Pasan junto a la parrilla, en la que hay todavía una mitad del cordero, junto a la hoguera adicional que no es más que una mancha rojiza y achatada, y doblando la esquina del rancho entran en el patio delantero. Rosa está medio inclinada, mostrándole a Amelia, que fuma un cigarrillo, el ruedo de su vestido verde; Amelia se inclina hacia la parte del vestido que Rosa le señala, observándola. Al ver a Rogelio, Rosa se separa bruscamente de Amelia y recibe la fuente. Amelia sigue fumando, una mano apoyada en la cadera. Se ha recogido el cabello y su cara neutra y filosa se mueve despacio dejando errar los ojos sobre el grupo que rodea la mesa; ve al pasar la cabeza del Chacho, que está sentado dándole la espalda, con el pelo mojado bien pegado al cráneo, y una camisa blanca transparente que deja ver la piel de su espalda y el contorno de su tórax; frente al Chacho están sentadas Josefa y la Teresita que se ha puesto el vestido nuevo, floreado, que Amelia ha visto comprar a la Negra, el día anterior, en la ciudad. Su mirada resbala por la blusa amarilla de la Negra, inclinada hacia el viejo en la otra punta de la mesa. A pesar de que la silla a la izquierda del Chacho está vacía, Amelia se dirige hacia el otro extremo de la mesa y se sienta entre la vieja, que espera inmóvil, y Rosita, que tiene un vestido verde de la misma tela y del mismo modelo que su madre. Al sentarse, Amelia ve a Rosa llegar a la cabecera, viniendo por el otro lado de la mesa, y tocar el hombro de la Negra diciéndole que le haga lugar. Casi todo el mundo habla y se ríe. Las voces de los chicos se elevan por sobre las voces de los mayores. Rosa deja caer el primer pedazo de carne sobre el plato del viejo, da la vuelta por detrás de él, y se inclina para servir un pedazo en el plato de la vieja. Después de servir a la vieja, Rosa deja un tercer pedazo en el plato de Amelia, un cuarto en el de Rosita, mientras ve venir, por el otro lado de la mesa, a Teresa, con la fuente que le ha entregado el Segundo, inclinarse ante cada plato, dejar un pedazo en él, y seguir después en dirección opuesta a la de Rosa. Cuando recibe su porción, Rosita corta un bocado y se lo lleva a la boca, pero al percibir que los demás permanecen inmóviles, esperando que todos estén servidos antes de empezar a comer, vuelve a dejar los cubiertos sobre la mesa de madera, uno a cada lado del plato. Observa con disimulo a Amelia, el cuello ahora más largo a causa del pelo recogido, la blusa azul eléctrico que brilla en los pliegues. Mientras mastica, los músculos de su cara se mueven alrededor de los pómulos y en las mejillas, y después deja de masticar un momento y traga, con algún esfuerzo, como si se hubiese apurado para disimular. Del otro lado de la mesa, en dirección al rancho, entre Josefa y el Carozo, la Teresita le sonríe y le hace señas con la mano. Rosita no entiende su significado. La Teresita se pone seria otra vez y deja de mirar a su prima. Bajo la luz intensa de los tres faroles, las caras brillan húmedas. La esfera de sombra que ha preservado el lugar del calor durante todo el día se ha convertido ahora en una gran esfera iluminada asentada inmóvil en el centro -o en algún punto- de la oscuridad. La luz mancha las hojas de los árboles y las hace brillar. Teresa va dejando caer en los platos pedazos de carne asada, en sentido inverso al de Rosa, que viene hacia ella, efectuando la misma operación, desde el otro extremo de la mesa. Deja un pedazo en el plato de Josefa, otro en el de la Teresita, un tercero en el del Carozo. La silla a la izquierda del Carozo está vacía. Después que Teresa ha dejado un pedazo de carne frente a la silla vacía, el Segundo la retira y se sienta en ella. Frente a él hay dos sillas vacías. Detrás de las sillas está el patio vacío, la luz que va disminuyendo gradualmente y que por fin se