Continúan sonando las voces en el contestador pero ya no les hago caso, por mí como si se declara el diluvio universal, muera Sansón con todos los filisteos, empiezo a sacar la ropa de la maleta y huelo en una camisa tu perfume, te la ponías algunas veces al levantarte de la cama, sin abrocharte más que uno o dos botones, te descubría por abajo el vértice del pubis y cuando te inclinabas para recoger algo se te abría sobre los pechos, otra palabra despreciable, sobre las tetas blancas y grávidas como esos racimos de los que habla el Cantar de los Cantares, tu estatura es semejante a la palma, y tus tetas a los racimos, parece mentira que eso me haya ocurrido a mí, yo recostado en la almohada y tú leyéndome la Biblia protestante que don Mercurio le dejó en herencia a Ramiro Retratista y Ramiro a tu padre y él a ti, a nosotros dos, sin saberlo, tú desnuda y recta delante de mí y yo celebrándote con las hermosas e impúdicas palabras españolas que nos legó un fraile hereje del siglo XVI y que sin duda escucharía la mujer emparedada en la Casa de las Torres, cuán hermosos son tus pies en los calzados, oh hija de príncipe, los cercos de tus muslos son como ajorcas, tu ombligo como una taza redonda que no le falta bebida, tu vientre montón de trigo cercado de lirios, tus dos tetas como dos cabritos mellizos de gamo, y ahora este destierro, esta vuelta sin misericordia a lo peor de mi vida, a las palabras neutras y a los días estériles, hace diez horas que no te veo y ya me resulta físicamente imposible tolerar tu ausencia, las muchas aguas no podrán apagar el amor ni los ríos lo cubrirán, eso me leíste, pero tengo miedo, estás al otro lado de las muchas aguas del Atlántico y de las seis horas con que nos separan los relojes, busco tu olor en mi ropa y en mi piel y ya casi no lo percibo, voy a llamarte, voy a marcar tu número de teléfono y un cable sumergido bajo el mar o tal vez un satélite en órbita sobre la Tierra me concederán el privilegio instantáneo de oír tu voz, si estás dormida te despertaré, y si te ha desvelado la extrañeza de acostarte sola te hablaré al oído como cuando me pedías que no me callara. Me siento al lado del teléfono, todavía no se ha detenido la cinta del contestador y ahora suena una voz española, muy familiar, con acento de Mágina, tardo unos segundos en reconocer la voz de mi madre, dubitativa, temerosa, porque los teléfonos y los contestadores la asustan, he perdido las primeras palabras del mensaje, paro la cinta y la hago retroceder, el corazón me late más aprisa, vuelvo al principio, hay un silencio y luego una señal, empieza a hablarme en un tono muy raro, como desde muy lejos, dice mi nombre, se interrumpe, respira, en torno a mí todo se queda suspendido mientras oigo el roce de la cinta y el ruido leve del motor, conozco en seguida esta forma del miedo, la más antigua y la más pura, me dice, no sé cuándo, cuántos días atrás, que mi abuela Leonor se puso muy mala ayer, que la llevaron al Clínico, que acaba de morir y la entierran esta tarde, me han buscado y no saben dónde estoy.

