Rogelio reaparece trayendo hojas de diario. Wenceslao agarra una de las hojas que le alcanza Rogelio y la hace una pelota achatada, dejándola en el suelo. Después, sobre ella, con gran cuidado, va superponiendo ramitas que componen una pila precaria. Sobre ella comienza a acomodar ramas más gruesas, y después más gruesas todavía, hasta formar un montículo piramidal. Se incorpora viendo el ir y venir de los muchachos que aportan leña y van dejándola caer a los costados de la pila. Cuando está por fin parado, la mano de Rogelio se mete en el bolsillo de su camisa y saca los cigarrillos y los fósforos.
– El último -dice Rogelio.
Se pone el cigarrillo entre los labios, hace una pelotita con el paquete vacío y lo tira entre la leña de la pila. Después enciende el cigarrillo y se inclina con el fósforo encendido aplicando la llama a una de las puntas de papel de diario que asoman de entre la leña. La hoja de diario comienza a arder. Rogelio se incorpora y extiende la caja de fósforos a Wenceslao, que enciende a su vez uno y aplica a su vez la llama a otra de las puntas del papel. La llama avanza por los dos extremos hacia el centro de la pila de leña. El Carozo llega con un tronco que deja caer en el suelo y se queda junto a su padre, mirando las llamitas. Wenceslao contempla la leña que se amontona en desorden a un costado del fuego y determina:
– Ya es suficiente.
Todavía llegan el Segundo, el Ladeado y la Teresita con pedazos de leña y Wenceslao va repitiéndoles lo mismo, de modo que se quedan y se ponen a mirar el fuego. Forman un círculo en torno a las llamas, que por un momento desaparecen entre la leña creando una ligera expectación. Por el vértice de la pirámide de leña comienza a subir una columnita de humo blancuzco, magro.
– Se apaga, tío -dice el Carozo.
– Hay que darle tiempo -dice Wenceslao-. Ya va arder.
Pero por un momento no sube de entre las hojas más que ese chorro débil de humo casi blanco que se disipa en seguida, sin fuerza. De pronto, ni el humo sube. Hay como una especie de silencio que sube desde la leña y que hace que los chicos miren interrogativamente a Wenceslao y a Rogelio, como si ellos tuviesen el secreto del fuego y los medios de provocarlo. Pero después del silencio se oye una crepitación sorda, espaciada, que viene de la estructura intrincada de ramas y troncos, y de golpe, por entre los intersticios, aparece la primera llama, débil, azulada, transparente.
– Ya pdendió -dice el Segundo.
Wenceslao alza los ojos del fuego y mira un momento al Segundo, pensativo, sin parpadear, con grave curiosidad. Todos están mirando fijo la llama, que ahora se divide, se cuela, multiplicada, por los intersticios de la pila y se curva atacando la leña desde afuera; son cinco o seis láminas flexibles, ágiles, envolventes, que parecen tocar superficialmente la madera y después retirarse. Algo en el interior de la estructura de llamas crepita, se quiebra y chisporrotea. Por un momento, después, no hay más que esas llamas infructuosas que continúan su bailoteo monótono, interrumpido de vez en cuando por una crepitación y una explosión apagada. Las llamas se reducen y el humo vuelve a fluir en una columna más firme, derecha y espesa. Los seis pares de ojos se dirigen al punto -el vértice de la pirámide- desde el que parte la columna de humo. De golpe se oye una crepitación más profunda y surge un montón de llamas altas y rectas que se sacuden violentas. La Teresita da un paso atrás. El Segundo mira a Rogelio y a Wenceslao con expresión satisfecha. A cada nuevo envión de las llamas, parece como si el fuego debiese pasar por un estadio neutro en el que su fuerza queda en suspenso, anulada, antes de crecer, discontinua, borrándose del todo para reaparecer después con más violencia. Los seis pares de ojos se han agrandado y siguen fijos en las llamas. Wenceslao habla dirigiéndose a Rogelio, sin alzar la vista.
