Dejando sobre la mesa el vaso de vino del que acaba de tomar un largo trago, Wenceslao oye a Rogelio gritar a Rogelito que traiga más vino, y ve cómo Rogelito se levanta, avanza hacia la cabecera flanqueando la mesa, y después la deja atrás, desapareciendo a sus espaldas en dirección al rancho. Wenceslao se inclina otra vez hacia su plato y corta un pedazo de carne que se lleva a la boca. Lo mastica con lentitud, sin cautela, aunque siente todavía un ardor ligero en la garganta. Mientras mastica el pedazo de carne con movimientos suaves de mandíbula, alza la cabeza hacia el otro extremo de la mesa, en el que ve al viejo sacudir la cabeza con expresión atenta, mientras la Negra le habla con vehemencia; en la hilera que tiene a su derecha, casi en la otra punta, Amelia y Rosita comen con una sola mano, Amelia con la izquierda, Rosita con la derecha, bocados de carne que han cortado previamente utilizando las dos manos. Las manos ocultas reaparecen casi al mismo tiempo, la de Amelia adelantándose por una fracción de segundo, y recogen los cuchillos abandonados al costado de los platos. Casi al unísono, ambas realizan la misma operación de cortar un bocado de carne, y después, abandonando los cuchillos, las dos manos vuelven a desaparecer, la de Amelia siguiendo a la de Rosita con una diferencia de segundos. Al comprobar que el viejo dirige la mirada hacia la otra punta de la mesa, mirando a Wenceslao, la Negra se distrae un momento de la conversación y mira en la misma dirección, justo para ver a Rogelito, detrás de la cabeza de Wenceslao, desaparecer en el interior del rancho. Su sombra se ha proyectado un momento sobre el semicírculo de luz que hace brillar la pared blanca. Todos comen y se mueven y hablan alrededor de la mesa servida en el centro de la esfera iluminada. Hasta los oídos de la vieja llegan los sonidos confusos de la fiesta, como un solo sonido. Pétrea, lenta y tranquila, la vieja mastica con gran dificultad y toma de vez en cuando cortos tragos de vino. Cubierta por la envoltura de ruido, de luz y de sabor, la mesa está como incrustada en la gran masa de oscuridad y como separada de ella por su envoltura. La luz golpea contra las hojas de los árboles en forma cada vez más débil a medida que cobra altura. La sonrisa diligente que la Negra dirige a la vieja, después de girar la cabeza dejando de mirar a Wenceslao, rebota contra la cara arrugada sin obtener ninguna respuesta. El chorro de su conversación con el viejo se ha cortado, y el viejo parece ahora absorto en algún pensamiento trabajoso y oscuro. La Negra se vuelve hacia el Ladeado, que mastica un pedazo de carne con los ojos desmesuradamente abiertos, y lo abraza, dándole dos o tres besos ruidosos en la mejilla. El cuerpito del Ladeado parece como aplastarse, y volverse blando e informe bajo el abrazo súbito de su hermana. El tenedor vacío que tenía en la mano cae sobre el asiento de paja de la silla vacía de Rogelito, rebota y desaparece bajo la mesa. Cuando la Negra lo suelta, el Ladeado comienza el descenso trabajoso de la silla hasta que toca el suelo con los pies, y después de inclinarse buscando infructuosamente el tenedor se mete en cuatro patas, tanteando el suelo de tierra con las manos; gatea un momento bajo la mesa, resoplando, viendo las piernas de los comensales moverse en la semipenumbra y por fin distingue el tenedor entre los pies de su madre, los pies en que terminan las piernas flacas y negras, llenas de várices. El Ladeado gatea hacia el tenedor y, recogiéndolo, vuelve a gatear hacia su silla. Comienza a incorporarse entre las dos sillas vacías, apoyándose en los dos asientos de paja, con un movimiento lento, complicado, que realiza en varias etapas, hasta que se pone por fin de pie, jadeando y resoplando. Sostiene el tenedor con la mano derecha. Acomoda la silla frente a su plato y se sienta. Comienza a examinar con gran cuidado los dientes del tenedor, sobre los que la tierra se ha adherido formando una película oscura y grasienta. El Ladeado limpia el tenedor con la manga de su camisa, refregándolo con fuerza, y después pincha con él un pedazo de carne. Se inclina tanto hacia su plato que para llevar el bocado hasta la boca le basta un breve movimiento rápido, vuelve a incorporarse, masticando, y observa a Rogelito, que acaba de salir del rancho trayendo consigo