Le llamaron las chicas

– ¿Volverás al Casino otro día?-me dijo, yéndose.

– Pues si, seguramente.

Volví, efectivamente, otros días, pero ya nunca le encontré allí.

Darme una vuelta por el Casino para oir cantar a Rosa se había convertido en una costumbre.

Muchas veces me limitaba a saludarla desde la balaustrada de arriba, y luego me iba a dar un paseo o a sentarme en un café; y otras, que la hablaba, a lo mejor me decía que aquel día le había salido un plan bueno y que no se lo fuera yo a espantar, pero siempre recibía su saludo efusivo desde el micró-fono y se le dulcificaba, al verme entrar, la mueca rígida que tenia recitando sus lánguidas canciones. Estaba orgullosa de mi amistad, a pesar de lo sosa que era y de lo poco que hablábamos, y yo también agradecía su compañía silenciosa. Los días que la acompañaba a la pensión, siempre me pedía que la cogiera del brazo para que lo vieran los que salían detrás de nosotros. Decía medio en broma que era mi novia, que qué iba a ser de su vida cuando nos tuviéramos que separar. Lo que más le gustaba era darme consejos tiernos y maternales; sobre todo me preguntaba que si necesitaba dinero, y yo siempre le contestaba que no.

– Pues, hijo, yo a ti nunca te veo comer. A mí me parece que te alimentas del aire.

Me preguntó por mis planes, y yo le dije que no tenía ninguno, pero no se quería convencer. Que eso no podía ser, que si era posible que me pensara pasar la vida siempre así, de un lado para otro, sin tener cosa fija.

– ¿Pues no vives tú también de esa manera?

– Ay, pero no te creas que es por gusto, a la fuerza ahorcan. Si tú ganaras cuatro mil pesetas y te casaras conmigo, verías cómo echaba raíces para toda la vida, y de cantar mambos, ni esto.

Una tarde de sol dimos un paseo en barca por el río, remando uno de cada lado. Era una barca vieja que se vencía de una parte y parecía que nos íbamos a hundir. Nos metimos por un canalillo muy estrecho donde los árboles empezaban a amarillear, y nos paramos allí un rato a fumar un pitillo. Dijo que ella de pequeña cantaba una canción que era de dos en una barca, pero muy romántica porque salía la luna:

– a…no lejos de la orilla, qué bien, mamá, qué bien!)

Hacía gestos de chunga y la barca se balanceaba como un columpio. A la luz del día, Rosa tenía arrugas en la comisura de los ojos y de la boca y representaba unos treinta y cinco años. Por la noche estaba más guapa y más joven, pero languidecida, se volvía irreal; no tenía aquella risa brusca y estridente que me la hacía tan simpática a la luz del sol.

La tarde anterior a su marcha quiso que fuéramos de paseo por el barrio del Instituto para ver el sitio donde yo iba a trabajar.

– Uy, qué feo -dijo asomándose al patio-. Es muy triste. ¿Y aquí vas a venir todos los días?

– Ya ves.

– Bueno, ya me acordaré del sitio, feo y todo. Te voy a echar de menos. Seguro que me voy a acordar siempre de ti.

Aquella noche ya no tenia trabajo en el Casino. Anduvimos por las calles de la Catedral, y otra vez en el río, mirando las luces pobres que se meneaban sobre el agua en reguerillos. Fue una despedida lenta y deprimente. Al final estuvimos sentados en una terraza de la Plaza Mayor, tomando café. Yo tenía sueño. La gente que salía de los cines nos miraba al pasar, con ojos descarados. Hacía un poco de frío.

A la una le dije:

– ¿Nos vamos?

– ¿Tan pronto? Ahora da pereza moverse.

Hablaba con los ojos puestos en su taza vacía de café que inclinaba por el asa con dos dedos.

– Yo lo digo por ti, si te duermes tarde vas a perder el tren mañana, ¿no has dicho que sale a las ocho?