– Dentro de un ratito podemos ponerlo -dice.
– Sí -dice Rogelio sin alzar la cabeza.
Da una última chupada al cigarrillo y lo arroja hacia las llamas. El cigarrillo desaparece entre los troncos apilados.
– Desapadeció -dice el Segundo.
Las llamas suben más y más y se multiplican. Producen un sonido seco, más continuo que ellas mismas pero menos nítido. Sobre las caras lustrosas a causa del calor, las llamas se reflejan imperceptibles y el resplandor del fuego es comido por la claridad del atardecer. Como no sopla ningún viento el humo sube despacio hasta cierta altura, para desplazarse después horizontal en el aire, por encima de las seis cabezas inclinadas hacia el fuego. Hasta el punto en que se quiebra y comienza a diseminarse, los bordes de la columna son ondulantes y su superficie es crespa, como la lana de un cordero; después se alisa y se adelgaza sin volverse sin embargo más transparente, aunque se desplaza con más lentitud que la masa ondulante. Después se mezcla en la altura con las hojas de los árboles. La columna ondulante se mueve de un modo tan regular y continuo, del mismo modo que las llamas, que crecen por enviones imperceptibles y que surgen en círculo desde el centro de la hoguera formando una especie de corona, que el conjunto de humo y hoguera, e incluso hombres, da la ilusión de una cierta inmovilidad. Sin mediar palabra, el Carozo da un salto rápido en su lugar y después sale como disparado en dirección a la parte delantera de la casa. La Teresita y el Ladeado lo siguen, poniéndose en movimiento de un modo tan brusco como él, como si se hubiesen arrancado a la fascinación de la hoguera mediante un tirón violento y escapasen por temor de recaer en ella. Wenceslao los mira doblar la esquina del rancho y desaparecer. Los "ve", por un momento, desembocar en el patio delantero uno detrás del otro reunirse fugazmente y volver a dispersarse, persiguiéndose entre las sillas y la mesa, entre los árboles, alrededor del viejo sentado en la cabecera y de la vieja que fuma parsimoniosa su cigarro mientras la Negra pasa una y otra vez el peine haciéndolo chasquear, sobre su cabellera lisa. Pero la voz de la Negra suena de golpe a sus espaldas, viniendo desde la parte trasera del rancho, haciéndolo darse vuelta y produciendo en Rogelio y en el Segundo rápidos movimientos de cabeza en dirección a ella.
– ¿Ya prendieron el fuego? -dice, acercándose.
– No, ¿y esto qué es? -dice el Segundo.
Detrás de la Negra aparecen Amelia y Rosita. Caminan más despacio que la Negra, y parecen haber estado hablando de algo íntimo. La blusa azul eléctrico de Amelia es de una seda lisa, brillante, y la pollera colorada de una especie de tela cruda tiene toda una serie de arrugas horizontales desde la mitad superior de los muslos hasta el vientre. Sobre el labio superior de Rosita hay cuatro o cinco gotas de sudor.
– Qué rápido -dice la Negra, parándose al lado del Segundo y mirando las llamas. Suspira y sus ojos se abren enormes en la contemplación del fuego.
– Gdacias a mí que tdaje la mejod leña -dice el Segundo.
Wenceslao lo mira.
– Ahora cuando vayamos al almacén -dice- vamos a dejarte a cargo de la parrilla. Ojo que nadie se acerque.
– Ojo con andar metiendo la mano también -dice Rogelio.
Amelia y Rosita se instalan en el círculo y abren a su vez los ojos y se quedan contemplando con fijeza las llamas, de cuyas puntas se desprende a veces un puñado de chispas. El vestido descolorido de Rosita, estampado en florcitas azules, se ha ido adelgazando con las lavadas y ahora transparenta un poco entre sus piernas separadas. Por la parte delantera aparecen Teresa y la Teresita. Traen una toalla y un jabón y se paran al lado de la bomba. Ni siquiera miran al grupo colocado en círculo alrededor del fuego; únicamente Wenceslao ha alzado la cabeza para mirarlas: Teresa comienza a bombear y la Teresita se inclina bajo el chorro de agua y empieza a lavarse la cara, el cuello y los brazos. El Ladeado aparece también desde la parte delantera, arrastrando una silla que deja junto a la bomba. Se da vuelta y se va, desapareciendo otra vez en la parte delantera.
