– ¿Por qué no nos vamos arriba? -dijo Manolo mirándole la cara a la luz de la cerilla-. Te rapto para mí.

Natalia salió a la calle. Se sentía arrugadas las medias de cristal, arrugado el vestido de seda rojo. Todavía no se había ido el día del todo; quedaba algo de luz. Desde uno de los balcones de la galería alta, los torsos inclinados de espaldas al barullo de dentro, Manolo y Marisol, que acababan de asomarse, la vieron vacilar antes de cruzar la pequeña plaza.

– ¿Conque igual que si nos conociéramos desde pequeños, eh? Qué diablo, tienes cara de diablo, lo estaba pensando antes. ¿Cómo te llamas?

– Marisol. Oye, es bonita esta plaza, muy romántica. Esa niña que sale ahora es la que estaba sentada contigo, ¿no?

– Sí. Antes me ha dado calabazas.

– ¿Calabazas de qué?

– De bailar, ¿qué te parece a ti?

– Pues muy bien, porque si no, a lo mejor no te conozco.

Manolo la cogió del brazo; vio que se dejaba.

– ¿No conocerme? Difícil. Era una cosa fatal, Marisol, preciosa, estaba preparado para esta tarde.

El cielo estaba moteado de vencejos altísimos, blanco, inmenso, como desbordado de una gran taza. Natalia respiró fuerte mientras se alejaba hacia las calles tranquilas. Enfiló la de su casa que hacía un poco de cuesta. Todavía llevaba dentro de la cabeza el eco de la música estridente y confusa de la fiesta.

Retrasó el paso cada vez más hasta llegar a su portal. Julia se asomó al mirador y la llamó.

– Tali, ¿qué haces ahí parada?

– Nada, hola. Es que no sé si subir todavía o darme una vuelta.

– ¿A estas horas?

– No es tan tarde; no serán ni las nueve.

– Casi me iba contigo -dijo Julia.

– Pues baja.

– ¿No te importa?

– Claro que no.

Julia se peinó un poco y se lavó los ojos con agua fría.

A pesar de todo, su hermana le notó que los tenía rojos de haber llorado. Echaron a andar. Julia le preguntó que qué tal le había parecido el Casino y Tali dijo que bien, que se había venido porque tenía mucho calor. La otra no le preguntó nada más, tenía un aspecto distraído. Junto a la pared norte de la Catedral, por la callejita, venía un aire fresco.

– Está buena la tarde -dijo Julia-. En casa te emperezas cuando te quedas sola. Me duele más la cabeza.

– ¿No has salido? ¿Por qué no salías?

– Qué sé yo.

– ¿Qué estabas haciendo?

– Un solitario. No tenía ganas de coser.

Doblaron la esquina de la Catedral. Estaba abierta la puertecita de madera que llevaba a las habitaciones del campanero y a la escalera de la torre. Julia no había subido nunca a la torre y su hermana le propuso que subieran; no podía comprender que no hubiera subido nunca.

– Anda, verás qué bonito, si es lo más bonito que hay. Te encantará. Se te despeja el dolor de cabeza.

Entró delante de ella con aire experto y decidido.

– No sé si se nos va a hacer tarde para la cena.

– No, mujer. Subir y bajar. Tú sígueme a mí.

La escalera de caracol estaba muy gastada y en algunos trozos se había roto la piedra de tanto pisarla. Julia se quedaba atrás y cuando estaba muy oscuro llamaba a su hermana, le decía que no fuera tan de prisa, que daba un poco de miedo a aquellas horas.

– Si voy aquí, boba. Te estoy esperando. ¿Puedes?

Llegaron a la primera barandilla. Tali no quería que se asomara Julia, decía que era mucho más bonito desde arriba, que siguieran y sería más ilusión.

– Anda, mira que eres, no te pares aquí. Si sólo falta otro poco como lo que hemos subido para llegar a las campanas.

– Se ve bien desde aquí ya.

– Mujer, no te asomes.

