dicho de sí misma cosas como las que yo le había dicho la tarde anterior.

– Pero si yo no te dije nada de particular.

– Sí, que pienso demasiado en mí misma. Y es verdad: que me doy vueltas y me creo original. Algo así. Me sentó muy mal, te lo confieso, pero hiciste bien en decirlo, fuiste como nadie, son cosas que nadie dice.

Me explicó que en general la gente la admiraba. Que los chicos, sobre todo, la admiraban.

– No me creas fatua por esto, pero es verdad. Tengo bastantes amigos, y entre unos y otros me han hecho pensar que valgo algo más que otras chicas, porque soy así, impulsiva, ya lo ves tú mismo; porque leo y tengo inquietudes que otras chicas de aquí no suelen tener. Ellas me ponen verde, te lo puedes figurar, porque tengo amigos y salgo y voy a los sitios, lo que se puede en un sitio como éste. Porque con las chicas me aburro, lo lógico. Todo esto a ti te parecerá pueril. Tú en cambio no me admiras nada, te parezco vulgar, ¿verdad que no me admiras?

– ¿Por qué te iba a admirar? Te conozco tan poco… Pero ves, ya estás hablando todo el rato de ti misma, salte de ti misma, no te creas el centro del mundo.

Se quedó repentinamente cortada.

– No te he querido decir nada que te ofenda-añadí-. Perdona. Pero creo que siendo tan subjetiva, creyéndote el centro del mundo, no podrás llegar a hacer nada demasiado bueno, ni siquiera a pintar bien, por ejemplo.

– ¿Lo sabías que pinto?-preguntó complacida-. ¿Quién te lo ha dicho?

– Qué más da, lo he sabido por ahí.

– Yo no pinto bien, ni lo pretendo. Soy aficionada solamente-se defendió-. Eso para el que sea profesional.

Yo le dije que no se debe ser aficionado en ninguna cosa, que si no le parecía la pintura una cosa importante, que no cogiera nunca un pincel.

– ¿A ti te parece una cosa importante?

– Hay otras cosas que lo son mucho más, desde luego.

– Pues tu padre pintaba. Creo que pintaba muy bien.

– Y eso qué tiene que ver.

Sacó un tono impaciente, como si se empezara a molestar. Estaba continuamente a la defensiva. Dijo:

– Además, eso de lo subjetivo no es verdad. Van Gogh será un pintor subjetivo, bien encerrado en sí mismo, y es espléndido. Murió alucinado, borracho; bueno, ya lo sabrás, se cortó una oreja. Yo le admiro.

Me eché a reír.

– ¿Le admiras porque se cortó una oreja? ¿Qué tiene que ver eso con su pintura?

Se quedó un rato callada.

– Me tienes antipatía -dijo luego-. No sé por qué quieres estar conmigo.

Estaba sentada en una cama turca y continuamente subía los pies a la cama y los volvía a bajar. Me pareció guapísima.

– Porque me gustas-le dije-; la cosa es bien clara.

Se levantó, como si no me hubiera oído, y dijo que me iba a enseñar sus cuadros, pero luego se arrepintió y se puso a darme explicaciones de lo malos que eran y también de las sensaciones que tenía cuando los pintaba que se atormentaba pensando que aquello que veía ya no volvería a tener la luz que tenía en aquel momento, y que eso le daba prisa y angustia y le dificultaba trabajar bien. Me habló de lo horrible que le parecía sentir pasar el tiempo, envejecer.

– Dirás que qué cosas pienso tan raras, ¿no? -dijo con una risita.

Yo no contesté. La estaba mirando fijamente. Otra vez se había sentado, ahora más cerca de mi sillón.

– Esta tarde, por ejemplo, es distinta a cualquier otra y nunca se repetirá. Y cuando tú y yo seamos viejos, ni siquiera nos acordaremos. Es imposible apresar el tiempo, ¿no te parece?

Me levanté despacio y me puse a su lado en la cama turca. Bajó los ojos. Algo empezó a decir de La náusea: de un libro de Jean-Paul Sartre, y todavía siguió hablando un poco y mirándose las manos sobre las rodillas, hasta que yo se las cogí.

