Un tal Federico me empezó a llamar el filósofo, no sé por qué, y a dirigirme una serie de ironías que los otros amigos apoyaban con risas. Me era antipático, en todo lo que decía, su tono de gracioso oficial.

– Yo creo que el amigo ya sabe divertirse por cuenta propia -dijo-. La rubia le ha estado esperando toda la noche.

No contesté. Dije que me salía hacia la pista, que si querían venir ellos. Empezaba a oirse la música.

– Claro-insistió Federico-. Cada uno ha venido a lo que ha venido. Él tiene prisa por oír cantar a la rubia.

Ya me apercibí de que estaban todos algo bebidos, pero su insolencia me molestaba.

– Regular de prisa-dije secamente-. Es asunto mío.

– No nos sirve. Se pica-les dijo Federico a los otros-. No lo podemos meter en nuestro club.

– Bromean, bromean todo el tiempo. No les hagas caso, por favor-me dijo Emilio con voz suplicante-. Salimos, si quieres.

Su brazo en mi hombro me lo sentía igual que una mampara.

– Venga, déjanos disfrutar un poco del amigo, parece que te lo quieres comer. Otro whisky, oiga.

Había un militar de granos que estaba un poco aparte y que desde que había oído los primeros compases de la música miraba hacia las cortinas de la salida con ojos impacientes. Parecía que tenía poca confianza con los otros. Le llamaban Luis Colina, con nombre y apellido.

– Vamos afuera -dijo con una risa-. Hay que bailar. Tenemos a las chicas muy solas.

– Vete tú. Para mí las niñas esta noche están de más. Ya me doy por cumplido. Hay que hacerse desear.

– Sí, oye, se empalaga uno un poco. Vienen demasiado bien puestas, te dan complejo de que las vas a arrugar.

– Niñas de celofán.

– Niñas de las narices. Para su padre. Las que están de miedo este año son las casadas. ¿Te has fijado, Ernesto?

– Venga, si empezáis así…-insistió el militar.

– Pero vete tú, ¿para qué te hacemos falta?

– Además que vengan ellas aquí. Se acostumbran mal. No se hacen cargo de que uno necesita alguna vez servicio a domicilio.

– Es verdad. Parecen reinas, chico.

Uno había empezado a bostezar y se rió en mitad del bostezo, apoyando con el codo en movimientos insensibles las últimas palabras, como si le hubieran parecido geniales.

– …eso, eso, reinas.

– Bueno-repuso Emilio-. ¿Entonces qué hacéis?

– Yo me quedo -dijo uno-. ¿Tú, Federico, qué dices?

Se miraron indecisos. Tenían los ojos empañados, rojizos y los cuellos de pajarita reblandecidos de sudor.

– Terminar este cigarro, por lo menos, y lo que queda del vaso. Un respiro, digo yo: las cosas con calma.

Salí con Emilio y Luis Colina. A Emilio se le había puesto una expresión taciturna. Las mucha-chas de la habitación amarilla levantaron la cabeza a nuestro paso y una de vestido de flores noté que me miraba fijamente; por fin me saludó con una sonrisa.

– Hombre, Goyita Lucas -dijo el militar-. Os dejo.

Estaba medio empotrada contra la pared en una mesa de chicas solas, y cuando se acercó nuestro compañero para sacarla a bailar, le vi una cara de hastio. Nos adelantaron, saliendo, y ella me rozó con el velo de su vestido largo. La miré, de cerca.

– Cuánto tiempo sin verte-me dijo.

– Si, ya ves.

– Hasta luego.

Luis Colina era más bajo que ella. Cuando se abrazaron para bailar, vi que me miraba todavía por encima de la hombrera con galones dorados.

– ¿De qué la conoces?-me preguntó Emilio.

– Del tren, cuando vine. Hasta ahora mismo no me he dado cuenta. Vino todo el tiempo en mi vagón, pero no sé si llegamos a cruzar la palabra.

– Claro, pero en una fiesta, todos somos amigos -dijo Emilio.

Fumaba mirando para el suelo y le sonaba una voz apagada. Al otro lado de los que se movian bailando, Rosa cantaba sobre una tarima, entre los músicos de uniforme azul. Me parecía completamente un ser de mentira con tanta pintura y los gestos afectados que hacia delante del micrófono.

– ¿Has vuelto por casa de Elvira?-me preguntó Emilio.

Nos habíamos apoyado en el quicio de una puerta, al borde de la pista de baile.

– No. No he vuelto.

– Dirás que soy un frívolo -dijo como dolido, detrás de una breve pausa.

Me volví hacia él.

– Un frívolo, ¿por qué?

– Porque si. Porque si quiero a Elvira y sufro por ella, no debía estar aquí haciendo el estúpido con esta gente, y de broma, y bebiendo. Pero es que a veces, chico, de tanto pensar en la misma cosa se vuelve uno loco.

– No sabía que quisieras a Elvira.

– ¿Ella no te lo ha dicho?

Le miré extrañado.

– ¿Ella? Pero si sólo la he visto aquel día.

– Si, pero precisamente aquel día… ¿Aquel día no te dijo nada?

– Nada, ¿por qué me lo iba a decir?

– Tienes razón, no sé. Hace cosas tan fuera de lo corriente. Me tiene loco. Lo mío con ella es de novela, te lo juro, de novela de Dostoyevski.

Nos interrumpieron dos chicas que se pararon a saludar a Emilio.

A él se le cambió la cara y sacó un tono optimista y dicharachero. Una de ellas tenia un gesto receloso y apenas hablaba. La más parlanchina le recordó a Emilio que había sido su pareja en no sé qué carnavales y decidieron que eran viejitos ya, y que eran como hermanos y muchas otras efusiones. La mano en la manga, le propuso que bailaran y él se dejó invitar complacido.