– Sí. ¿Y si lo pierdo?

Me miraba al decirlo.

– Tú verás.

Al llegar a casa nos paramos en el pasillo, casi a oscuras, entre las dos habitaciones. Hablábamos cuchicheando.

– Ya le dije antes a la vieja de aquí que mañana te cambie a mi cuarto. Estarás mejor porque es más grande.

– Bueno.

– Me gusta que te quedes en mi cuarto.

Le brillaban los ojos, como al borde del llanto. Luego sacudió la cabeza con un gesto afectado y me tendió la mano.

– Bueno, adiós, que es muy tarde. Y a ver si eres bueno. Me tienes que poner una postal de vez en cuando. Me cuentas qué tal te va, señor profesor.

– De acuerdo, Rosa, que tengas suerte.

Estábamos con las manos cogidas. Dijo, acercándose:

– Me figuro que me besarás.

Me incliné para besarla. Llevaba un carmín que sabia amargo.

NUEVE

(… Miguel ¿por qué no me escribes? Yo había pensado no escribirte más, pero hoy es mi cumpleaños y estoy tan triste, y te echo tanto de menos que ya no puedo seguir sin escribirte. Ya ves que cedo, que no soy terca como dices tú, y siempre te lo acabo por perdonar todo.

Lo que hiciste no tuvo explicación, marcharte así sin más ni más, dejándome plantada en la calle, que lo vieron mi hermana y todas, no llegar a estar más que un día escaso. Lo que menos me figuraba era que de verdad te hubieras vuelto a Madrid, sólo por la discusión tan tonta de la buhardilla. Estaba segura de que me llamarías para pedir perdón, pero fui al hotel a buscarte y me dijeron que te habías ido. Y en-

cima parece que la que te he ofendido he sido yo. Lo de que no seria capaz de vivir en una buhardilla lo dije por decir, seguramente viviría si llegara el caso, pero aunque no fuera capaz no es para que te en-fades, no voy a poder decir nada. No creo que sea un pecado que prefiera vivir cómodamente y que te pregunte lo que ganas y esas cosas que saben todas las novias del mundo.

Pero Miguel, sobre todo escríbeme. ¿Qué quieres que explique en casa cuando me preguntan? Yo no sé que he hecho para que te portes tan mal conmigo, ya no sé qué hacer para justificarte.

Te quiero, Miguel. ¿Será posible que no te acuerdes de que es mi cumpleaños? Qué días he pasado de llorar y de rabia y de no comer. Me lo han notado todos. Pero no estoy enfadada, tengo ganas de verte. No te puedo olvidar por mucho que quiera. No sé qué más decir. Siempre me parece que te van a aburrir mis cartas, por lo que tardas en contestar. Te mando esa foto de la mantilla, del único día que he salido desde que te fuiste. Estuve en el Casino y se nos acercó ese chico, Federico, que te dije. Estuve simpática con él, mitad por despecho de lo tuyo, mitad porque sé que a ti no te importa que esté con otros chicos. Quería que bailáramos, pero yo de eso si que no soy capaz. No sé cómo no te dan celos de ver que le gusto un poco a otro chico. Me pregunta que si no eres celoso, y yo le he dicho que si, porque me da apuro decir que casi te gusta que salga con un chico mejor que con amigas. Ayer me ha vuelto a llamar por teléfono, pero no me he puesto.

Miguel, te quiero. Me dolió que te rieras cuando te pedí perdón por lo del río de la noche anterior. Te debía gustar que te pidiera perdón por estas cosas y me tendrías tú que ayudar a no ser tan débil. Me dieron ganas de llorar cuando te reíste. Adiós, Miguel. Estoy muy triste, me acuerdo mucho de ti. Que me escribas. Que nos casemos pronto.

Rezo por ti. Te quiero. Adiós, Julia.

