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– ¿No es cierto…? -preguntaba su cuñado dirigiéndose a los otros escribanos, como reconociendo que a él no le interesaba la historia de sus desgracias ni sus relojes de colección.

Pero en realidad, le había despertado curiosidad el libro: ahora querría leerlo. Escuchaba al cuñado contar que lo que "les había helado la sangre" era la descripción en detalle de un hecho del que todas se atribuían haber sido víctimas. Hablaba y cada tanto bajaba la voz y miraba hacia la pileta donde jugaban los niños como temiendo que lo oyesen.

Todas las supuestas corresponsales tenían entre once y doce años en oportunidad del hecho y el corruptor, de cincuenta y cuatro, era, en todos los caso el mismo hombre: el jardinero del colegio, un protegido de las monjas francesas que lo administraban.

Era un tipo muy querido en la zona. Vivía en el colegio y los sábados y los feriados daba clases de box a los varones. Algunas cartas contaban que había sido un destacado boxeador que comenzó su carrera en Bahía Blanca y que llegó a trabajar como sparring de algunos campeones en Los Angeles.

Eso imponía respeto a los adultos, mientras que las chicas del colegio estaban fascinadas porque se jactaba de conocer los nombres de todas las cosas y recordar los nombres de todas las personas.

Curiosamente, ninguna de las que en el bibliorato figuraban como autoras de las cartas, sabía su nombre: todas lo llamaban "El Jardinero".

Contaban las cartas que alumnas, monjas y profesoras del colegio lo admiraban por su destreza para dibujar con ambas manos: reproducía insectos con una perfección y un lujo de detalles que se comenta varias veces en las cartas fechadas entre julio y diciembre, donde también se refiere su conocimiento de los nombres y hábitos de infinidad de especies de insectos voladores.

Lo que más alarmaba, decía el juez, es la semejanza entre el tipo aquel, que era un viejo hace más de cuarenta años y el propio jardinero de sus terrenos en el Country Highland que ahora debe andar por esa edad. Y lo que "te congela la sangre", repetía, eran los detalles de la violación, que solo se pueden recomponer leyendo en orden y con mucha paciencia las cartas fechadas entre agosto y octubre.

Claro, decía: una persona normal diría violación, pero en ninguna de las supuestas cartas se usa esa palabra.

Contaba que una corresponsal la llamaba "iniciación", y que otras aludían al hecho como "la experiencia", "el encuentro", "el reconocimiento" y palabras vagas por ese mismo estilo. Explicaba que habría que recuperar el bibliorato, que ahora estaba en la delegación policial de Pilar, para cotejar bien las descripciones que del hecho dan cada una de las supuestas corresponsales. De lo que estaba convencido era que ninguna de ellas guardaba rencor al hombre ni parecía reprocharle nada.

Vieron una carta cuya autora reconoce que sintió asco, pero no se refería a lo que ocurrió, ni a cuando sucedió, sino a algo que sintió días después en el colegio, cuando se cruzó con El Jardinero y notó que era tan viejo.

Eso figura en la carta. Al mes siguiente, la destinataria le responde, burlona, que no era tan viejo y que sería menor de lo que ellas dos eran ahora, en vísperas del encuentro de ex compañeras.

Su cuñado bajó la voz para repetir que los detalles eran horribles, repugnantes y en ese momento, comenzó a crecer un golpeteo de motores que venían oyendo hacía varios minutos. Curiosos por la historia, no les había llamado mucho la atención, pero ahora se había vuelto un ruido ensordecedor en el que se reconocían los escapes de las turbinas de un helicóptero.

Todo se oscureció: hacia rato que amenazaba nublarse y, hacia el este el cielo se teñía de un marrón rojizo cada vez m s denso. No eran nubes: entre los árboles se dibujaba un remolino con forma de cono invertido que tendría el vórtice a ras del suelo aunque no se alcanzaba a ver tras las lomadas divisoras de predios.

– ¡Qué hijos de puta…! -gritaba el dueño de casa y explicó: -Se pasaron la mañana haciendo vuelos rasantes sobre el campo de golf y ahora decolan sobre las canchas de tenis… ¿Ven eso? -señalaba hacia el cielo del este enrojecido- ¡Es polvo de ladrillos que levantan de las canchas! Van a ver que ahora empieza a caer y que cuando pase -ya pasaba el helicóptero a unos cincuenta metros por encima de las copas de los cedros altos- el viento de la hélice nos apesta de olor a kerosén y rocía todo con polvo y yuyos…

Los chicos habían trepado a la terraza del solarium y saludaban el paso de la máquina. Un aire caliente y con olor a combustible mal quemado invadió el jardín y en unos instantes la pileta y el estanque que usaban para juegos de pesca quedaron cubiertos de hojas flotantes. Algunas habrían caído de los árboles pero la mayor parte eran briznas de césped del campo de golf que la máquina cortadora no había terminado de aspirar en el servicio de aquella mañana.