varias botellas de vino. Lo sigue con la mirada mientras las distribuye sobre la mesa. Rogelito se sienta junto al Ladeado. En el momento mismo en que Rogelito se sienta, Rosa agarra la botella que está más próxima a ella y se la extiende al Chacho, que tiene el tirabuzón en la mano. El Chacho introduce el tirabuzón en el corcho y después se incorpora para sacarlo. Su cara enrojece, congestionada por el esfuerzo. Cuando la botella está abierta y el Chacho vuelve a sentarse, Rosa le extiende sucesivamente su vaso y el de Teresa, vacíos, y el Chacho los llena de vino tinto casi hasta los bordes. Después de eso, el Chacho termina rápidamente de comer. Cuando ha tragado el último bocado hace chasquear la lengua y trata de despegar con ella unas fibras de carne que han quedado adheridas entre sus dientes. Sus ojos se encuentran un momento con los del Segundo, que mordisquea un hueso; el Segundo le dirige un gesto impreciso, que consiste en sacudir la cabeza dos o tres veces, sin dejar de mordisquear el hueso, y abrir desmesuradamente los ojos. La expresión con que el Chacho responde a su hermano revela una suerte de resignación, malhumor y desgano. De golpe, Wenceslao primero, Rogelio una fracción de segundos más tarde, se paran y se encaminan hacia la parte trasera del rancho. Sus sombras se proyectan un momento, sucesivas, sobre la pared iluminada, y después desaparecen. Al ver a Rogelito acercándose hacia el sitio en el que está sentada, mientras distribuye botellas de vino dejándolas en distintos puntos de la mesa, Amelia retira la mano de sobre la de Rosita, que descansa blandamente sobre la tela verde del vestido, en el muslo derecho. Los dedos de Amelia han estado jugando con los dedos largos y duros de Rosita. Al reaparecer sobre la mesa, la mano de Amelia recoge el cuchillo y comienza a cortar la carne, sin mucho esfuerzo. La mano izquierda, que sostiene el tenedor, se alza hacia la boca, y los dientes se aferran al pedazo de carne. Amelia retira de su boca el tenedor vacío y mastica. Después su mirada se clava en la cabellera amarilla de la Negra, detrás de cuya cabeza pasa la camisa blanca de Rogelito, que deja la última botella de vino sobre la mesa y gana su silla. Los ojos de Amelia siguen el movimiento de Rogelito y después vuelven a posarse sobre la cabellera amarilla que se mueve y que parece emitir reflejos más densos que los de la luz. Después Amelia traga y corta otro pedazo de carne. Su mano derecha deja el cuchillo apoyado en el borde del plato, su tenedor pasa de la mano izquierda a la derecha, y la mano izquierda comienza a bajar hacia el muslo derecho de Rosita, cuyas dos manos, la derecha con el cuchillo, la izquierda con el tenedor, se ocupan de cortar un pedazo de carne. El serrucheo de los cuchillos sacude imperceptiblemente la mesa, estremeciendo el vino en los vasos y en las botellas. Los reflejos rojizos del vino tiemblan ligeramente. La mano se apoya sobre la tela verde un poco áspera, y la hace deslizar hacia arriba; después la mano se detiene y toca, con el pulgar y el índice, la carne del muslo. El resto de los dedos ha quedado sobre la tela verde y la sensación que la tela áspera deja en las yemas contrasta con la que produce la piel dura y lisa, bajo la cual los músculos se han contraído un poco, en el pulgar y el índice. Después la mano baja y se ahueca en la rodilla. La sensación de la tela áspera permanece un momento como adherida a la yema de los dedos, a la palma húmeda, y cuando la mano se cierra sobre la rodilla huesosa, más dura, más irregular, la sensación es más fuerte y más salvaje, de modo que el recuerdo de la tela verde desaparece de la yema de los dedos. La mano sube otra vez, roza la piel lisa del muslo, la tela verde, y vuelve a aparecer sobre la mesa, recogiendo el cuchillo apoyado sobre el borde del plato. El cuchillo pasa a la mano derecha y el tenedor a la izquierda. La mirada fugaz de Amelia se detiene, durante un segundo, en el perfil de Rosita: la expresión de ésta es firme, inalterable, como si todo su cuerpo estuviese hecho con la misma piedra dura de las rodillas. Más allá del perfil inexpresivo de Rosita, en la punta de la mesa, el cuerpo de Wenceslao se yergue, corriendo hacia atrás la silla. Casi en seguida Rogelio se para también, una cabeza más alto que Wenceslao, y comienza a seguirlo cuando