disipa en la oscuridad, entre los espinillos que se agolpan contra el terreno. Sin mirar a su alrededor, el Segundo empieza a comer, cortando grandes bocados que se lleva a la boca y mastica despacio, con la boca entreabierta. Salvo las dos mujeres que van flanqueando la mesa, inclinándose ante cada plato para dejar en él un pedazo de cordero el Segundo es el único que se mueve en medio del grupo inmóvil. Al oír la voz de Rogelio vuelve bruscamente la cabeza y ve aparecer a sus tíos doblando la esquina del rancho, viniendo desde la parrilla. Ve que enfrente, a su derecha, el Chacho, sobre cuyo plato en ese momento Rosa está inclinándose para dejar un pedazo de cordero, alza la cabeza y mira en la dirección en la que han aparecido sus tíos. El Chacho está callado, taciturno, y su mirada parece rebotar contra sus tíos y después deslizarse hacia la derecha, lamiendo primero el vestido inmóvil de su madre y después el vestido de su hermana, a rayas horizontales gruesas, blancas y coloradas. Josefa le sonríe pero no obtiene respuesta, porque ya la mirada del Chacho está resbalando sobre la cabeza de la Teresita, sobre la camisa blanca del Carozo, sobre la camisa blanca del Segundo que corta la carne en su plato con torpeza, velozmente, y después sobre la camisa blanca de Rogelito, sobre el Ladeado que mira con fijeza y como con asombro la carne en su plato, sobre la blusa amarilla de la Negra, sobre el viejo, que cuando ve llegar a Rogelio y a Wenceslao junto al extremo opuesto de la mesa, alza la mano en señal de bienvenida sin que ninguno de los dos advierta su ademán. Rosita y Amelia charlan en voz baja y en el momento en que el viejo alza la mano para saludar a Rogelio y Wenceslao, la Negra le toca el brazo y le señala la comida en su plato diciéndole que comience a comer. Sobre la mesa hay diseminados pan, vasos, botellas de vino, fuentes de ensalada, soda. Las cuatro botellas de vino están húmedas, por haber estado sumergidas en agua, y a una de ellas le falta la etiqueta y otra la tiene desgarrada en la parte inferior. Chacho agarra la botella más próxima a él, a su derecha, y se sirve vino, llenando el vaso hasta los bordes sin sin embargo derramar una sola gota. Al dejar la botella sobre la mesa golpea con ella un vaso vacío y lo vuelca; el vaso rueda sobre la madera de la mesa en dirección a la Teresita, que lo detiene y lo vuelve a poner sobre su base. Rogelio y Wenceslao llegan a la mesa cuando Rosa, inclinada, sirve el último pedazo de cordero en el plato de Rogelio, exactamente en el mismo momento en que Teresa sirve a su vez un pedazo en el plato de la Negra, en el extremo opuesto. Rogelio espera que Rosa se retire y después se sienta; Wenceslao ocupa la cabecera. Rogelio le hace un gesto afable a Agustín indicándole que comience. Agustín se dirige al Chacho pidiéndole la botella de vino. El Chacho la recoge y se la alcanza. Agustín llena su vaso hasta la mitad, el de Wenceslao hasta el tope, el de Rogelio hasta las tres cuartas partes y después deja la botella sobre la mesa. Rogelio agarra la botella a su vez y llena el vaso de Josefa. Las rayas horizontales anchas, blancas y coloradas, se fruncen un poco cuando Josefa agradece a Rogelio con un movimiento impreciso y alza el vaso, mandándose un largo trago. Después deja el vaso sobre la mesa y vuelve a quedar silenciosa, rígida, las manos sobre la falda, mirando por entre los hombros de Rogelio y del Chacho un punto impreciso en dirección al monte de espinillos. Su madre se inclina fugaz sobre ella para decirle que coma cuando pasa con la fuente vacía en dirección al patio trasero. El vestido verde de Rosa desaparece en la esquina del rancho cuando Teresa llega a la punta de la mesa. Rogelio la ve doblar la esquina blanca del rancho y desaparecer. Parada junto a la parrilla, con la fuente vacía en la