– Otro día, guapina, hoy es un poco tarde. Otro día vuelvo contigo y subo hasta lo último, de verdad. Hoy nos quedamos en ésta. Salieron a la barandilla de piedra. Tali se empinó con el brazo extendido y le brillaban los ojos de entusiasmo.

– No seas loca -dijo su hermana, sujetándola-. Te vas a caer, ¿no te da vértigo?

– Qué va. Mira nuestra casa. Qué gusto, qué airecito. ¿Verdad que se está muy bien tan alto? Mira la Plaza Mayor.

Julia no dijo nada. Paseó un momento sus ojos sin pestañeo por toda aquella masa agrupada de la ciudad que empezaba a salpicarse de luces y le pareció una ciudad desconocida. Escondió la cabeza en los brazos contra la barandilla y se echó a llorar. Después de un poco, sintió que su hermana le ponía la mano sobre el hombro.

– Julia, no llores, ¿por qué lloras?

No levantó la cabeza. Oía los chillidos agudos de los pájaros que se iban a acostar y casi las rozaban con sus alas.

– ¿Qué te pasa? No llores. ¿Es que has vuelto a reñir con papá?

– No -dijo entre hipos-. Sólo lo del otro día.

– ¿Entonces? Háblale tú. Seguro que ya no está enfadado.

Julia levantó la cabeza y dijo con rabia:

– Pero yo no le quiero pedir perdón, yo no le tengo que pedir perdón de nada. Me quiero ir a Madrid, me tengo que ir. Si vuelvo a hablar con él es para decirle otra vez lo mismo. Se enfada y no quiere entender; Miguel también está enfadado, no me escribe. Yo no les puedo dar gusto a los dos.

Se conmovió al ver que Tali la estaba escuchando con los ojos fijos y brillantes, al borde de las lágrimas.

– ¿Qué hago, dime tú, qué hago? La tía y Mercedes también están en contra mía.

Natalia sacó una voz solemne.

– Si te vas a casar con Miguel, haz lo que él te pida. A él es a quien tienes que dar gusto. Espera a que se pasen las ferias, y si no viene a verte, ya lo arreglaremos para convencer a papá. O podemos escri-bir a los primos.

– Es que él quiere que esté bastante tiempo. Que vaya casi hasta que nos casemos -dijo Julia.

– ¿Y tú también quieres?

– Yo también. No podemos estar siempre así, separados, riñendo por las cartas, Tali, no se puede. ¿Verdad que no tiene nada de particular que vaya yo? Tengo veintisiete años, Tali. Me voy a casar con él. ¿Verdad que no es tan horrible como me lo quieren poner todos?

Le buscaba con avidez el menudo perfil inclinado hacia las calles solitarias, apenas con algún ruido que llegaba ajenísimo.

– Me parece maravilloso que te quieras ir. Te tengo envidia. Ya verás cómo se arregla.

Ya había puntas de estrellas. Encima de sus cabezas chirrió la maquinaria del reloj, que era grande como una luna, anunciando que iban a ser las nueve y media en la ciudad.

SEIS

La pensión América era una casa estrecha con desconchados debajo de los balcones. Se llamaba abajo, y abrían la puerta tirando de una cuerda desde el primer piso; tenía platos de cobre en la pared a derecha e izquierda, según se subía. Yo, durante varios días no fui más que para dormir, temprano, como era mi costumbre, y solamente vi a la mujer de pelo gris que me sostenía la cuerda de la puerta y me miraba subir los primeros peldaños desde el final del tramo; había cambiado con ella las palabras indispensables para el alojamiento. Me dio una habitación muy grande donde parecía navegar la cama sobre el piso fregado de la madera. Era una cama de matrimonio; blanqueaba vagamente el embozo de las sábanas bajo una luz escasa en el centro del altísimo techo.

