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Le interesaba cada vez más el tema de la locura, pero no era fácil enfrentar a un vendedor para pedirle libros sobre locura: cualquiera interpretaría que se interesaba en temas de psicología, o psiquiatría.

Pero no era eso: en tal caso iría un local especializado, o consultaría a un psicólogo. Ya había anotado que su interés no debería definirse como lo que le sucede a un loco, sino por lo que se siente en la etapa del comienzo de la enfermedad.

Temía a la locura, no a perder la razón. Esa tarde lo aliviaba ver que otros escribanos compartían idéntico pesimismo y el mismo diagnóstico sobre la decadencia de la profesión, y el consecuente temor al futuro. Pero, en compensación, tanto la evidencia de la carrera de enriquecimiento y ostentación de su cuñado, como el relato del libraco del violador, volvían a perturbarlo.

Si existía la locura, y si alguna de sus posibles variantes pudiese llegar a afectarlo, sería bajo la misma forma: una amenaza venida desde abajo, desde los animales, desde la servidumbre o de las mismas calles de su barrio invadidas por gente indeseable que en apariencia eran iguales a él y a los de su familia.

Tendría que encontrar una manera de anotar esto para entenderlo mejor alguna vez: pensaba en las absurdas láminas de poliestireno negro que, simbólicamente y por unos pocos días, repudiaban la invasión de su barrio por la canalla del Apart Hotel. Tendría que haber un medio más eficaz que una cortina para garantizar que la locura, igual que esa fealdad venida desde abajo, no llegara a entrometerse en su vida.

¿Sería cierto que el juez, que ya era un cuarentón, contemplaba la posibilidad de abandonar todo y vender todo para empezar una carrera académica sin mayores promesas, en otro país…? ¿O sería otro despliegue de fanfarronería para llamar la atención sobre su patrimonio…?

En cualquier caso su cuñado acertaba: vivir algunos años en una pequeña comunidad americana sería una manera de evitar la amenaza de la locura para quien tuviese los recursos necesarios. Estaba en lo cierto, sea que en verdad lo estuviese planificando, o que se limitara fantasear con la idea, o a jugar con ella para provocar la fantasía de los otros.

Para él, hasta como fantasía, partir era imposible. Algunos colegas, y no era el caso de los dos presentes, habían encontrado hacía años una manera que entonces le pareció repugnante y ahora descubría que era el único camino eficaz. Uno se había asociado con directivos de los bancos, aceptando compartir sus honorarios con ellos o con las firmas que representaban. Otros se habían lanzado a la política, exagerando su entusiasmo por el auge de la democracia. También a ellos les fue bien y no sólo porque alguno llegó a ganar un cargo electivo o cierta figuración de prensa, sino porque todos, moviéndose en ese medio, accedieron a un nuevo tipo de cliente que ahora representaba las mejores operaciones notariales.

Era como la idea persecutoria de haber perdido el último vuelo: en aquel momento, aquellos vieron lo que debían hacer y él sospechó que podían tener razón. Ya nadie acertaba con lo que le convenía hacer, y hacía años que ni siquiera aparecían alternativas repugnantes como esas, que, ahora sí, estaría dispuesto a contemplar con seriedad, si el tiempo pudiera volver hacia atrás.

Pero, al revés, el tiempo sólo puede avanzar y urgir. Esa es la clave de personajes que se retuercen pegoteados sobre la lengua artificial del relato. Como en el invernáculo, el mismo cristal que permite que una forma de vida prospere fuera del clima requerido por su especie, fija los límites de su supervivencia: si el gusano quiere salir, o la planta crecer más allá de su techo, cada uno a su manera tropezar, como ante un obstáculo, con la misma condición que hizo posible que creciera o que intentara algo.

Es la contradicción de la locura, que aparece en los locos, pero también en los que temen a la locura y en los que tratan de explicarla, narrarla o mantenerla bajo control.

Siempre hay un error, y creyendo temer a la locura este escribano responde a la amenaza social de desclasamiento con un miedo que su especie, su clase y su familia no han previsto en sus programas de desempeño. Y sin embargo es la única forma de locura dispuesta para él: una circunstancia que, no por trivial, está libre del desenlace trágico que aguarda a todos los humanos.

El programa de los relatos es más simple. Aunque en la vida haya relatos y a veces predominen sobre todo lo que se ve o se oye, y aunque, por su parte, los relatos suelan ser pródigos en referencias a la vida, ésta siempre dispone de un exceso procedente del tiempo irreversible en el que está condenada a suceder. Es como si el tiempo fuese un viento generado por las mismas cosas que va arrastrando y repentinamente empiezan a caer sobre quienes no las esperaban.