mano, observando la mitad del cordero que se asa todavía despidiendo una columna de humo oblicua y plácida, Rosa ve venir a Teresa con la otra fuente vacía. Juntas van hasta el patio trasero y dejan las fuentes sobre la mesa, una al lado de la otra: sobre la loza cachada la grasa ha comenzado a enfriarse y esquirlas de carne cocida aparecen pegoteadas en la superficie. Teresa vuelve al patio delantero. Al doblar la esquina blanca del rancho, después de pasar junto a la parrilla y a la bomba, ve la mesa entera en la que no faltan más que Rosa y ella. Pasa junto a Wenceslao en la cabecera, detrás de Rogelio, del Chacho, que mastican inclinados sobre sus platos, y después de dejar atrás la silla vacía de Rosa se sienta al lado de Rosita, a su izquierda. Amelia está probándole a Rosita un anillo de fantasía: sostiene con su mano izquierda la derecha de Rosita, que está elevada con los dedos separados y la palma hacia abajo, y con la derecha le introduce el anillo en el anular. Rosita se mira atentamente la mano, sin atreverse siquiera a sonreír. En la otra punta de la mesa, Wenceslao, que ha seguido con la vista, mientras escuchaba hablar a Rogelio, el trayecto de Teresa, siguiéndola incluso en el momento de sentarse, y viendo por lo tanto a Amelia inclinada hacia Rosita para meterle el anillo en el dedo, alza el tenedor hacia su boca con el primer bocado de cordero. Lo saca del tenedor con los dientes y lo empieza a masticar. Mientras atraviesa el patio trasero en dirección al excusado Rosa mira la parra entretejida contra cuyas hojas se quiebra la luz del farol. Dobla hacia la izquierda y cruza con rapidez el espacio que la separa del excusado. Entra con precaución y deja la puerta entreabierta para no quedar sumergida en la oscuridad que huele a excremento seco y a creolina. Rosa tantea el suelo con el pie para no meterlo en el hueco, y cuando se orienta abre las piernas, afirmándose, y comienza a alzarse la pollera. Se baja los calzones hasta las rodillas y después, acuclillándose, comienza a orinar. Le llegan voces confusas del patio delantero, y por sobre todas ellas la de la Negra, que suena ronca y como furiosa. Sin embargo, la Negra no sabe bien por qué grita: no ha visto más que a Wenceslao toser, con la cara roja, y después pararse bruscamente, lo mismo que Rogelio, que le golpea la espalda con la mano abierta. La silla de Wenceslao cae hacia atrás. Rosita pega un tirón y retira su mano de entre las manos de Amelia, y las dos miran en dirección a Wenceslao y a Rogelio. La Negra también se ha parado, gritando. El viejo alza su vaso de vino en la mano derecha y lo golpea con el índice de la mano izquierda, sacudiendo ambas manos en el aire y en dirección a la otra punta de la mesa, sugiriendo a Wenceslao un trago de vino. Atragantado con el primer bocado de cordero, Wenceslao tose y siente que le saltan las lágrimas. Todas las caras, sorprendidas, gesticulantes, están vueltas hacia él. Rogelito ha quedado con el tenedor suspendido en el aire, a mitad de camino hacia la boca; Josefa abre unos ojos desmesurados por encima del vaso de vino que está tomando a sorbos. El Ladeado se ha incorporado un poco para ver mejor. El torso amarillo y prominente de la Negra se sacude, estremecido, mientras la Negra grita y extiende el brazo en dirección a sus tíos. Cálido, ácido, pesado, el orín cae por entre las valvas de Rosa, se desvía entre sus pliegues, choca contra los bordes del hoyo circular, y después resuena al caer en el fondo del resumidero negro. Por momentos salpica sus pantorrillas, imperceptible, y su olor se mezcla al de los excrementos almacenados en el fondo y al de la creolina. Josefa deja por fin el vaso sobre la mesa y se incorpora a medias, como si estuviese dispuesta a levantarse para socorrer a su tío, pero advierte que la expresión de Wenceslao es ya más