Una noche me dio pereza salir a cenar a la calle porque me había pasado la tarde leyendo en mi cuarto y pensé tomar un bocado en la misma pensión. Salí al pasillo. No había nadie. Todas las puertas estaban cerradas menos una, al fondo, por cuya abertura salía a los baldosines el resplandor de dentro ten-

dido en una raya gruesa y oblicua. Empujé la puerta; era el comedor, una habitación más bien pequeña con mesas preparadas. Al pronto no vi a nadie; luego, mientras entraba, sentí una presencia a mis espaldas y me volví un poco sobrecogido. La puerta, al empujarla, me había ocultado una mesa más que estaba en el rincón. Sentada a ella había una chica pálida con el pelo oxigenado peinado muy tirante y grandes pen-

dientes de bisutería en forma de aro. Había apartado un poco su cubierto y estaba acodada con la cara descansando en la mano izquierda. Los ojos levantados, me miraba sin pestañear. Yo di las buenas noches y aparté una silla para sentarme.

– Hola-saludó ella familiarmente, con un movimiento de la cabeza.

Me senté. Al principio miraba obstinadamente el mantel manchado de vino tinto. Luego levanté los ojos y ella me seguía mirando. Su rostro completamente vulgar, parecido al de otras chicas rubias que había visto muchas veces, me produjo una sensación de sosiego y somnolencia. Se sonrió.

– ¿Eres nuevo?

No contesté inmediatamente. Sobre la pared, detrás de su cabeza, se agrandaba la sombra de la lámpara de cristal con sus tubitos opacos y movedizos colgados circularmente como flecos.

– ¿Nuevo? No, no. Ya he venido hace días.

De una puertecita que había a la derecha medio camuflada entre dos altos aparadores oscuros, salió la mujer del pelo gris y vino olor de guiso y un chirrido de aceite en sartén. Pasó por delante de mi mesa y se quedó mirándome con expresión atónita. Me preguntó que si iba a cenar y le dije que sí.

– Pero esa mesa estaba ocupada. Si va a cenar todos los días, le pongo una para usted.

– No, todos los días no. Por de pronto hoy. Creo que terminaré antes de que vengan las personas que la ocupan. Tardo poco en comer.

No se movía ni dejaba de mirarme.

– Yo ya digo, es que esa mesa, claro, ahí se pone siempre don Ernesto con el chico; si fuera usted a cenar siempre, le ponía una. Ya con sus botellas y cosas y todo…

– Ya le dije el primer día que no pensaba comer ni cenar aquí, pero ¿no me puedo poner en otro sitio?

– Sí, hombre, siéntate aquí conmigo-interrumpió la chica rubia.

Los dos miramos hacia su mesa. Había hablado sencillamente, con cierta autoridad, y ahora estaba retirando su bolso de encima del mantel para hacerme sitio.

– Lo que es como te metas en discusiones con ella, no acabáis en toda la noche. Anda, ven. Ponga usted aquí su cubierto, Juana.

La mujer nos miraba alternativamente, de pie entre las dos mesas, y parecía que se concentraba en esperar mi decisión. Cuando vio que me levantaba y me sentaba enfrente de la chica, me colocó el cu-bierto sin decir nada y desapareció. Volvió a estar todo en silencio. Ningún crujido ni voces revelaban la presencia de personas al otro lado de la puerta que daba al pasillo.

– Muchas gracias.

– Hijo, de nada. Lo hago por egoísmo, porque no puedo con las monsergas.

Tenía la mano rodeando un vaso de vino y reconocí las uñas afiladísimas laqueadas de rojo. La noche que llegué no tenía sueño y me asomé varias veces a la ventana de mi cuarto que daba a un callejón trasero. Mirando los perfiles de las casas, tenía una prisa nerviosa por dormir y que se hiciera de dia, porque se borrara aquella luna apepinada y vacilante que parecía un barco, y el cuarto y el callejón y yo mismo nos hiciéramos reales y tuviéramos nuestro sitio a la luz del sol. Una de estas veces que me asomé, tuve un susto. Al nivel de mi ventana, un poco a la izquierda, tan cerca que hubiera podido tocarlo, sobre-salía el brazo blanco e inmóvil de una mujer, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo. Eran estos mismos dedos que ahora sobaban el vaso de vino.