– Sí, ojo -dice Wenceslao.
La Negra se ríe.
– No le diga nada, tío, que no vale la pena -dice.
– No va dejar ni los huesos -dice Rogelio.
– Tdaigan un salamín de lo Bedini, pod si acaso -dice el Segundo.
Deja de mirar el fuego y sacude la cabeza.
– Debe ser más duro que un burro -dice la Negra.
– Cadneenlá a la Negda, que es puda gdasa -dice el Segundo.
La Teresita se enjuaga y comienza a secarse. Teresa espera parada al lado, apoyando una mano en la palanca de la bomba. Con minucia, la Teresita refriega con la toalla su cuello, sus brazos, su cara seria y retraída. La Negra tiene un paquete de cigarrillos "Chesterfíeld", todo arrugado, en el cinturón. Lo saca y ofrece. Wenceslao acepta. Rogelio, en cambio, rechaza el paquete sacudiendo la mano.
– Recién tiré -dice.
Wenceslao observa un momento el cigarrillo, haciéndolo girar entre los dedos, y después lo acerca a su nariz y lo huele. La cara plácida y puntiaguda de Amelia se vuelve hacia él cuando percibe que Wenceslao le ha echado una mirada fugaz en el momento de oler el cigarrillo. Ahora la Te resita deja la toalla en el respaldo de la silla y se sienta, poniendo los pies bajo el chorro de agua que sale por la canilla cuando Teresa comienza a bombear. Wenceslao pone el cigarrillo entre sus labios y palpa el bolsillo de su camisa buscando la caja de fósforos. La saca, enciende uno, y aproxima la llama al cigarrillo que cuelga de los labios de la Ne gra. Al inclinarse levemente para tocar la llama con el cigarrillo, la Negra hace tintinear sus joyas de fantasía. Aunque no hay viento, protege la llama con sus manos dejando ver las uñas pintadas de lila. Al erguirse, un nuevo tintineo de chafalonías acompaña su movimiento. Después Wenceslao enciende su propio cigarrillo y tira el fósforo entre las llamas. Da una larga chupada y expele el humo despacio. Los dos chorros de humo, el de Wenceslao y el de la Negra, van rectos y horizontales a mezclarse con la columna ondulante que fluye de la fogata. Al entrar en ella, el humo de los cigarrillos agranda su espesor. Un montón de pájaros viene de golpe y se entrevera en la fronda de los árboles, gorjeando y persiguiéndose de rama en rama. Wenceslao alza la cabeza y los ve reunirse otra vez y salir bruscamente en bandada. La mano de uñas lila sostiene el cigarrillo a la altura de las grandes tetas que abultan la blusa amarilla. La pollera multicolor se llena de pliegues cuando la Negra hace un movimiento para cambiar el pie de apoyo. Ahora hay un tumulto entre las llamas que disminuyen un poco y después vuelven a crecer con un envión súbito, hacia un costado primero, como si un viento imperceptible las hubiese inclinado, y después hacia arriba. El bombeo lento de Teresa se detiene, pero el chorro de agua sigue saliendo y cuando la Teresita retira sus piernas y comienza a secárselas apoyando una de ellas en el travesaño de la silla y cruzando la otra sobre el muslo de la primera, Teresa se inclina hacia el chorro y ahuecando las manos recoge un poco de agua y se la toma. Ya no hay sol en ese costado de la casa, aunque sí una claridad intensa como para que el resplandor de las llamas se disipe en ella. Del patio delantero llegan las risas de los chicos y después la voz de Rosa, gritándoles.