tranquila y que el color rojo que manchaba su cara ya está borrándose. Pasándose el dorso del brazo por los ojos, Wenceslao se seca las lágrimas. Después carraspea durante un momento, los brazos separados del cuerpo, encogido, los ojos desmesuradamente abiertos otra vez pero atentos a lo que está pasando en su garganta. Rogelio sigue parado, un gesto a medio realizar que no se sabe muy bien cuál es pero con el que trata de poner en evidencia su deseo de ayudar. En la otra punta de la mesa, exactamente en la otra punta, la Negra se sienta por fin. El viejo sigue elevando su vaso de vino con la mano derecha y golpeándolo con el índice de la izquierda, semisonriente, pero nadie le presta atención. Wenceslao parpadea, alzando la silla y acomodándola frente a la mesa, y se vuelve a sentar. Rogelio se sienta a su vez. Cuando el chorro de orín se detiene, después de dos o tres enviones últimos cada vez más débiles, Rosa se para y se levanta los calzones. Al entrar en contacto con las valvas peludas, la tela delgada del calzón se humedece un poco. Rosa se baja el vestido, alisándolo dos o tres veces con las palmas de las manos en el regazo y en los flancos, y sale del excusado. En esos pocos minutos sus ojos se han habituado algo a la oscuridad, y cuando llega al patio trasero la luz del farol que cuelga de uno de los travesaños de la parra la hace parpadear. El volumen de las voces aumenta cuando dobla la esquina del rancho, pasa junto a la parrilla y se detiene a un costado de la bomba; da dos bombeadas rápidas que repercuten con un ruido seco y metálico, y después abre la canilla y deja que el agua fría corra sobre sus manos, refregándoselas. Todavía está corriendo agua por la canilla, cuando continúa en dirección al patio delantero sacudiendo las manos en el aire para secárselas. Al entrar en el patio delantero, ve la mesa que brilla en el interior de la esfera de claridad. Teresa le hace una seña desde su lugar mostrándole la silla vacía. Rosa pasa al lado de Wenceslao, detrás de Rogelio y del Chacho, y se sienta entre Teresa y el Chacho. Ve, por sobre la cabeza del Carozo, las ramas más bajas del paraíso todas manchadas por la luz de los faroles. La Negra, que ha estado hablando con la vieja a través de la mesa, vuelve la cabeza hacia Rosa y le pregunta dónde ha estado. Rosa sacude los hombros sin contestar. Por mirar a la Negra mientras habla con Rosa, distrayéndose, el Segundo deja volcar sobre su camisa blanca un poco del vino que está llevándose a la boca. Tres gotas redondas color violeta, con los bordes dentados, quedan impresas en su camisa blanca, bajo la tetilla derecha. El Segundo deja el vaso sobre la mesa, sin tomar, y sacando un pañuelo oscuro del bolsillo trasero de su pantalón se seca la mano derecha, que ha sido también salpicada, y trata inútilmente de borrar los tres redondeles violetas de bordes dentados de su camisa blanca. Por un momento nadie habla: inclinados sobre sus platos, elevando hacia los labios entreabiertos los bocados de carne asada o un vaso de vino, macerando los alimentos en la boca con distintos ritmos de masticación, producen un silencio largo atravesado por el tintineo súbito de los cubiertos contra los platos, de las botellas golpeando contra el borde de los vasos, de los pies cambiando de posición y chocando contra la tierra dura bajo la mesa, de los crujidos de las sillas, de los sacudimientos de la madera; las fuentes verdes de ensalada, salpicadas del rojo de las rodajas de tomate, pasan de mano en mano y después quedan sobre la mesa produciendo un ruido rápido y sin ecos al chocar contra la madera: los sonidos parecen chocar contra las caras sudorosas y después repercutir y diseminarse. Sobre los platos, los pedazos de cordero van quedando sin carne, mostrando, a medida que son devorados, unos huesos blancos llenos de filamentos