– ¿No te parece un tipo formidable?-me decía todo el tiempo Federico.

Volví otros días con ellos.

– Nos ha dicho Yoni que le pareces muy tímido-me dijeron-. Que no hace falta que te llevemos, que si te ha gustado estar allí vayas tú solo siempre a la hora que te apetezca. Es que él tiene la costumbre de no hacer caso a nadie. Ya lo has visto, sigue trabajando vaya quien vaya. Pero no le distraemos, hasta le gusta.

Lo que más me admiró fue calcular el dinero que se debía gastar en bebidas para los amigos, y lo comenté con ellos. Les pregunté que si ganaba tanto con sus esculturas como para tener bebidas tan caras, pero por lo visto, el estudio y todos los lujos se los pagaba el padre, que tenía mucha fe en su talento. Yoni, sin embargo, hablaba de él con desprecio absoluto y le llamaba el viejo cerdo. Yo nunca le llegué a ver porque por allí no subía. Conocí, en cambio, a su hermana Teresa, el segundo día de ir por el estudio. Vivía en un apartamento contiguo al de Yoni, independientes los dos de su padre, y ella a veces le traía comida al hermano. Esta chica estaba separada de su marido, que vivía en Madrid con una artista de cine, y le mandaba a ella dinero de vez en cuando. Ella misma me contó estas cosas apenas nos presentaron y, según dijo, tenía como un privilegio el haber encontrado este estado de vida ideal. Hablaba con voz única, separando poco los dientes. Siempre había en su apartamento otras amigas muy guapas, que se reunían allí y hablaban del amor. Federico me dijo que Teresa era lesbiana.

De Elvira Domínguez volví a oír hablar en una de estas reuniones. Me enteré de que pintaba y de que Yoni la admiraba mucho por su falta de prejuicios. Se lo estaba explicando con mucho entusiasmo a otro chico que no la conocía, mientras le preparaba un cóctel en el bar. Yo estaba sentado cerca y les oí. Le dijo Yoni que era una de las pocas chicas iguales a un amigo.

– Como tú, o como otro.

El amigo se echó a reír.

– Se lo cuentas a quien quieras. Eso de la amistad entre hombre y mujer, ya no sale ni en el teatro.

Durante este tiempo yo pensaba mucho en Elvira y deseaba volver a verla.

Una tarde, poco antes de empezar el curso, hizo un sol hermoso y me fui de paseo al río. Había comido dos bocadillos en una taberna del arrabal y bebido casi un litro de un vino buenísimo. Estaba alegre sin saber el motivo. Veía los colores de todas las cosas con un brillo tan intenso que me daba pena pensar que se apagaría. La ciudad me parecía muy hermosa y excitante en su paz, hecha de trozos de todas las ciudades hermosas que había conocido. Me apoyé un rato bastante largo en la barandilla de piedra del Puente y me estuve allí, con los ojos medio cerrados, el sol en la nuca, oyendo los gritos de unos niños que se bañaban en la aceña. Luego me entró sueño y quise ir a tumbarme un rato en la orilla de allá del río, donde estaban paradas las barcas cuadradas que sacaban arena.

Desde el pretil de la carretera, antes de saltarlo para bajar a la orilla, vi una chica tumbada entre sol y sombra y cuando ya bajaba la cuestecilla hacia el lugar donde ella estaba, se incorporó al ruido de mis pasos, y vi que era Elvira. No me extrañó ni me produjo timidez, como me hubiera ocurrido en otro momento. Estaba un poquito borracho y todo lo reconocía y me lo apropiaba apenas mirado, todo eran acontecimientos necesarios e inevitables. Encontrar a Elvira era igual que ver la torre de la Catedral de color tostado y azul dentro del río, igual que ir bajando con cuidado aquella cuesta, y sentir el ruido de un coche en la carretera. Llegué hasta donde estaba y la saludé con toda naturalidad, como si nos hubiéramos visto el día anterior y otros días de atrás, y siempre; como si todo lo supiéramos el uno del otro. Me senté cerca de ella, sin pedirle permiso, y la miré.

– Vuélvase a tumbar, si estaba cómoda-le dije-. Yo también traía la idea de tirarme por aquí y quizá dormir.

Es bueno este sitio, precisamente éste. La he visto desde arriba y he pensado: (Me lo ha quitado esa muchacha:), pero podemos estar los dos. Casi nunca hay nadie por aquí; otras veces que he venido.

Me preguntó que si me gustaba pasear. Que si me gustaba la ciudad, que si me gustaba el río. Se había vuelto a tumbar y tenía las manos debajo de la nuca. Que cuándo empezaban las clases en el Instituto. Espaciaba las preguntas y yo le contestaba de un modo lacónico y desganado. No me miró ni una vez y luego cerró los ojos. Yo no tenía ganas de preguntarle nada, estaba a gusto con la espalda apoyada en un tronco, un poquito más alto que ella por el desnivel de la cuesta. Hubiera podido des-cender hasta su lado y pasarle el brazo por detrás de la cintura. En el silencio que se hizo vi que se le escapaban lágrimas de los párpados cerrados. De pronto me sentí incómodo, como cogido en falta, me acordé de la carta que me había escrito y que yo no había querido contestar. No entendía por qué lloraba, y además era lo mismo, pero pensé que me debía ir, comprendí que era una persona desconocida a quien había venido a molestar en su soledad. Me excusé con torpeza y me iba a levantar para marcharme pero ella me detuvo con un gesto de las manos.

– No se vaya, por favor -dijo luego, todavía sin abrir los ojos-. No me molesta que esté ahí, me gusta. Hábleme si tiene ganas y si no, no diga nada, pero no se vaya. Me hace compañía de todas maneras.