– ¿Por qué haces esto? -dijo cortándose-. Ya ayer, en el río…

– ¿No eres una chica sin prejuicios?-sonreí.

Separó una mano y la movió en el aire con falsa naturalidad; la otra quedaba en su falda, debajo de las mías.

– Claro, qué bobada, no lo digo por eso. A ver si crees que me parece una gran cosa, pero tengo curiosidad por saber qué idea tienes formada de mí.

Se hacía la desenvuelta, pero vi que tenía miedo de que la besara.

La besé. La estuve besando hasta que no teníamos respiración. Luego ella se puso de pie con susto porque había oído algún ruido en la casa, se arregló el pelo con las manos torpes, antes de salir de la habi-tación. (Me esperas un momento:), dijo. Y cuando volvió todavía hablaba con voz entrecortada.

– Ha venido una amiga mía. Está en el comedor. Si quieres salir a la visita o esperarme… no sé qué podríamos hacer.

– No, me voy-dije-. Ya te veré otro día. Pero no estés temblando.

– Escucha, antes de que te vayas.-Hablaba en un murmullo-. Dirás que soy una fresca. Yo no quería que pasara lo que ha pasado. ¿Me crees? No sé cómo se ha enredado todo así.

– No tiene importancia. Si tú quieres lo olvidaré. Pero te he besado porque me ha parecido que lo deseabas.

– Eres fatuo y grosero-se revolvió-. No es verdad eso.

– ¿Quieres que lo olvide?

– Sí. No sé. Vete. Si no te importa, no digas que has estado aquí.

– ¿A quién se lo iba a decir?

– No sé.-Estaba muy colorada-. A mi hermano, a Emilio, a tus amigos de ahora. Además es una bobada, díselo si quieres.

– No se lo diré, no te preocupes. A tu hermano y a Emilio nunca los veo. ¿Tanto miedo tienes?

– No-se revolvió-. Ya te he dicho que es una bobada. No tengo miedo de nadie. Pregónalo si quieres.

– Nos va a oír hablar tu amiga.

– Mejor. Eres malo y odioso.

Ni siquiera me dio la mano cuando me fui.

En la calle decidí que era mejor no volver a verla. Eché a andar sin saber hacia dónde. Hacía una tarde húmeda y suave. Llegué al Parque municipal y di un paseo.

– Sabía va que te iba a gustar mucho Yoni. Pues yo, ya te digo, no salgo nada. Pero estoy animado. En este tiempo de otoño, da gusto tener aliciente para meterse a estudiar. Gusta estar en casa trabajando, a las puertas del invierno, con mas sociales, sobre todo. Algún día, si quieres, puedes venir a casa y te enseñaré algo. Vivo aquí mismo.

– Ah, muy bien. Vendré.

Miré la casa.

– En el tercero. Sí, me gustaría que vinieras. Saber tu opinión acerca de lo que escribo. Esta temporada me he aturdido a estudiar, pero no creas; suelo tener un gran dilema entre la carrera y mis escritos. He tenido temporadas de no saber por dónde tirar, y todavía no estoy seguro, pero es que claro, chico, de la literatura, por lo menos aquí en España, es dificilísimo vivir.

Seguíamos parados en la acera. Miró el reloj. Me dijo:

– Te extrañará que no te diga que subas ahora a casa. Pero los domingos salgo un poco antes, para aprovechar y tengo prisa: estoy citado con Elvira. ¿Sabes que somos novios?

– No. No sabía nada.

– A nadie se lo he dicho más que a ti. Ni siquiera a Teo. No lo comentes con los amigos. Decir novios, y más con ella, es algo que lo echa a perder todo, pero en fin, hemos comprendido que nos tenemos que casar. Esto es lo importante, ¿no te parece?

– Tú sabrás. Seguramente.

Cuando se despidió me dijo:

– Por cierto, tú debías volver a visitarles. A Teo le gustaría. Su madre, por lo visto, se acuerda bastante de ti, cuando eras pequeño. Si quieres, yo te puedo acompañar.

– Bueno, ya nos pondremos de acuerdo.

Me fui a la pensión. Al día siguiente empezó el curso.