exangües y pegoteados. Sobre la superficie de los platos se va formando una película pastosa, pegajosa. Al vaciarse, algunos vasos dejan ver sobre sus paredes transparentes la marca de huellas digitales casi invisibles impresas con grasa. Hay únicamente dos vasos de vino llenos hasta el borde: el de Wenceslao y el de Rosa, que el Chacho acaba de llenar. El resto de los vasos contiene diferentes cantidades de vino, de modo que la altura del líquido oscuro varía de vaso a vaso: el de la Ne gra, está casi vacío; el del Segundo, lleno hasta la mitad; el de Rogelio deja ver dos centímetros de vidrio transparente en la parte superior, el de Agustín no tiene más que un sedimento en el fondo que no alcanza ni siquiera para un trago. Wenceslao alza su vaso y toma un trago corto, con precaución, retira el vaso de los labios, traga despacio, comprobando que puede hacerlo sin dificultades, y vuelve a llevar el vaso a sus labios para tomar un trago más largo. Cuando vuelve a dejar el vaso sobre la mesa, no está lleno más que hasta la mitad. Obedeciendo a una orden de Rogelio, que grita desde el otro extremo de la mesa, Rogelito se levanta para traer más vino. Pasando por detrás del Ladeado, del Segundo, del Carozo, de la Teresita del vestido a rayas gruesas blancas y coloradas, horizontales, de Agustín, deja atrás la mesa y después de atravesar el espacio vacío que separa la mesa del rancho entra en el rancho. Sobre una mesa hay un fuentón con hielo y dentro están las botellas acomodadas, semienterradas entre los pedazos de hielo. Saca un pedacito de hielo que flota en el agua, lo sacude y se lo lleva a la boca. Se queda chupando un momento, con la boca abierta, succionando el cristal helado, y dos veces lo escupe en la palma de la mano y se lo vuelve a meter en la boca. El pedazo de hielo produce una protuberancia cada vez más pequeña en sus mejillas, la izquierda o la derecha según vaya acomodándolo con la lengua. Mientras lo chupa, después que lo ha escupido por tercera vez en la palma de la mano y se lo ha vuelto a meter en la boca, comienza a desenterrar las botellas de entre el agua y el hielo que las cubren en el fuentón. Saca cuatro. Lleva dos en cada mano, y cuando vuelve a atravesar en sentido inverso el hueco de la puerta del rancho y sale al patio, el último trago de agua helada se ha entibiado un poco en su boca y ha pasado a través de su garganta. Todos comen y se mueven y hablan alrededor de la mesa servida, dentro de la esfera iluminada. Rogelito llega a la esquina de la mesa y deja una de las botellas llenas al lado de una botella vacía, frente a su padre. Después pasa por detrás de Rogelio, por detrás del Chacho cuyo cabello, al comenzar a secarse, va dejando de estar achatado contra el cráneo y ahora comienza a encresparse de un modo cada vez más evidente, por detrás de Rosa y de Teresa, y, entre las cabezas de Teresa y de Rosita, se inclina para dejar la segunda botella. Al hacerlo ve de un modo fugaz, tan rápida y distraídamente que lo olvida en forma casi simultánea, cómo la mano derecha de Rosita está apoyada sobre la tela verde del vestido, en el muslo derecho, y cómo la mano de Amelia está retirándose, en el aire, hacia arriba cerrándose ligeramente, emergiendo hacia la superficie de la mesa, como si hubiese estado apoyada sobre la mano de Rosita, ya que aunque no la ha visto allí, Rogelito piensa de un modo espontáneo, infinitesimal, que ha estado allí olvidándolo en seguida. Deja la tercera botella en la esquina, entre los vasos de la vieja, el viejo y la Negra, y al lado de otra botella que está llena de vino hasta más arriba de la mitad. Pasa por detrás del viejo, de la blusa amarilla de la Negra, de los hombros todos torcidos entre los que se hunde la cabeza del Ladeado, y después de dejar la cuarta botella casi pegada a la que depositó desde el otro