Wenceslao se da vuelta y se dirige hacia la parte trasera del rancho. La sombra de Rogelio se superpone un momento a la de Wenceslao, imprecisa, sobre la pared iluminada del rancho. Después desaparecen en la esquina, en dirección a la parte trasera. El Chacho se inclina ligeramente a la izquierda cuando Rogelio se levanta, de un modo brusco, para seguir a Wenceslao hacia la parte trasera. El alto cuerpo de Rogelio cubre un momento el más magro de Wenceslao, y el Chacho percibe las gotas de sudor que corren por la cara lisa y oscura de Rogelio, humedeciendo el bigote negro. Rogelio mastica rápidamente y se apresura a tragar para poder expresar de un modo más preciso y vehemente su deseo de colaborar con Wenceslao. Después el Chacho ve que la mano de Agustín se estira hacia la copa de vino, la agarra y la lleva hacia la boca. En el momento en que la copa toca sus labios, Agustín gira los ojos hacia sus concuñados, arruga la frente y los mira alejarse en dirección a la parte trasera del rancho. Los ve desaparecer y cuando retira el vaso de sus labios está casi vacío. Lo deja sobre la mesa. Sus manos vacilan un momento antes de decidirse a retomar el cuchillo y el tenedor y continuar comiendo. Al aferrar los cubiertos, las manos de Agustín se llenan de protuberancias blancuzcas y cartilaginosas y el movimiento hace resaltar sus venas gruesas como cordones. Al murmullo de la mesa se suman en su mente el murmullo del vino y el del día transcurrido, produciendo un sonido continuo, de altura monótona, que parece aislarlo del exterior como una especie de sordera. Sin mirarlo una sola vez, percibe también de un modo continuo el resplandor colorado y blanco del vestido a grandes rayas de Josefa, que ahora está inmóvil a su lado. Por encima de las cabezas las hojas de los paraísos brillan inmóviles. Cuando Wenceslao se levanta, Rogelio acaba de llevarse un pedazo de carne a la boca como si hubiese estado dispuesto a masticarlo durante un largo rato, sin apuro, y dejando ruidosamente los cubiertos sobre su plato, se para a su vez. Es una cabeza más alto que Wenceslao. Discuten un momento. Al fin Wenceslao hace girar su cuerpo y comienza a caminar en dirección al patio trasero, seguido de Rogelio. Rogelio ve el cuerpo magro de Wenceslao mantenerse a una distancia regular, adelante, avanzando rápido hacia la esquina del rancho, siempre a la misma distancia, proyectando una sombra amplia y móvil contra la pared blanca sobre la que durante una fracción de segundo viene a imprimirse su propia sombra superponiéndose a la de Wenceslao y sobre la que permanece un momento su propia sombra sola después de que la de Wenceslao desaparece cuando Wenceslao dobla la esquina del rancho. Rogelio dobla la esquina del rancho y sigue a Wenceslao, por el costado de la casa. Cuando llega a la altura de la parrilla, Wenceslao se detiene y se inclina para observar la carne. Rogelio pasa junto a la bomba y se inclina también junto a Wenceslao, observando la carne. De la parrilla sube una columna de humo delgada, oblicua: es lenta y olorosa. Sobre las varillas horizontales de hierro la mitad del cordero, oscurecida por la cocción, crepita, imperceptible. Debajo de la parrilla resplandores débiles de las brasas emergen de una capa cada vez más espesa de ceniza. Son resplandores de un rojo atenuado, homogéneo. A un costado, el fuego adicional, destinado a alimentar las grasas bajo la parrilla, ha desaparecido por completo. No queda más que una capa de ceniza grisácea, circular. La esfera blanca del horno, detrás de Rogelio, relumbra en la oscuridad, flanqueada por las manchas de luz que provienen de los dos patios. Rogelio se incorpora y se dirige al patio trasero. Wenceslao permanece junto a la parrilla, inclinado hacia la carne. Alza la cabeza viendo a Rogelio alejarse en dirección al patio trasero, hasta que lo ve desaparecer. Después observa nuevamente la carne. Hasta el lugar en el que está ha estado llegando en todo momento el tumulto de las voces, que se detiene de golpe, como si todo el mundo se hubiese puesto de acuerdo para hacer silencio al mismo tiempo. Wenceslao se yergue, esperando. Oye ruidos metálicos provenientes del patio trasero, y después se hace otra vez un silencio completo. Lejísimo, en dirección a las islas, suena una risa, y prestando atención Wenceslao percibe un murmullo