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Parecerá mentira y en estos casos es inútil decir que, sin embargo, es verdad.

Pero es verdad: días después, en la misma semana en que habían velado el cuerpo, y en la misma casa donde apareció el coriáceo volumen cuya concreción desveló su tiempo libre, yace el libro bajo la luz apergaminada de un velador y pasan horas sin que manos humanas, y ni siquiera una yema de dedo de mano humana, se disponga a hurgar entre sus páginas mecanografiadas.

Apenas ínfimas patitas de insectos saltarines que convoca la luz recorren sin cesar el lomo, la tapa, y el encimado mazo de hojas que lentamente van amarilleando.

En los lugares donde el engrudo, al secarse, estiró un borde del papel, se produjeron pliegues entre las hojas formando un túnel insignificante. Allí el texto, por lo menos en los primeros renglones del margen interno de la sección del libro más afectada por el encolado irregular, hace franco contacto con el aire y con la poca luz del velador que llega a filtrarse, apergaminando aún más el fondo blanco del papel.

Pero ninguno de estos insectos se interesa por recorrerlo.

Son de una especie poco proclive a explorar oquedades: parecería que sólo les interesa la luz.

Ni pican a la gente: apenas molestan al humano posándose y escarbando poros en las zonas más sensibles de la piel.

Han de alimentarse de algunas proteínas que el humano excreta y es evidente que beben el sudor y se bañan en los vapores de la nuca porque jamás se los ve libar en flores, ni horadar tallos u hojas de plantas, o rondar la basura.

Dios, que hizo a todos por igual, habrá tenido sus motivos para disponer así a estos insectos a los que llaman "cotorritas" y que tan fácilmente se pueden aplastar con la yema.

No se sabe cuándo puede ocurrir, pero hay un día en el que, sin proponérselo, cada uno se libra del hábito de aplastar cotorritas con las yemas, pisar hormigas y cucarachas con las suelas y reventar ratones atolondrados por el veneno con el taco alto de las botas de montar. Son seres que no vale la pena combatir porque siempre se las componen para mantener una población estable, cuya magnitud sólo varía con la temperatura, la intensidad de la luz, y el excedente de comida disponible.

Habría que averiguar de qué se alimentaban las cotorritas antes su encuentro con la especie humana iluminada por la electricidad. Los entomólogos deben tener una explicación y alguno de ellos ha de haber evaluado en el nexo entre la evolución de la población de estos dípteros y el desarrollo de la economía humana desde el arado a la electricidad.

Si pocas amas de casa alguna vez han reparado un velador, menos será n las que hayan reparado en lo que significa para sus vidas el acceso a alumbrado eléctrico. Para la mayoría de estas contemporáneas la luz eléctrica es algo tan natural como el aire, las bebidas gaseosas y la política de urbanidad con que los hombres simulan acatar la igualdad de los sexos.

Sólo una minoría de reflexivas tendrá conciencia de que la electricidad es una conquista reciente cuyas ventajas son del orden de la higiene y la practicidad y el bimestre de crédito que conceden los proveedores del fluido. Pero ni ellas ni los jefes de familia advierten que el sentido económico de esta tecnología guarda una íntima relación con ese plus de higiene y comodidad que brinda la incandescencia regulada por un flujo constante de corriente voltaica.

Entre las ventajas económicas, se destaca que la lámpara de arco, y más que ella, la bombilla de filamento, y aún más los tubos y las ampollas de gases incandescentes, convierten la energía en luz minimizando en ese trámite la emisión de calor.

Esto que parece una ventaja para los hogares, facilita la proliferación de las verdes y sumisas cotorritas que pululan sobre las mesas de noche de las casas. Su hacinamiento y proliferación serían impensables en una humanidad alumbrada por la combustión directa: allí terminarían ahogadas por el humo o carbonizadas por la llama, mucho antes de entregarse al juego aplastante de la yema de un dedo, o de morir naturalmente por un ocasional descenso de la temperatura veraniega.

La electricidad es amiga de la gente doméstica y de las poblaciones de dípteros. En cambio, la brusca virazón del viento hacia el cuadrante sur, que para el habitante de la ciudad parece una bendición del cielo, es para la cotorrita un enemigo más pernicioso que el DDT -al que los insectos se adaptan en el curso de unas pocas generaciones- y más dañino que el hábito de amasarlas entre el pulgar y el índice como si fuesen bolillitas de moco.

Estas cosas jamás conseguirán mermar las poblaciones que saltan y proliferan bajo la lámpara. Si la agresión humana tuviese algún efecto sobre la población de dípteros, difícilmente produzca un cambio, siquiera infinitesimal, en el equilibrio ecológico entre ambas especies.