Me turbaba tenerla tan cerca, ver alzarse acompasadamente la curva de su pecho debajo del jersey negro. Me escurrí hasta quedar sentado a su lado, le pregunté si se encontraba mal o le pasaba algo.

– No, nada, sólo estoy deprimida. Me gustaría irme lejos, hacer un viaje largo que durase mucho. Escapar.

– ¿Escapar de qué?

– De todo -dijo; y suspiró.

Me puse a hojear un libro que tenía allí en el suelo. Ella se incorporo después un poco.

– ¿Le gusta Juan Ramón?

– ¿Quién?

– Juan Ramón Jiménez, el autor de esas poesías.

– Ah, ya. No lo conozco.

– ¿Es posible? Déjeme, por favor, un momento -dijo, quitándome el libro y buscando una página-. Es un poeta descomunal. Escuche esto:

Mis raíces, qué hondas en la tierra,

mis alas, qué altas en el cielo,

y qué dolor de corazón distendido.

Lo recitó sin leerlo, aunque tenía el dedo en las líneas, con voz emocionada. Al acabar no sabía si mirarla o no, porque me pareció que el poema iba a ser más largo y estaba esperando a que siguiese.

– Es espléndido -dijo-poder decir una cosa así, ¿no cree?

A mí me dolía la cabeza. Tenía ganas de pedirle que me dejara apoyarla en su regazo. Me tumbé sin decir una palabra, y allí, desde la tierra, mirando unas nubes que se movían, me era menos incómodo escuchar sus palabras. Se puso a hablar de lo limitado de la condición humana y decía muchos tópicos. Seguramente, sin mirarme vencía una cierta dificultad de comunicación. Me preguntó que si no sentía yo ese encarcelamiento de la carne de que hablaba el poema, tan patente algunas veces, ese desdoblamiento entre cuerpo y alma. Yo le dije que no, que creía que el cuerpo y el alma, tan traídos y llevados, venían a ser una misma cosa. No sé si se lo dije con una voz un poco aburrida.

– No sé cómo explicarle-se defendió ella-. Yo, por ejemplo, hoy aquí, lejos de la gente y de las circunstancias que me atan, me olvido del cuerpo, no me pesa, sería capaz de volar; pero en cuanto me ponga de pie y eche a andar hacia casa se me vendrá todo el recuerdo de mi limitación, eso quiero decir, ¿lo entiende?

– Sí. Ya lo entiendo.

– ¿Entonces?

– Nada.

– ¿Por qué ha dicho que no hay alma?

– Pero, mujer, si yo no he dicho exactamente eso.

– Sí lo ha dicho.

– Además es lo mismo. Es cuestión de palabras. También yo estoy más a gusto aquí tumbado en este momento y no me acuerdo de ninguna cosa.

– Pero le parece ridículo lo que digo yo-se revolvió-. Se ríe; dentro de usted lo juzga.

Estaba sentada esperando que la mirase. Se había aproximado. Le vi los ojos grises y grandes, intrigados, casi encima de mí. Desde la carretera debíamos parecer dos novios. Lo único que deseaba era besarla.

– Se equivoca. No piense, por Dios, no dé vueltas a las cosas sencillas. Déjelas como están. Usted tiene ese vicio.

– ¿Cómo sabe que tengo ese vicio? ¿Qué vicio? -dijo-. Explíquemelo mejor.

– Ya lo he dicho. No tiene nada que explicar. Se complace en dar vueltas a las cosas y en darse vueltas a sí misma. Es un vicio muy frecuente.

– ¿Y qué más?

– Nada más. Mejor dicho, creo que también quiere parecer original.

Se quedó abatida y silenciosa. Luego, de golpe, se puso a hablarme de su carta, a justificarse de haberla escrito, a llamarse ridícula a sí misma; y de vez en cuando me miraba como esperando que la contradijese. Yo no fui capaz de decirle que no la había recibido porque sabía que me iba a conocer la mentira en los ojos.

– La escribí en un momento de crisis, de total sinceridad, pero usted, al no contestar, me hizo sentirme a disgusto conmigo misma, y vi lo inoportuna que había sido. Me hizo mucho daño no contes-tando. ¿Tan absurda le parecí?

– No, no absurda precisamente, ni mucho menos.

– ¿Entonces?

Traté de esforzarme en dar una explicación que resultara adecuada pero la voz me titubeaba, y ella me cortó:

– Dejemos esto, por favor. Es inútil intentar hacerse entender de los demás. Una vez más me doy cuenta. Le pido perdón por haberle aburrido con semejante carta y con las explicaciones de ahora. Soy imbécil.

– ¿Imbécil por qué?

– Porque sí. Le advierto que soy yo la primera que se ríe de sí misma -dijo en un tono altivo y agresivo-. De mi histerismo, si usted quiere llamarlo así.

– Yo no quiero llamarlo nada.

– Bueno, pues otros lo han dicho. Lo sé. Me complico la vida, me hago preguntas y me meto en líos. Digo lo que pienso y lo que siento; no tengo miedo de lo que piensen de mí. Y estoy contenta a pesar de todo, siendo como soy.

Se hizo un silencio difícil de llenar. Yo todavía estaba tendido en el suelo. Sabía que ella estaba pendiente de que yo dijera algo y me hundía en el placer de no decir nada.

– No es usted persona de hacer muchos cumplidos -dijo.

– No los hago nunca.

Se echó a reír y le tembló la risa.

– Qué conversación tan increíble la que tenemos, ¿verdad?

Hice un gesto vago, pero de pronto me incorporé. Estaba muy agitada.

– Diga algo-me pidió-. Que no parezca que me da la razón en todo como a un estúpido, o que me oye como quien oye llover. No puedo sufrirlo. ¿Qué piensa?