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Es como cuando alguien sumerge una pala de red de malla unos centímetros bajo la superficie del agua, levanta una magra cosecha de hojas, basuras y algún insecto muerto, alza la caña hasta que apunta al cielo y, haciéndola girar, lanza todo al vacío que no es un vacío sino un espacio de aire sometido a las ráfagas del viento urbano que se entuba entre casas y moles de cemento, impidiendo anticipar la trayectoria de algo inerte que flota o cae, o de lo que revive y se empeña en volar entre los remolinos de aire.

Como velámenes, los muros y las casas hacen su trabajo de resistencia derivando cualquier corriente hacia un destino que nadie tuvo previsto al construirlas ni al proyectarlas.

Así el relato. Esto es el relato. Cayeron dos personajes y de ellos quedarán solamente unas imágenes revoloteando: la forma mutante de una nube, una amalgama de pétalos azules, pequeñas formas como granulaciones de la piel en los puntos donde un vello invisible se erige estimulado por una corriente de agua fría y el fantasma de una mucosa húmeda y tibia dentro de la boca que modula una voz de mujer.

Debió quedar también la figuración de algo que alguien, en el fondo del vientre, pudo percibir como una urgencia que impulsa a uno y a otro a urgirse mutuamente.

Todos se urgían, así en la terraza como en todas las ciudades del mundo. Uno podría suponer que la concurrencia de aquel encuentro, igual que toda la humanidad, representa un conjunto casi infinito de átomos de urgencia. De ellos, unos pocos -muy pocos-, serían afortunadamente complementarios: el mozo urgido por atender al comensal que, con una seña, acaba de reclamar otra botella de agua mineral, la señora que agradece con su sonrisa al mariachi sonriente que le ha dedicado una canción, y poco más. Son casos tan infrecuentes que una mejor versión de la escena debería pasarlos por alto.

Del resto, casi no se puede entrar en detalle. En un instante, para medio centenar de personas que comen, beben y se bañan en la piscina sin preocuparse por la amenaza de tormenta, podrían suponerse millares de ínfimas urgencias chocando entre sí, como pequeñas partículas de incertidumbre que nunca llegarán a complementarse ni terminarán de satisfacerse.

El grueso de estas urgencias se dirige a personas. Se busca algo de alguien: obtener algo, aunque solo sea la confirmación de que se hizo todo lo posible y de la mejor manera posible para conseguirlo.

Una pequeña parte de las urgencias se dirige a las cosas. La arquitectura del lugar y la organización del evento están dispuestas para satisfacer la sed, el hambre y el deseo de zambullirse para refrescarse en la tarde agobiante. Junto a estas mínimas condiciones, también se han dispuesto musicalizaciones, un cronograma de servicios de show y de mesa y una eficiente división de funciones del personal, que garantiza al público que habitar un espacio apto para que todo el azar de las urgencias humanas se manifieste sólo en la mente de cada uno.

Así es el mundo. Las virtudes de la urgencia sexual proceden de la facilidad con que puede asimilársela a los procesos naturales y de la felicidad que a veces produce el sentimiento de ser, uno mismo, el escenario de la intervención de las fuerzas del cosmos.

Ahí salen dos. Van presa de una urgencia a la que les bastaría imaginar como un anuncio de fuerzas cósmicas entre sus cuerpos, o sus personas, para que se convierta en un inicio de felicidad. Después, se sabe, la felicidad recorrerá su ciclo desde la plenitud hasta el peor de los vacíos, pero el arte de vivir que inculca el mundo habilita para que cada fase se asuma como si representase lo único que puede suceder en la vida.

Este ya tenía el cheque. Los maldecía: podrían haberle pagado en efectivo esos seiscientos miserables dólares. El contrato pactaba que debía animar y coordinar el espectáculo entre las doce del mediodía y las seis de la tarde, pero pronto llovería, su trabajo se decretaría terminado, el lunes cobraría el cheque y en el curso de la semana habría olvidado todo.

Que lo eligieron por su perfil cultural, le habían dicho los del apart. Todo porque tenía ese programa de cable. Con el tiempo, pensaba, toda la cultura se reduciría a los programas culturales de cable, y lo que no aparezca en esos espacios podrá existir igual que siempre pero no ser algo que suceda en la cultura. Mientras tanto, las cosas siguen funcionando al revés: los productores de cada programa cultural todavía revisan la prensa para detectar lo que está sucediendo, y anda por las instituciones a la caza de novedades para mejorar su perfil. Lo mismo ocurría en los comienzos de la radio y la televisión: revolvían la prensa para determinar qué hacer con su programación y qué anunciar en sus espacios de noticias.