Según la creencia popular -y a la vista de la banalidad de la prensa, no es imprudente atenerse a las creencias del pueblo-, Dios hizo a los humanos tal como a las fotófilas cotorritas veraniegas, y ellas y el hombre, en cierta forma de equivalencia, conviven verano tras verano.

No puede saberse si a semejanza del lector humano que necesita su energía térmica luminosa para descifrar los signos de la tosca narrativa dominical, ellas buscan la luz por el calor y para mimetizar la fotosíntesis que su costra quitinosa tan verde sugiere, o, si al revés, terminan tan cerca de la luz porque necesitan una proximidad humana para saciar su hambre de proteínas y su sed de solución acuosa de sodio y calcio, que repondrá los iones indispensables para alistarse a un nuevo salto.

– Tac…!

Saltó otra cotorrita agregándose a esa mayoría de insectos que nunca nadie aplastará: otro objeto perdido entre los hilos del relato que se libra a su propio curso con la esperanza de volver a recogerlo en un haz y destejerlo recuperando fibra a fibra la trama que volverá a torcer y a retejer hasta tensar la cuerda narrativa, los hilos del relato, el curso de las tramas curvándose bajo el peso de su mero transcurrir, lo atribuible, la red de las metáforas, el encordado de la prosa, la tensión del clavijero sintáctico, la resonancia de la caja hueca de las ideas, la estupidez con todo lo que su armonía infinita puede llegar a contener, y la afinación del instrumento narrativo, y el breve texto, y los textículos y la chotez de los textos de prensa.

Hasta aquí la metáfora "choto" se ha aplicado una docena de veces. En ciertos casos es útil clasificar: se ha usado seis veces en su versión másculina, otras tantas en género femenino, y una más, en este párrafo, en un género virtualmente neutro, que acude a la grafía "choto" no para aludir a un objeto, ni para metaforizar una sensación difícil de exponer en un texto de divulgación o en un relato, sino para referir la expresión "choto".

Eso comentaba un filólogo de la Universidad de Córdoba hacia el fin de un almuerzo, en mayo de 1996. El hombre había prescindido del postre. En cambio, sus dos acompañantes pidieron sendas porciones de un exquisito postre que era especialidad del local.

– Miren…! -Dijo- Acaban de servirles pequeños penes a la pequeña vagina…

Justamente, el mozo depositaba sobre la mesa dos platos de membrillos a la vainilla.

Hubo elogios al postre y antes de que sirvieran el café tuvo lugar a una charla sobre el recurso metafórico al órgano copulador en el habla coloquial.

El muerto, el finado perito, tenía una verdadera pasión por estas cosas. No era periodista, pero como se consideraba un intelectual, cultivaba la amistad de la gente de prensa y siempre aparecía por un bar donde el personal de redacción de los medios suele congregarse.

La mayoría de los parroquianos lo nombraba con su apodo, para diferenciarlo de autores conocidos y de sus compañeros de redacción, a quienes, por razones institucionales, solían refererirse con el apellido, suprimiendo nombre y sobrenombre.

Pero igual: si hubiera publicado su librito, algún habitué de ese tugurio le habría dedicado una columna del suplemento, con todos los elogios de práctica.

Entre los elogios que se escucharon en el velorio, un profesor de lenguas contó que el muerto atesoraba en la memoria gran cantidad de curiosidades sobre el habla corriente y manifestó su esperanza de que, en alguna parte, las hubiese copiado y compilado.

Infelizmente, la etapa más activa de su vida había transcurrido en una era preinformática. De lo contrario, habría entradas en los archivos de sus unidades de memoria y sería fácil reconstruir ese hipotético tesoro que ahora estaba deleteándose en el fondo de los rígidos discos neuronales de su cabeza muerta.

Fue una de las nueras del muerto la que sugirió la posibilidad de que tal vez hubiera algo en el libro que había escrito.

– ¿Escrito…? ¿Cómo…? ¿Tenía libros escritos y nunca en la vida lo comentó…? -Se asombraba un viejo de la inmobiliaria que todos los años lo acompañaba a la Feria del Libro de Buenos Aires.

– Sí -dijo una amiga de la nuera-, ya encontramos uno… Está en la pieza que era el dormitorio de los chicos…

Pero en el libro no había compilaciones. Por la calidad de las tapas de cuero y el prolijo guillotinado del papel, cualquiera habría esperado una obra impresa, con portada, datos editoriales, prólogo y colofón. No había nada de eso. El papel, de buena calidad, estaba mecanografiado en tipos desparejos y en algunos párrafos las letras en tinta negra tenían un halo rojizo, probando que fue copiado con una cinta obsoleta, o con una máquina cuyas palancas y engranajes ya estaban fuera de registro.