lado de la mesa inclinándose entre las cabezas de su hermana y de su tía Teresa, vuelve a sentarse. Rosa agarra una de las dos botellas y se la pasa al Chacho, que tiene el tirabuzón en la mano. El Chacho despega la etiqueta que cubre el corcho y empieza a hacer girar el tirabuzón, hundiendo su espiral hasta que la punta aparece del otro lado del corcho, dentro de la botella, casi tocando la superficie del vino. Después se para, queda con las rodillas dobladas y pone la botella entre las piernas. Desde donde está sentada, la Teresita no ve ni la botella ni el mango del tirabuzón, sino a su hermano mayor medio encogido, las dos manos cerradas entre los muslos medio tapadas por el borde de la mesa, su pecho tostado vagamente visible bajo la camisa transparente, la boca apretada, los ojos semicerrados, los músculos y los tendones del cuello en tensión, toda la cara llena de arrugas y roja por el esfuerzo, y en ese momento, dándose vuelta para mirarla, el Carozo ve cómo la cara de la Teresita comienza a adoptar la misma expresión de esfuerzo, acompañando la expresión de su hermano. Por fin el corcho sale con su ruido peculiar, y dejando el tirabuzón con el corcho traspasado sobre la mesa, el Chacho empieza a sentarse otra vez, terminando de despegar los restos de etiqueta del pico e inclinando la botella hacia el vaso que Rosa le ha extendido casi mecánicamente al oír el ruido del corcho. Rosa deja su vaso lleno sobre la mesa y agarrando el de Teresa, que come en silencio, lo extiende también hacia el Chacho, que acaba de dejar la botella sobre la mesa y vuelve a agarrarlo inclinándola para llenar el vaso de su madre. El vino cae en un chorro oscuro, pesado, llenándose de reflejos rojizos verticales que quedan adheridos al vidrio transparente del vaso. Rosa deja el vaso frente a Teresa y el Chacho vuelve a depositar la botella sobre la mesa. A los oídos de la vieja, que come parsimoniosa y rígida, sin mover la cabeza, llevando despacio una y otra vez el tenedor a la boca, llega el tumulto de las voces sin inquietarla, sin que se digne una sola vez desplazar su atención hacia ese ruido continuo que choca contra sus oídos como contra una pared; en su cara mate llena de arrugas, no se mueven más que las mandíbulas y unos pliegues circulares que giran incansablemente alrededor de la boca, más pálidos que el resto de la piel. Aunque es más joven, parece incluso más vieja que el viejo, que dispensa gestos pueriles hacia los comensales creyendo en todo momento presidir la reunión, cuando, excepción hecha de la Negra, que lo atiende con una especie de afectación, nadie parece notar su presencia. Por sobre sus cabezas movedizas, descubiertas, los paraísos entrecruzan sus ramas de las que cuelgan los tres faroles inmóviles cuyos círculos de claridad se entremezclan, se superponen, creando zonas de una claridad más intensa mechadas en la claridad grande y homogénea de la esfera de luz, parte de cuya claridad va a dar contra la parte inferior de la pared blanca proyectando un resplandor semicircular sobre ella. El pelo amarillo de la Negra, separado de la blusa amarilla por la cara redonda, lisa y oscura, y el cuello grueso y estirado, se sacude cuando ella mueve la cabeza solícita hacia el viejo que la atiende sin mirarla. La Ne gra termina de limpiar su pedazo de cordero, dejando cuatro costillas chatas y desnudas adheridas perpendicularmente a un hueso más ancho, y cruza los cubiertos en forma de equis sobre su plato. Del otro lado de la mesa, casi en el extremo opuesto, el Chacho, que habla con Rosa con los codos apoyados en el borde de la mesa y la cabeza sostenida por las manos encimadas bajo el mentón, acaba de hacer lo mismo: sobre su plato hay un hueso cilíndrico, blanco, que refleja la luz, y cuyas puntas son más protuberantes que el centro y están cubiertas de unos