Ahora nadie ignoraba que la prensa vivía pendiente de la televisión y que cada año era mayor el espacio que destinaba a informar lo que va sucediendo en canales y estudios. El animador estaba convencido de que con la cultura sucediese lo mismo que con los noticieros y los programas de entretenimiento, y seguía fiel a su proyecto inicial. Se lo había dicho a su mujer: "ahora flaca, bajo perfil: prender un pucho y sentarse tranquilo a fumarlo por unos años porque el tiempo va a favor de lo que estamos haciendo. Es cuestión de paciencia…"

Ya se habían divorciado, pero ella seguía reconociendo que tuvo razón.

Cinco años atrás, a nadie se le habría ocurrido delegar en una figura cultural la animación del show de lanzamiento de un hotel caro, y este tipo de propuestas venían presentándose cada vez con mayor frecuencia.

Dos años atrás, tampoco él era una figura cultural. Había publicado dos novelas y aparecía firmando una crónica de los primeros años de la guerrilla en Sudamérica. Las novelas fueron muy comentadas en los suplementos culturales pero el público las desairó. Ahora los ejemplares amarilleaban en las mesas de saldos y algún día se daría ánimos para mandar a comprar todo, de modo de librarse de la sensación de que, cuando esporádicamente alguien elegía y compraba un librito suyo por dos pesos, lo hacía para burlarse de él o para documentar alguna intervención desdeñosa en su propio programa.

Algo faltaba en esos libros y él, que lo advertía y hasta lo reconocía entre sus amigos escritores, no terminaba de definir qué era, y, sin embargo, estaba seguro de que cuando escribiese su tercer novela sucedería lo mismo. La crónica guerrillera fue virtualmente un éxito.

Había agotado las dos primeras ediciones y se estaba traduciendo al inglés y al francés, todo gracias a que fue comentada en las secciones de política y actualidad y a pesar de que la mayoría de críticas eran hostiles, se ensañaban con unas pocas inexactitudes y lo calificaban de best seller oportunista.

Alguien difundió que el libro había sido compuesto por un equipo de ignotos estudiantes de periodismo, que, contratados por la editorial, ni llegaron a verle la cara al supuesto autor. Mientras los mariachis interpretaban su último número, el animador recordaba sus temores de aquellos días en los que llegó a creer que desenmascararlo como falso autor equivalía a una acusación de plagio. Estaba equivocado: hasta para sus amigos escritores, que se debatían bajo el terror de las influencias y abominaban de los plagios, el hecho de tener éxito sin sacrificio alguno resultaba una virtud comparable a los mayores logros artísticos. Ahora, entre sus íntimos, exageraba diciendo que se había limitado a diseñar el índice y a inventar el título y, que estaba pensando un nuevo título y un índice para una obra complementaria que trataría sobre las fuerzas armadas o sobre la vida de los civiles indiferentes por los mismos años historiados en su best seller.

Probablemente jamás escribiría ese libro. Pero de algo estaba seguro y se lo había dicho a su mujer en los días del divorcio. Ella le había gritado que era "un trucho, un farsante, un falso escritor…" y, al verla completamente imbecilizada y animalizada por el odio sintió un alivio y le dijo que gracias a Dios era tal como ella decía, puesto que si creyesen que el libro y sus artículos en el diario los había escrito él, los del canal no le habrían dado el espacio ni los privilegios que garantizaban el éxito de su programa.

Pasado un año seguía sintiendo el mismo alivio, solo interrumpido, a veces, cuando sospechaba que ella podía estar acostándose con algún escritor joven, fracasado. No eran celos. Lo sentía como un temor supersticioso a recibir un daño, y no valía la pena negarlo: hacía un tiempo que se sucedían acontecimientos que confirmaban el acierto de su creencia.

Algunos piensan que la envidia irradia un factor mágico que perjudica a las personas que toma por objeto. No era su caso, pero creía en lo que llamaba "las ondas".

En el canal y en el estudio, todos hablaban de buenas y malas ondas, o se oía decir que con tal o cual cosa o persona había o no había onda. Sexualmente su ex mujer no le interesaba: ahora diría que no tenían más onda.

Más aún, preferiría que tuviese lo que ella llamaba una relación plena con un hombre. Alguna vez imaginó que en las semanas siguientes a la separación ella vivía un romance con el arquitecto que estaba refaccionando el piso de sus suegros. Era probable, y tenía muchas evidencias de que el tipo se interesaba en ella. Entre las mujeres de su ámbito tenía fama de ser un amante infatigable, al que una llamaba "el diez puntos", y otra "seis polvos".

Pensar que ella se acostaba con ese tipo, al que suponía dotado de un pene de grandes proporciones, lo dejaba indiferente: era un play boy de clase media que seducía sólo por su narcisismo, y, en compensación, vivía seducido por las mujeres mayores que él, con dinero y con algún tipo de arraigo en el mundo de la cultura o de la prensa.

Su ex mujer administraba un bar que tenía un anexo de librería y una pequeña sala de exposiciones en la planta baja de la fundación Delta.