– ¿Dónde te metes?-me preguntó-. No te había visto nunca.

Hablaba en voz un poco baja, como si alguien fuera a oírnos. Yo al principio no noté que estaba bebida. Le hablé sin levantar los ojos de su mano, le dije que tenía mi habitación al lado de la suya. Me resultaba fácil tutearla como ella hacía.

– ¿Al lado? Qué risa. ¿Es que me conocías ya?

– No te había visto hasta esta noche.

Me obligó a mirarla. Se inclinó de codos hacia mí. Entonces vi. el brillo lechoso y mortecino de sus ojos, la mueca tirante con que se reía.

– Eso sí que tiene gracia -dijo-. ¿Es un acertijo? A mí me gustan los acertijos y tú me intrigas. Quieres que me interese por ti.

Le conté lo de la noche que le había visto las manos en la ventana y se rió mucho. Dijo que qué romántico. Me espiaba la expresión y yo no me reía.

– Me gustas tú porque cuentas las cosas sin chunga -dijo-. Parece mentira lo serio que eres. No se lo puede una ni creer.

Le salía una luz turbia mirándose la mano izquierda levantada en el aire.

– Qué emoción, conocerme por las manos, chico. No me había pasado nunca.

Luego me preguntó que si tenia novia y le dije que no.

– Me alegro. No me gusta alternar con los chicos de novia. Casado ya no me importa. De eso no te pregunto.

Durante la cena bebió sin cesar. Me contó que era la animadora del Casino; que ya hacía años que tenía ese oficio y me explicó cómo era el traje de lentejuelas con el que había debutado en un café de Cáceres, que todavía lo guardaba porque le estaba muy bien. Se llamaba Rosa, pero en los carteles le ponían Rosemary. Me preguntó cómo me llamaba yo. Era de un pueblo de Madrid. Me habló mucho rato del río de su pueblo, un río hermosísimo, y de los baños que se daban en el verano sus hermanos y ella. Cuando terminamos de cenar, se quedó en silencio con la cara apoyada en las palmas de las manos. A mis espaldas estaba el balcón abierto. Era una noche muy clara; se veía enfrente el caserón grande que estaba en la esquina de la curva que bajaba hacia el río, con sus rejas cruzadas en las ventanas. Tenía curiosidad por aquel edificio y le pregunté a ella que si era la cárcel.

– Qué va. La cárcel no. Me parece que es el manicomio. Ya ves, yo vine aquí porque necesito ahorrar y me dijeron que era barato, ¿verdad?; pues luego me alegré cuando supe lo del manicomio. Siempre es mejor tenerlo cerca, ¿no te parece?, por si acaso, que de tanto ir de acá para allá y unos y otros, no tendría nada de particular, pero nada, que un día… Oye, yo he bebido mucho -dijo sin transición-. Estoy mareada.

Se restregó los ojos y los dejó escondidos descansando en la mano.

Habían entrado otras personas en el comedor y nos miraban. Yo me empecé a encontrar a disgusto y se lo dije a ella.

– Que nos miran, ¿verdad? -dijo en voz alta y destemplada-. No, si no me extraña. Aquí la animadora, lagarto, lagarto, y los que van con ella igual, cosa perdida. Anda, vámonos, que miren a su padre. Me acompañas a mi cuarto y así te enseño fotos del río de mi pueblo. Nos metemos los dos en mi cuarto, nos sentamos en la cama, ¿quieres?

Apuró el último vaso del vino y se levantó. Yo hice lo mismo. Salió al pasillo delante de mí; andaba con paso inseguro sobre sus altos tacones.

Esperé a que abriera la puerta de su cuarto y diera la luz. Encima de la cama, medio deshecha, había un kimono rojo. Lo apartó para atrás.

– Siéntate aquí. ¿Dónde tengo las fotos ahora? Ah, sí, aquí. Tú las miras y yo me tumbo un poco, luego si se me pasa el mareo salimos. Me gusta estar contigo, Pablo. Te llamas como un chico de Guada-lajara-se reía apoyando la cabeza en la almohada-, uno que era linotipista. Ay, ya no hablo más, me da todo vueltas!

Me dio el grupo de fotos. Delante de unos árboles que se veían al fondo había varias muchachas con trajes de verano. Estaban muy chiquitas y no se veían bien.

– ¿Eres tú alguna de éstas?

Se incorporó y dijo que no, que era su hermana Vale, que se parecían mucho. Me señalaba una cualquiera de las cabecitas con la uña puntiaguda del meñique, acercando su cara a la mía. Luego se volvió a tumbar. Todas las fotos estaban hechas en el mismo sitio y eran parecidas; las miré despacio una por una sin decir nada. Luego se las metí en el bolso abierto. Ella se había puesto una mano por los ojos.

– No me pongo mejor, oye, qué mal ahora, qué dolor de cabeza, tengo una náusea… no vamos a poder salir.

– No te preocupes de eso, no hables, a ver si se te pasa.

Me levanté y le quité con cuidado los zapatos, luego quité las cosas de encima de la cama y la tapé con la colcha, le puse sobre la frente un pañuelo mojado en agua fría. Ella se dejaba hacer sin abrir los ojos.

– Qué bueno eres, qué bueno, no hay nadie como tú; tú no te aprovechas de verme borracha.

Lloraba silenciosamente con los ojos cerrados y las lágrimas le formaban regueros por el maquillaje.

– No hables, no te muevas; tranquila.

– Por Dios, cuando te vayas que no te vean salir. Haz poco ruido, no sabes cómo son, que no te oiga nadie, tú de puntillas.

– No me oirán, no llores, anda, ¿te apago?

Todavía estuvo diciendo cosas durante algún rato, cada vez más incoherentes, hasta que se durmió y yo me fui a mi cuarto.