restos cartilaginosos. Los ojos de Wenceslao, que se pasean plácidos por la mesa mientras mastica con gran lentitud, perciben el hueso desnudo en el plato del Chacho, ven que Rosa junta con el tenedor y el cuchillo los últimos restos de carne de su pedazo, que el Segundo ha dejado cuchillo y tenedor y sostiene con las manos un hueso del que está tratando de arrancar con los dientes los últimos filamentos de carne, mordiendo encarnizado, los ojos semiabiertos y la cabeza, que se sacude todo el tiempo, con tendencia a permanecer caída del lado izquierdo. Sin dejar de masticar, Wenceslao se pone de pie y retirando la silla informa a Rogelio que va a la parrilla a buscar un poco más de carne. Rogelio también se para. Con paso rápido, masticando todavía, Wenceslao atraviesa el patio y dobla la esquina del rancho. Rogelio lo sigue. Camina casi a la misma velocidad, mastica incluso un bocado que le ha impedido formular sus protestas de ayuda con más claridad, frustración de la cual se resarce caminando rápido; ve cómo su sombra se proyecta sobre el semicírculo iluminado de la pared blanca y después dobla a su vez la esquina del rancho y al comenzar a flanquear la pared lateral ve, más allá de la bomba y cerca del horno blanco, cómo Wenceslao se ha inclinado hacia la carne que se asa en la parrilla y la estudia, sin tocarla, mirándola bajo la escasa luz que recibe, que es una mezcla del resplandor débil del fuego que ya está casi borrándose y de los reflejos indirectos que provienen de los faroles colgados de los paraísos en el patio delantero y de entre los travesaños de la parra en la parte de atrás. 1,a claridad de los patios no se proyecta sobre el lugar de la parrilla sino a sus costados, lo que da todavía, y por un momento, la ilusión de una penumbra más grande. Josefa sigue con la mirada a Wenceslao, que se ha levantado, corriendo hacia atrás su silla, masticando todavía un bocado, y a Rogelio, que se ha parado inmediatamente después que Wenceslao, siguiéndolo a cierta distancia, más pesado y más indeciso, ya que ha vacilado un momento junto a la mesa antes de empezar a seguirlo, de modo que cuando Wenceslao dobla la esquina del rancho Rogelio está todavía atravesando con paso rápido el espacio vacío que hay entre la mesa y la pared blanca del rancho, sobre la que la sombra de Rogelio se refleja al pasar. Al fin Rogelio desaparece también doblando la esquina afilada y Josefa permanece un momento mirando la pared por encima de las dos sillas vacías que han quedado en desorden y separadas de la mesa. Sobre la pared se refleja un semicírculo de luz que se continúa en el piso de tierra dura. Cuando su padre le toca el brazo desnudo con la punta del dedo, para pedirle la fuente de ensalada, no solamente el brazo sino todo el cuerpo cubierto por el vestido de rayas coloradas y blancas, horizontales, se estremece levemente. Sin siquiera mirar a Agustín, sin volver la cabeza, Josefa recoge la fuente de ensalada y se la alcanza. Agustín agarra la fuente y comienza a servirse en silencio. Sostiene la fuente con la mano izquierda, en declive hacia su plato, y con el tenedor, sostenido en la derecha, va arrastrando hojas de ensalada empapadas de aceite y mezcladas a las manchas rojas del tomate que van cayendo en su plato en medio de una especie de chapoteo. Rogelio llega junto a Wenceslao y se inclina a su lado, mirando a su vez la carne en la parrilla, y después se endereza y sigue hasta el patio trasero. Bajo el farol, sobre la mesa, están las dos fuentes, un largo tridente de hierro negro y el mismo cuchillo de mango amarillo con que Wenceslao ha sacrificado el cordero. Wenceslao se incorpora y se dirige al patio trasero, pero antes de llegar ve aparecer a Rogelio con el tridente negro y la fuente de loza cachada. Se detiene, se da vuelta, y se dirige otra vez hacia la parrilla.