apagado de ruidos, gritos y voces que vienen del otro lado del río. Al murmullo viene como adherida la imagen de unas ramas perforadas de luz en el interior de algún patio, y de una mesa alrededor de la cual un grupo de personas están sentadas comiendo y bebiendo. Es una imagen rápida, reducida, que la risa ha iluminado como un relámpago, y que el recomenzar del tumulto de las voces en el patio delantero y la reaparición de Rogelio, trayendo una fuente y el tridente, en el momento en que Wenceslao comienza a dirigirse hacia el patio trasero, borran por completo. Rogelio sostiene la fuente mientras Wenceslao manipula la carne con el tenedor y la mano libre y la deposita sobre ella. Rogelio se dirige al patio trasero, seguido de Wenceslao, oyendo su respiración y el chasquido de sus alpargatas que chocan continuas, con un ritmo regular, contra la tierra dura de los patios. Rogelio deja la fuente vacía sobre la mesa. Están la otra fuente vacía y la cuchilla. La luz del farol se quiebra entre las hojas de la parra y cae, quebrada, sobre la mesa. Wenceslao comienza a despedazar el cordero. Saltan fragmentos de carne dorada, reseca, y los huesos, al quebrarse o separarse en las articulaciones, producen unos sonidos estirados y opacos. Rogelio mira un momento las hojas de parra, translúcidas, la llama inmóvil del farol que cuelga del travesaño y después se da vuelta un momento y observa el patio vacío, y detrás de los paraísos, a los que la luz del farol apenas roza, los árboles que nadie plantó nunca, amontonados, espesos, manchas todavía más negras de oscuridad que la oscuridad misma, perforados de un modo inconstante y arbitrario por la luz lunar. Wenceslao trabaja con la boca abierta, los ojos entrecerrados, hundiendo el cuchillo en la carne, y cuando termina, dividiendo en dos el último pedazo, se chupa los dedos. Cuando reaparece en el patio delantero, después de doblar la esquina del rancho, llevando la fuente, Rogelio ve el conjunto que habla y se mueve en el interior de la luz. Lleva la comida con una especie de euforia y a medida que va aproximándose a la mesa ve, sin detenerse demasiado a considerarla, la complejidad de los movimientos de los comensales, que parecen constituir un cuerpo único del que los cuerpos individuales y los gestos que realizan no son más que manifestaciones parciales, fugaces, y del que él mismo, que lleva la fuente hacia la mesa, e incluso Wenceslao, que ha de estar viniendo detrás suyo en ese momento, del patio trasero, atravesando el costado de la casa, pasando junto a la parrilla vacía, junto al horno blanco que relumbra, junto a la bomba, no son más que simples extensiones a las que la elasticidad del cuerpo al que pertenecen ha permitido un alejamiento relativo. Un solo cuerpo en el interior de la luz, en la que no hay lugar más que para ese cuerpo solo, y del que la luz es como la atmósfera o el alimento más que la carne asada que reposa en la fuente sostenida por las manos de Rogelio. Aparte de la excitación misma provocada por la comida que lleva, Rogelio no tiene ningún pensamiento, ninguna impresión de ese cuerpo único al que pertenece. Llega por fin a la mesa y comienza a dejar un pedazo de carne en cada plato: en el de Agustín, en el de Josefa cuyo vestido a rayas horizontales blancas y coloradas se hace a un lado para permitirle inclinarse y dejar más cómodamente la carne en su plato. Después que Rogelio se ha retirado, Josefa se endereza otra vez y habla con Wenceslao, que acaba de sentarse y que alza en ese momento su vaso de vino. La cabeza veteada de gris, la cara magra, se inclinan hacia atrás mientras la mano que sostiene el vaso va vaciándolo a medida que lo vuelca entre los labios. Después la mano retira el vaso de entre los labios y lo deposita en la mesa, al mismo tiempo que la cabeza queda otra vez vertical y el cuerpo se endereza. Wenceslao responde a Josefa con monosílabos y después mira a Rogelio, que está dejando un pedazo de carne en el plato de la Negra y cubre parcialmente con su cuerpo las manchas amarillas de la cabellera y la blusa. El cuerpo incrustado en la esfera de luz sacude todos sus miembros, alimentándose, moviéndose, uno y múltiple, y cuando llegan los músicos, hacia el final de la comida, el cuerpo se abre un momento, absorbiéndolos, cerrándose otra vez por detrás, dejándolos adentro.