– Enchastran todo… -Dijo el dueño de casa y su mujer dejó la mesa diciendo que iba a encargar a las mucamas que limpiasen al menos la pileta de los grandes. Todos querían saber m s acerca del bibliorato pero el juez hizo un ademán significando que prefería obviar algo. Volvió a decir que los detalles eran repugnantes y que habría que leer todo con mayor atención porque las revelaciones iban apareciendo de a poco en las sucesivas cartas que, copiándose unas a otras, las iban ampliando.

– Ahora, -decía golpeando su Rolex con los nudillos, como para indicar que contaría algo que estaba sucediendo en el mismo instante- fíjense que el jardinero, mi jardinero, -subrayó-, hace un tiempo nos pidió autorización para instalar un invernáculo en el fondo del terreno y puso una especie de capillita de vidrio donde las nenas pasaban horas porque era un criadero de mariposas y gusanos de seda.

Alimentaba a los bichos con moras y un puré de frutas mezclado con azúcar y aserrín y al comienzo del verano las chicas aparecieron con ovillos de hilo de seda, que, según creían, habían producido o segregado sus gusanos.

Lo mismo dicen todas cartas: las llamadas "experiencias" habían ocurrido en un invernadero donde criaban larvas, crisálidas y gusanos de seda. El jardinero -el del colegio, claro- adormecía a los gusanos con el humo de un cigarrillo. Él lo pitaba y, -según contaban las viejas en sus cartas- incitaba a la chica también a fumar. Después le mostraba cómo los bichos, adormecidos por el humo, se volvían dóciles y se frotaban entre sus dedos. Simulaba comerse uno, pero se limitaba a permitir que recorriese su su lengua diciendo que era dulce y suave.

Según las cartas todas las compañeras habían tenido la misma experiencia, y coincidían en que eran bichos muy dulces, suaves y perfumados. Ninguna debió haber llegado a tragarlos, pero todas jugaron con el viejo a pasárselo de boca a boca.

Después, contaba, todo seguía con juegos de lengua. Les sugería que lo imaginen, pero que aunque eran cosas que cualquiera puede suponer, era difícil que alguien conciba detalles tan retorcidos como lo que estas viejas cuentan que hicieron, sintieron o se inventaron.

Del relato de su cuñado le quedó nítida la imagen de gusanos de seda blanquísimos retorciéndose sobre una lengua. Y del tipo del colegio, el de hace más de cuarenta años, una imagen física que en su memoria se confundía con los rasgos del jardinero que tantas veces había visto en la casa quinta del juez.

Uno puede ver verano tras verano al mismo hombre con sus palas y herramientas, siempre inclinado sobre las flores, o caminando como agobiado por el peso del sol, sin siquiera interesarse ni por su nombre.

Siempre cualquiera puede ser un violador, o un asesino. De este jamás hubiera sospechado nada. Que era loco, decían, pero sucede siempre con la servidumbre llegada a cierta edad: la gente tiende a atribuir locura a los que, siendo mayores que ellos, ocupan un rango social tanto más bajo. Solo la demencia puede explicar por qué esa gente no ha podido progresar con el paso del tiempo. A la vez, no descartaba que muchos sirvientes exagerasen sus rasgos de ensimismamiento o de tristeza para justificar una diferencia social debida a otras causas que resultaría penoso reconocer en presencia de su pares y superiores.

Del jardinero de sus cuñados recordaba la costumbre de caminar tarareando y algunas curiosidades que le enseñaba a las nenas: nombres científicos de árboles y flores, que eran temas de su oficio, o costumbres de animales salvajes y de insectos que no tenía por qué conocer.

Pese a esto, nunca se le ocurrió que fuera capaz de armar un libro ni de inventar una historia tan descabellada. Los médicos de la policía que rato después mencionó su cuñado, aseguraban que a la vista de lo que había escrito, no era un violador pero que potencialmente era un tipo peligroso: todo lo que desconcierta suele encubrir algún peligro.

¿Habría copiado eso de otro libro, tal como esas viejas se copiaban los episodios y hasta el estilo de sus cartas? Era otra de las cosas que nunca llegarían a saber. Al tipo lo habían despedido, y con él se perdía la pista de la historia, pero seguía sintiendo curiosidad por leerla y confirmar si el cambio gradual de la correspondencia desde la formalidad a la locura, y lo que su cuñado llamó varias veces "contagio" de una a otra vieja, de una carta a otra, se producían efectivamente como lo había contado.

Hay muchas cosa raras en los libros. Su mujer le reprochaba que leyese tanto, pero, comparándose con otros colegas y con algunos conocidos que cada semana iban por las librerías de barrio norte a buscar la última novedad, se consideraba un lector perezoso.

Últimamente se había propuesto leer con método y tomar notas de las ideas que se le fueran ocurriendo. Temía perder detalles, y más que eso, olvidar ideas que algunas lecturas lo llevaban a pensar, y que, en el momento le parecían importantes, o reveladoras.