– Ahí lo tenés. Decíselo a él -dice Rogelio, señalando a Wenceslao cuando lo ve aparecer en el patio delantero.

Rosa se da vuelta. La Negra sacude el peine hacia Wenceslao.

– Están peliando por la tía -dice.

– Es cabeza dura esa mujer -dice el viejo.

– A ver si mandan a los muchachos a juntar leña para el fuego -dice Wenceslao.

– Él es todavía más loco que ella -dice Rosa.

– Rosita vieja y peluda -dice Wenceslao.

Rogelio se echa a reír. La Negra mira un momento a Wenceslao, se encoge de hombros, y sigue peinando a la vieja. Los cabellos de la vieja, todavía oscuros, caen lisos y largos hasta más abajo de los hombros. La vieja recoge un cigarro encendido de sobre el borde de la mesa y se lo lleva a los labios. Le da una larga chupada y suelta un chorro de humo, y vuelve a dejar el cigarro sobre el borde de la mesa. El viejo comienza a llenar otra vez el mate.

– Manden por leña a esos muchachos -dice Wenceslao.

Rogelio comienza bruscamente a gritar, llamando a los muchachos. También bruscamente aparecen los niños desde el interior del rancho: el Carozo, el Ladeado y la Teresita. Del costado del rancho vienen el Chacho y el Segundo, Rogelito, Amelia, Rosita y Josefa. Todos se aproximan.

– Todos pdesentes -dice el Segundo.

– Falta Agustín -dice Rogelio.

– Y la tía -dice Josefa.

– El viejo debe estad chupando en lo Bedini -dice el Segundo.

– Hay que llevar leña a la parrilla para que Layo ase el cordero -dice Rogelio-. De frente, ¡march!

El Segundo y los chicos comienzan a moverse. Rogelio y el Chacho se quedan parados al lado de las dos mujeres en cuya compañía han aparecido. Antes de desaparecer hacia el fondo, siguiendo con dificultad el paso cada vez más acelerado de los otros, el Ladeado se para y da media vuelta, acercándose a Rogelio. Le hace un gesto con la mano, indicándole que se incline. Rogelio mira de un modo fugaz a Wenceslao y obedece. El Ladeado murmura algo en su oído. Mientras lo escucha, Rogelio sacude la cabeza, afirmando.

– Sí, sí. Seguro que sí. Ahora vaya buscar leña con sus primos -dice.