SIETE

Julia subió al escalón con las rodillas, y acercó los ojos a la rejilla de su lado que acababa de abrirse. Distinguió confusamente los rasgos abultados del rostro de don Luis.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida.

– Padre, soy Julia.

– Ah, Julia, Julita. Vamos a ver, hija.

Siempre aquella cosa en la garganta, como un latido apresurado que entorpecía las primeras palabras. Siempre desde pequeña, y cada vez más agudizado. Sentía a sus espaldas las luces de las velas, los cánticos, los rezos, los ojos guiñados de los santos, mezclarse, menearse en un jarabe espeso y girato-rio que se aplastaba contra ella inmovilizándola de cara a la madera, aturdiéndola con su hervor confuso. Apretó dentro del bolsillo de la chaqueta el papel arrugado y sobadísimo. Antes, a la luz escasa de una bombilla lo había estado repasando, pero la verdad es que fue más bien por deleite. Lo había escrito anoche, cuando el insomnio.

– Verá, padre, que algunas veces cuando he ido al cine, me excito y tengo malos sueños.

La cuestión era empezar aunque fuera con un rodeo, despegar la lengua, sentírsela húmeda.

– El cine, siempre el cine, cuántas veces lo mismo. Ahí está el mal consejero, ese dulce veneno que os mata a todas. Pero sueños, ¿cómo dormida?

– Si, padre, casi siempre dormida. Aunque anoche no tanto. Anoche estaba bastante despierta y lo pensé porque quise. Y si estoy dormida, cuando me despierto me gusta haber soñado esas cosas.

– Pero de qué son esos sueños, vamos a ver. Anoche, por ejemplo, ¿qué soñabas?

– Nada, acordándome de mi novio, sobre todo de esa vez que fui a verle en Santander a su pensión, y de cuando nos bañábamos ese verano, y nos íbamos solos hasta las rocas.

– Pero, hija de mi alma, eso ya está confesado y perdonado mil veces. No te atormentes con pecados viejos. Después de aquello, Dios ha tenido misericordia de ti y te ha dado siempre fuerza para perseverar en el camino de la virtud.-Julia guardó silencio-. ¿No es así?

– Sí, padre.

– ¿Entonces?

– Pero la tentación la tengo siempre. Yo creo que si le viera mucho, volvería a pasar lo de aquel verano. Anoche me desperté y estuve escribiéndole cosas como las que me escribe él, diciéndole que me acordaba mucho de todo lo de ese año cuando nos hicimos novios, que es mentira cuando le digo que me enfado por las cosas que me dice él en las cartas…; lo más malo que se puede usted figurar, con el deseo de excitarle.

– Bueno, bueno… ¿Le has mandado esa carta?

– No. La tengo aquí. La voy a romper.

– Bien, hija. ¿Ves cómo Dios no te abandona? ¿Ves cómo permite que tengas tentaciones para hacerte salir victoriosa de ellas? Los grandes edificios se levantan granito a granito.

Julia lloraba.

– Vamos, vamos. Estás haciendo un bien muy grande en un alma tibia y endurecida como la de ese muchacho. No decaigas, no eches abajo toda tu labor. Solamente a sus elegidos les pone Dios misiones tan duras. Piensa que cuando te cases tienes que seguir influyendo en su alma.

– Pero, padre, si no influyo nada; si sigue pensando igual que antes. Si no aprecia nada lo que hago por él, se ríe de mí, dice que soy una ñoña.

– Sí lo aprecia, hija mía. En el fondo de su alma lo aprecia. La pureza es el adorno más fragante del alma de una joven y su blancura llega a los sentidos de todos los hombres. ¿Cuándo os casáis por fin?

– No sé. Yo digo que para la primavera. Ahora está enfadado.

– Bien, hija mía, bien. Yo rezaré por ti. ¿Algo más?

Julia quería hablar más, pero don Luis tenia voz de prisa. Ahora las mentirillas, el cotilleo, las malas contestaciones a la tía. Don Luis escondió un bostezo. Estaban cantando el (Cantemos al amor de los amores). La iglesia se apaisaba, dejaba de girar. Los altares, las velas y los santos volvían a sus sitios, desfilaban por la canción en línea vertical, despacio, como cuando se pasa un mareo.

– No vuelvas mucho al cine, hija. Hace siempre algún mal.

– Voy esta tarde; pero es dos erre. (Marcelino pan y vino:), una de un milagro.

Mientras escuchaba la penitencia, miró la hora de reojo. Luego bajó la cabeza para recibir la absolución.

– Vete con Dios, hija. Tranquila.

La vieron entrar en el banco con la mirada recogida. Allí estaba su bolso. Doña Laura. De rodillas, mirando las bombillitas que nimbaban los cabellos de la Milagrosa, perdida entre mujeres de oscuro, sintió mucho arrepentimiento. No había sido mala confesión. Rezó la Salve, fijándose mucho en lo que decía, y le pareció muy hermosa y muy dulce la actitud de la Virgen con los brazos caídos, y que la miraba. Luego salió a la calle, los ojos refrescados por un poco de llanto, y esparció en pedacitos minúsculos los papeles de la carta. Cruzó a casa a dejar el velo y a pintarse un poco. Isabel y Goyita ya la debían estar esperando a la puerta del cine.

Al entrar en el portal, casi se tropezó con un hombre que estaba sentado en el primer peldaño, fumando. A lo primero no le reconoció, a contraluz y con el susto, é1 la abrazó por las rodillas y levantó la cara riendo.

– ¡Miguel!!¿Cuándo has venido? Me figuraba, fíjate; me lo figuraba que no ibas a avisar si venías. Pero suéltame, hombre, que me caigo, ay!