Sobre la A cayó una nueva lágrima. La dejó empapar el papel y luego la corrió un poco con el pañuelo. Hacia bonito; era como una amiba azul pálido de forma de bota. Cerró el sobre, y se le pasó la mañana con la carta sobre las rodillas, sentada al lado del mirador. De vez en cuando la tocaba debajo del mantel que estaba bordando y pensaba vagamente que tendría que salir a echarla, otras veces decidía le-

vantarse para ir a arreglar el armario de su cuarto, o leía sin ganas las páginas de un libro que tenia abierto en el costurero. Vinieron unas amigas de tía Concha y se sentaron un poco más allá con la tía, de forma que ella ni estaba en la visita, ni tampoco separada de lo que hablaban, y a pesar suyo le distraía escuchar los temas de conversación sobados y opacos; aquel ruido de voces la amparaba de su malestar. Así llegó la hora de comer.

A la tarde le dolían las piernas y los riñones y se echó siesta a pesar de lo mal que le sentaba. Sentía una voluptuosidad muy grande echándose en combinación encima de las sábanas tirantes. Cerró las maderas. (Miguel, guapo, guapo) dijo muchas veces debajo del embozo, antes de dormirse.

Vino Mercedes a llamarla que había venido Isabel, que si quería ir con ellas un rato a casa de Elvira antes del cine. Dijo que si y salieron las tres. Para ir a casa de Elvira había que pasar por calles solitarias. Era fiesta, una tarde nublada. Andaban soldados por la calle y padres con niños; y sobre todo muchachinas de quince años con rebecas de colores cogidas del brazo y riéndose.

El café Castilla estaba casi vacío. A través de la vidriera lateral se veía una sola mesa ocupada. Un hombre, de codos, miraba la calle, su taza vacía sobre el mármolé el puro apagado. Parecía más borroso bajo el cartel de toros pegado en el cristal, amarillo, rojo y blanco como una ventana de luz.

– Os invito a un helado -dijo Isabel.

Dieron la vuelta para buscar la entrada. Un pequeño mostrador sobresalía hacia la calle con las letras, en rojo, HELADOS FRIGO, y la muchacha que los vendía hablaba desde su silla con los cama-reros de dentro. Pidieron de nata y fresa y Mercedes quería que cada cual pagara lo suyo, pero Isabel la esquivó con el hombro, sin querer guardarse el dinero que le ofrecía. Cruzaron a Correos y Julia echó la carta de Miguel con sello de urgencia.

– ¿Pero todavía le escribes?-la riñó su hermana-. Pues, hija, también son ganas de hacer el tonto. ¿No ves que es un chulo? Conmigo podía haber dado.

Julia a lo primero no contestó. Luego, como la otra insistía, le dijo que se metiera en sus cosas y que la dejara en paz.

– No, rica, si por mi bien dejada estás. Buena cosa que me importa, lo digo por ti, que estás haciendo el indio, que no ves lo que tienes delante. Porque vamos, más claro que te lo está poniendo para que lo dejes, no te lo puede poner.

– Venga-intervino Isabel, mientras daba los últimos mordiscos a su helado-. A ver si os vais a poner a reñir ahora por una bobada. Tú déjala que se desengañe ella sola como nos ha pasado a todas; los golpes se los pega una sola. Cuanta más ilusión conserve, pues mejor.

A Julia le molestó el tono de mujer vivida con que se contra las dos, explicaba Isabel, sintió una irritación horrible Habían llegado al portal de casa de Elvira.

– Si es que es imbécil -dijo Mercedes – que se le dicen las cosas por su bien.

– Mi bien yo me lo conozco, ¿has oído?-saltó Julia casi gritando y empujando a su hermana-. Ya estoy harta de oírte todo el día lo que es mi bien y lo que es mi mal. Te vas a la porra con tus consejos, te los guardas. Lo que yo quiero a nadie le importa. ¡¡Te vas a la porra!!