Ladeado se aleja y desaparece. La Negra ha dejado de peinar a la vieja para tomar el mate que el viejo le acaba de alcanzar. Introduce la bombilla entre sus labios gruesos y oscuros, sorbe arrugando la frente corno si estuviese preocupada por algo, saca la bombilla de entre los labios mientras traga y repite tres o cuatro veces la misma operación hasta que vacía el mate. Se han quedado todos en silencio, esperando, en el interior de la esfera de sombra de los paraísos, que continúa siendo siempre un poco más oscura que el resto del aire a su alrededor. Ha ido oscureciéndose con la declinación del día y sin embargo, siendo más oscura que todo el resto, y más oscura incluso que a mediodía, ahora que la luz deslumbrante se ha suavizado dejando de contrastar crudamente con ella, da la impresión de haberse diluido un poco. El amarillo de la luz que raya el cielo es también ahora un poco más pálido. Después la luz se irá poniendo naranja, rojiza, verde, azulada, azul. Cuando desaparezca el sol no quedará más que una luz azul homogénea y todavía bastante clara antes de convertirse en una semipenumbra otra vez azulada llena de núcleos negros alrededor de los árboles. Después se pondrá todo negro, durante un momento, como si también la negrura alcanzara un cénit antes de declinar en favor de la luna llena subiendo en un cielo lila. No percibirá enteramente la oscuridad porque estará parado junto al fuego grande y a la capa dispersa de brasas sobre las que se dora el cordero despidiendo una columna de humo que atraviesa la fronda de los árboles y sube hacia la luna. Habrá acabado de llegar del almacén de Berini. Habrán ido caminando después de hacer el fuego y poner las achuras y el cordero sobre las brasas y dejarlo al cuidado de los muchachos. Recorriendo primero el camino de arena, doblando hacia la derecha después y atravesando el monte de espinillos, cruzando más tarde el gran claro en diagonal, en fila india, por el caminito, Rogelio adelante, detrás él, alcanzando el camino recto que lleva del almacén a la costa y avanzando por él ahora los dos a la par hasta divisar los árboles del almacén y oír cada vez más próxima y nítida la música que llega desde el patio. Habrán entrado al almacén, viendo a Buenaventura sentado bajo los árboles ante una mesa en la que hay varias botellas de vino y vasos, rodeado de hombres -Salas el músico, el otro Salas, Chin, otros-. Desde la cancha de bochas llegarán gritos y voces y de vez en cuando el golpe seco de los bochazos y el más resonante de las bochas contra los tablones que cierran la cancha. Encontrarán a Agustín en la cancha viendo a los otros jugar, tomando un vaso de vino, ya bastante borracho, yendo a buscar de vez en cuando las bochas desviadas para traerlas a la cancha o haciendo de intermediario entre Berini y los jugadores cada vez que éstos piden bebidas, o cigarrillos, o algo para comer. Ellos mismos, Rogelio y Wenceslao, se quedarán mirando un momento el partido de bochas, aproximándose a la cancha de vez en cuando para observar más de cerca la distancia de una arrimada, opinando entre ellos sobre los tantos en discusión, sobre problemas reglamentarios, sobre la destreza de un bochazo. Después entrarán al almacén en el que el olor a creolina del mediodía se habrá desvanecido ya casi del todo, pagarán sus copas y las de Agustín recibiendo el vuelto sin mirar la cara hosca de Berini que estará yendo y viniendo detrás del mostrador para atender los pedidos de los niños, hombres y mujeres que entran y salen del almacén atravesando el patio en el que la música del ciego no se detiene más que durante cortos intervalos. Después saldrán los tres al aire azul. Desearán feliz año nuevo a los hombres que rodean al ciego, Chin se pondrá de pie y abrazará a Rogelio. Después abrazará a Wenceslao y Wenceslao percibirá, al aproximar su cara a la de Chin, unas gotas de sudor que corren por sus mejillas recién rasuradas. Salas el músico les prometerá una serenata. Después saldrán. Habrán recorrido el camino, el campo en diagonal, el montecito, el otro camino, antes de que Wenceslao esté parado junto a las brasas sobre las que el cordero se dora despidiendo una columna de humo oloroso que sube al cielo negro atravesando la fronda de los árboles. Habrán venido envueltos primero en la luz azul, en la semipenumbra azul más oscura, en la oscuridad. Los perros habrán salido a recibirlos, saltándoles a la cara. Atravesando el claro habrán visto encenderse los primeros faroles entre los árboles que ocultan los ranchos, en los patios regados al atardecer, los faroles manchando las ramas y las hojas con una luz centrífuga, que fluye y está, sin embargo, inmóvil. Ya en el patio del almacén habrán percibido la subida de la mosquitada. Recorrerán el camino desde el almacén hasta la casa de Rogelio abriéndose paso a través de una sola nube negra, compacta y zumbante. Irán dándose cachetazos en la cara, en la nuca, en los brazos. En un momento dado el hostigamiento de los mosquitos será tan constante y violento que se echarán a correr, riéndose y puteando, hasta que se pararán de golpe y seguirán caminando los tres casi a la par, Agustín siempre más lento y más reconcentrado que ellos. Habrá en el aire un ruido vago y febril de voces, de música, de perros, de fuego, de agua, de mosquitos. Al entrar en el patio delantero percibirán un ir y venir de mujeres, de muchachos, de chicos, contrastando siempre con la inmovilidad de los viejos sentados como a la tarde, el viejo en la cabecera, la vieja a su derecha. La vieja estará peinada, limpia, tranquila. El viejo fumará con lentitud, llevando de vez en cuando el cigarrillo a sus labios, dándole una chupada profunda y despidiendo después el humo en chorros espaciados, débiles. Sonará la radio. En el momento mismo de entrar oirán, desde el camino, el galope apagado de un caballo y la voz del diariero voceando La Re gión. Rogelio irá a buscar el diario y conversará un momento con el diariero. Wenceslao lo oirá invitarlo a bajar del caballo para tomar un vaso de vino. El diariero bajará un momento, saludará a los viejos -un viejo él mismo, magro, silencioso, plácido-, esperará sin hablar que Rogelio, que se le ha adelantado, salga del interior del rancho con una botella de vino y cinco vasos, recibirá el suyo tomándolo en dos tragos, mientras Rogelio, el viejo, Agustín y Wenceslao toman tragos cortos de los suyos. Después se despedirá y se irá. Se oirán sus pasos casi imperceptibles sobre el suelo duro, y después de un momento de silencio comenzará a oírse el trote del caballo cada vez más lejano, hasta que se apagará del todo.

La Negra estira la mano hacia el viejo, devolviéndole el mate. En el momento en que el viejo lo agarra, la vieja levanta de sobre el borde de la mesa el cigarro, dándole una chupada larga y volviéndolo a dejar. Cuando vuelve a erguirse después de la inclinación lenta que ha debido hacer para dejar el cigarro sobre el borde de la mesa, las manos de la Negra continúan trabajando con el peine su cabello lacio y oscuro, sin una sola cana. Rogelio mira a su hijo mayor y al Chacho, parados junto a las dos mujeres, y les hace una seña con la cabeza, indicando el patio trasero.

– Cuantos más sean para juntar leña, mejor -dice.

– Por eso -dice Rogelito-. Vayan buscando nomás.

Las dos mujeres y el Chacho se echan a reír. Rogelio se ríe. Wenceslao mira las manos de la Negra que trabajan en el cabello de la vieja. El viejo termina de cebar el mate y lo estira hacia Wenceslao. Wenceslao sacude la cabeza.

– No -dice.

Va hacia la parrilla, seguido por Rogelio. Los chicos van llegando con pedazos de leña que dejan caer apresurados y sin orden cerca de la parrilla, y después vuelven a desaparecer en dirección al fondo. Wenceslao comienza a recoger unas ramitas que quiebra y va depositando a un costado de la parrilla acomodándolas con cuidado para que formen una pila ordenada.

– Hace falta un poco de papel -dice.

– Yo traigo -dice Rogelio.

Acuclillado junto a la pila de ramas secas, Wenceslao oye el ruido de los pasos de Rogelio alejarse en dirección al patio delantero. Desde el patio trasero, el Carozo viene arrastrando una rama seca, enorme, que deja una huella superficial en el suelo duro. El Ladeado lo sigue con dificultad, sosteniendo entre los brazos dos troncos finos. En seguida llegan el Segundo y la Teresita, cada uno con una carga de leña.

"¿Tdaemos más, tío? -dice el Segundo.

Wenceslao mira la leña acumulada en desorden.

– Mucho más todavía -dice Wenceslao-. Y a ver si la acomodan un poco mejor, carajo.