A la otra chica, cuando se quedó sola conmigo, le noté una gran timidez. No hablábamos; nos limitábamos a mirar la pista en línea recta. Ella seguía el compás de la música tamborileando con los dedos en el marco de la puerta. Le dije que si quería bailar y no me contestó, pero supuse que había aceptado y la cogí por el talle. Entonces vi que era coja. Una de las caderas se la movía esforzadamente debajo de los vuelos de tul, como un mecanismo que la desarticulaba. No la pude mirar ni una vez. La sentía cambiar de lado la cabeza y asomarla alternativamente por encima de cada uno de mis hombros. Desde una barandilla que había arriba, a través del aire enrarecido y caliente, nos miraban rostros de gentes que movían la boca para hablarse. Cuando llegamos cerca de la tarima de los músicos, Rosa, que estaba en un descanso de la canción, se inclinó hacia mí.

– Vaya, veo que te diviertes.

– Sí. ¿Tardas mucho?

– Otras dos canciones y se termina esto. Me esperas en el bar, ¿sabes?, o arriba en la balaustrada.

– De acuerdo.

Nos alejamos. Todas las parejas de aquella banda habían estado pendientes de la conversación.

– ¿Por qué has bailado conmigo?-me preguntó la chica desabridamente.

– No sé. Pensé que te agradaría bailar, ¿por qué lo dices?

– Porque no me gusta servir de plato de segunda mesa, eso conmigo no.

No entendía. La miré a los ojos, venciendo la timidez que me producía hacerlo. Su mirada alta y seria escapaba a otra parte.

– Pero eso es absurdo. Yo… Dime qué es lo que te ha molestado.

– Quita, no me aprietes tanto. Hacia un movimiento con la cintura hacia atrás. Yo no la estaba apretando en absoluto.

– Te creerás que todas somos como tu amiga.

– ¿Mi amiga? ¿Quién? ¿Rosa?

– No sé cómo se llama ni me interesa tampoco. Estoy cansada. Haz el favor de acompañarme a la mesa.

Se soltó de mí y echó a andar entre las parejas que bailaban, con el cuerpo muy tieso. Yo la seguí… Vi que se detenía al llegar a una mesa que estaba al borde de la pista.

– Adiós, muchas gracias -dijo volviéndose.

Yo hice una ligera inclinación de cabeza, y un señor de gafas truman sentado con otras personas mayores se incorporó con una sonrisa de cortesía.

– ¿Es que te has cansado?-oí que le preguntaban cuando volví la espalda.

– Si. Por mí nos podemos ir cuando queráis.

Avancé indeciso hasta alcanzar la puerta donde estuvimos apoyados con Emilio. Al poco rato volvió él con su pareja y fuimos los tres a una mesa donde había varias personas jóvenes. Estaban tam-bién el militar y Goyita, que habían vuelto a bailar. La pareja de Emilio, una chica llena de euforia, les preguntaba a todos que si podía contar con ellos, y a mí también me lo preguntó:

– Pero, ¿para qué?

– Para irnos luego todos a casa de Lampié al salir de aquí, a tomar chocolate y aguardiente con guindas.

– Pero hay que organizarlo a base de chico y chica, por parejas -dijo el militar-. Si no resulta aburrido.

– Hombre, pues claro, vaya un descubrimiento.

Goyita dijo que ella tenía que ir con su hermano, que si no, no podía. Estaba sentada a mi lado y se abanicaba con un abanico blanco con figuras de toreros. Me preguntó que si yo iba.

En aquel momento sonaba una música muy rápida y alegre y los que estaban en la pista se copian de las manos y hacían una especie de corro, cantando y riéndose. Rosa llevaba el compás adelantando los hombros y los puños y decía en el micrófono (baa, baa, ba…).

– Bueno tú, no os decidís ninguno, ¿vienes o no vienes? -apremiaba la chica que había bailado con Emilio-. Hay que saberlo.

Yo dije que no estaba solo, que tenia que contar con lo que quisiera hacer mi pareja.

– ¿Tu pareja?-se extrañó Goyita-. ¿Con quién has venido?

– Con aquella chica-dije señalando a Rosa con el mentón-. Según lo que ella diga.

Había terminado de cantar y se retiraba de la tarima.

– Si me permitís un momento voy a buscarla.

La organizadora puso una cara alarmada, que a duras penas conseguía sonreir:

– ¿A quién vas a traer aquí? ¿A la animadora? Oye, no, esas bromas no. Gente de ésa no queremos.

– ¿Por qué no, mujer?-intervino Emilio-. Es una chica muy simpática y nos puede divertir mucho… Pero Pablo, espera un momento.

Yo había echado a andar y Emilio me alcanzó en medio de la habitación amarilla. Me preguntó que por qué me iba sin terminar de decidir, y yo le dije que ya había decidido.

– ¿Qué es lo que has decidido?

– Irme a la cama-le contesté-; me ha entrado sueño.

– No. Te has enfadado.

– No, hombre.

– Sí, te lo noto. Conmigo no te enfades. Yo no tengo más remedio que quedarme con ellas, ya has visto cómo le lían a uno. No te creas que no me iba yo mucho más a gusto contigo y con la animadora. Sobre todo por charlar contigo.

Me molestaba su tono humilde, de excusa. Le dije que no tenia por qué darme explicaciones de nada, que era muy natural que se quedase con sus amigas, igual que yo me marchaba con la mía. Se le puso una cara compungida.

– Si no es eso, hombre. Si es que lo siento de verdad. Me hubiera gustado que fuésemos todos juntos esta noche. Además, es que antes nos han interrumpido, v necesitaba hablarte. Estoy hecho polvo.