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Registrándolo a medianoche, los dos de la cooperativa de crédito, -gente culta, uno de ellos era universitario- coincidieron en afirmar que se trataba de una especie de novela que merecía una lectura cuidadosa. Comenzaba con el relato de alguien que quería escribir en verano, pero vivía atormentado por los insectos que, antes de la tormenta, formaban una nube alrededor de su lámpara de lectura y le recordaban escenas de tormentos aplicados sobre pequeños animales en los galpones de una academia rural que capacitaba a asistentes de veterinaria.

Que había algo perverso, dijeron como elogiando el texto, pero la nuera debió tomarlo como una falta de respeto al muerto, y, airada, les reclamó el libro para devolverlo a su lugar, en el dormitorio.

La últimas páginas amarilleaban en degradé, desde abajo hacia arriba y de derecha a izquierda, como si desde el ángulo superior del libro hubieran derramado un café aguachento.

Pero era una huella de la despareja oxidación del papel que en algunos lugares debió estar más expuesto al oxígeno del aire y a la luz y el calor que aceleran sus efectos sobre las fibras de celulosa.

Lo mismo ocurre con los textos sobre el papel, algunos más expuestos que otros a la lectura, oscurecen más, o se aclaran hasta terminar casi borrados de las páginas y de la memoria.

El arte del encuadernador, y, ahora que todo se hace mecánicamente, el arte del encuadernador amateur, debe velar para que cada pliego del papel de la edición quede expuesto a niveles idénticos de radiación térmica y luminosa.

Se trata de un ideal tan inalcanzable como el de la escritura, que a veces se empeña por obtener un máximo de exposición y otras busca preservarse de los agentes naturales del desgaste. Son los extremos que se corresponden con fuerzas antagónicas que, desde cada punta, tironean del hilo literario.

– Toiiinnnnng…!

La cuerda se tensa y vibra todo a lo largo, pero sólo hay un punto, extremo del movimiento ondulatorio, que determina la tonalidad del sentido deseado. Es imposible anticipar dónde estará emplazado y lo más probable es que quien escribe nunca acierte a ubicarlo.

Lo más frecuente es que el autor se desplace a tientas, cegado por una luz que quizá sólo sea visible para él. Un velador distante: una presencia humana al fin. Y ahí va él a libar o a quemarse.

Tendría que haber una armonía entre los extremos. La nota justa en la palabra justa que aparezca justo en el momento imaginado.

Como no hay reglas, el arte del escritor vela por la mejor distribución de esa justicia de las palabras. Idealmente, lograr que cada una de las palabras cargue algún resultado del vibrar unísono del todo: la armonía inconcebible, inaccesible.

La escuela de Chicago, y tras ella todas las doctrinas económicas predominantes, sostiene que en un mundo globalizado no es posible reeditar experiencias como la del primer gobierno de Perón, en cuyo transcurso casi la mitad de los recursos económicos se destinaba al bienestar de quienes no producían.

Pero todo es posible. Especialmente si no se descarta que, tras años de habituación, los profesores hayan terminado por resignarse al automatismo de usar la palabra "posible" como sinónimo de "deseable", o en reemplazo de lo que sienten como "debido".

Nadie, ni el menos cuestionable premio Nobel de Economía, puede librarse de los automatismos del lenguaje. Su accionar es condición necesaria para la existencia misma del lenguaje, sin el cual, no está demás decirlo, no existirían en este mundo la economía, la justicia ni los profesores de Chicago y de Harvard.

No existirían en este mundo: no está demás decir que decir "no está demás decir" equivale a afirmar lo contrario. Está demás decir que lo que no existe no existiría: son típicas frases de velorio.

Un obituario diría que el muerto consagró su vida a la bondad, a la familia y a las letras. La prensa exagera: "consagrar" promete mucho más que lo que una vida vivida en las condiciones de su tiempo podría satisfacer.

Los periodistas exageran y actúan como sabiendo que si no exagerasen perderían su empleo. En general se exagera exageradamente: también en esto las proporciones justas y la armonía resultante son ideales inalcanzables.

Para compensar tanto extremo, ha aparecido una promoción de periodistas que exageran mesura, y escriben como si estuviesen convencidos de su incertidumbre. Tal vez esto no sea simplemente una moda, y, si lo fuese, se trataría de un nuevo género, pronto se conocerán sus reglas y alguien las compilará para su empleo en las escuelas de medios y periodismo.

Pero el muerto no había consagrado su vida a las letras. Distribuía su tiempo administrando un par de chacras de parientes, yendo a los bares que convocan gente de periodismo y arte, comprando y vendiendo prendas de automotores e hipotecas en la cooperativa y las escribanías de los alrededores y saliendo con amigos. A veces iba al cine o al teatro. Una vez por año visitaba la Feria del Libro.

Algunas noches, desde la ventana de su cuarto salía el ta-ta-tá del teclado de una Olivetti, pero cualquiera que lo oyese pensaría que estaba redactando un apremio, o llenando un formulario de contratos de venta o de alquiler.

Tarde, recién de madrugada, cuando las nueras y los hombres de la cooperativa de crédito se habían retirado del velorio, se reveló algo más sobre su libro.

Tarde, cerca de la una había aparecido el muchacho que tuvo a su cargo la encuadernación de la obrita. Se disculpó: llegaba tarde porque se había enterado demasiado tarde de la noticia de la muerte del hombre. Era la última hora de la tarde y no pudo encontrar a alguien que lo reemplazara en su trabajo.

Era profesor de manualidades del colegio pero trabajaba hasta media noche como supervisor de una estación de servicio. Le habían encargado la encuadernación hacía dos años. La tarea le llevó mucho más de lo previsto al presupuestar.

No se le habría ocurrido hojear el libro si no hubiera sido por un par de visitas que el finado hizo al galpón donde tenía instalado su taller. De sus charlas le había quedado la impresión de que el libro mencionaba a personas conocidas, por eso se puso a leerlo salteando algunas partes que, -dijo- debían haber sido escritas para gente de un nivel cultural más alto. Él no tenía la costumbre de leer.

Pero el libro no daba nombres y algunas cosas que decía de gente o de casas no permitían formarse una idea respecto de a quiénes o a qué barrios se refería. Al parecer, todo lo que contaba había ocurrido en la Capital, en Buenos Aires, y de algo estaba seguro: en lo que leyó, y en las partes que vio mientras guillotinaba y cosía los pliegos del libro, salvo algunos presidentes de la Argentina y militares del tiempo de las escarapelas, no aparecía el nombre de ninguna persona.

No sería mala idea hacer libros que relaten historias eludiendo el nombre de unos personajes que el lector tarde o temprano olvidará. De lograrlo se avanzaría sobre el público, predisponiéndolo para la inminente desaparición de los autores. Se contará eso más adelante.