Sólo ahora te entiendo , hasta ahora la muerte no había entrado en mi vida, no se había cebado en nadie a quien yo quisiera, era una cosa habitual y abstracta que ocurría siempre muy lejos de mí, en los márgenes más imprecisos de la realidad, incluso cuando estuve a punto de matarme aquella noche de noviembre en la carretera, me quedé frío, sin sentir nada, y cuando me acordaba más tarde tenía una sensación de inconsistencia, o de aislamiento, no este horror de haber perdido irremediablemente algo y de saberlo mucho después, de establecer maniáticamente el día y la hora y querer acordarme de lo que yo hacía y pensaba en ese instante en que ella se volvía hacia la pared, encogía las piernas bajo la colcha blanca de la Seguridad Social y se abrazaba a la almohada como disponiéndose a dormir. Mi madre estaba a su lado y tardó un poco en darse cuenta, me ha dicho que notó una breve sacudida, como un escalofrío, como el sobresalto de la entrada en el sueño, nada más, ni un espasmo, ni siquiera un gemido, tenía el corazón muy débil, dijeron los médicos, gastado después de ochenta y siete años de latir, y al final ya se movía muy despacio, rozando las paredes con sigilo de ciega, humillada en su dignidad tan lúcida por el asedio miserable de la vejez, le dio un mareo cuando se levantó de la mesa después de comer y el médico que fue a verla ordenó que la llevaran inmediatamente al hospital, pero no estaba asustada o no lo parecía, bajó por última vez las escaleras tomada del brazo de mi madre y lo miraba todo como despidiéndose, vestida con la misma ropa de luto que se ponía para asistir a los funerales y a las bodas, lenta y desvalida, pero no decrépita, con un resto de su antigua hermosura en la perfección inalterada de los pómulos y la barbilla y en la calidad de la piel, tan blanca y lisa todavía en los brazos, con un lustre amarillento de marfil gastado en las manos sensitivas y fuertes que me acariciaron largamente la cara la última vez que la vi, cuando me despedía de ella y pensaba sin verdadera convicción en la posibilidad de no verla nunca más: por qué te vas tan pronto, si hace nada que viniste, ya no quieres cuentas con nosotros, seguro que no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera Pulgarcitos, le gustaba que me sentara a su lado en el sofá y me cogía las manos como para calentármelas, mira que eres callado, me decía, en eso sí que no le has salido a tu abuelo, y ahora fíjate, con lo que hablaba, y lo único que hace es dormir, y encima se lamenta de que no pega ojo. Lo pellizcaba bajo las faldillas, pero Manuel, despiértate, es que no piensas ni despedirte de tu nieto, se empeñó en levantarse y en salir a la puerta y al marcharme en un taxi la vi parada en el rincón de la plaza de San Lorenzo, con su pelo blanco y un poco despeinado, una rebeca negra sobre los hombros, las manos juntas en el regazo y las piernas lentas e hinchadas, sonriéndome aunque casi no me veía, tenía un ojo nublado por una catarata y no quería operarse porque le daba miedo que la dejaran ciega del todo, qué lastima, decía, para qué nos dejará Dios llegar vivos a esta edad, el taxi dobló la esquina de la Casa de las Torres y por la ventanilla trasera los vi agrupados ante la puerta como si posaran para una fotografía cruel, ella y mi abuelo Manuel apoyándose el uno en el otro y mis padres también envejecidos, varados los cuatro en el rincón de la plaza, en la otra orilla de un tiempo clausurado muchos años atrás del que yo estaba desertando de nuevo.

En el hospital preguntó varias veces por mí y mi madre le dijo que me habían avisado y que llegaría muy pronto a Mágina, pero ella no se lo creyó, nadie fue nunca lo bastante mentiroso o sagaz para engañarla, jamás dio crédito a ninguna de las palabras retumbantes que tanto le gustaban a mi abuelo Manuel ni hizo el menor caso de las fábulas chismosas que se contaban las vecinas en los lavaderos públicos o en las colas de la fuente. Se acordaba todos los días de la bondad silenciosa de su padre, de un hijo que se le murió con diez meses de unas fiebres, de la noche de lluvia en que corrió entre los camiones llenos de presos y con los faros encendidos que se alineaban trepidando junto a los muros de una cárcel buscando a mi abuelo Manuel, y de otra noche, la primera de la guerra, estaban en la plaza del General Orduña viendo pasar los camiones con soldados que se dirigían al ayuntamiento y mi madre, que tenía seis años, se desprendió de su mano y se le perdió entre la multitud. Usaba su inteligencia y su ironía como armas secretas para defenderse de la sinrazón y el embuste y le bastaba siempre mirarme a los ojos para saber si yo le decía la verdad y para adivinarme el pensamiento: aun ahora, cada vez que digo una mentira me parece que oigo su voz avisándome de que se pilla a un embustero antes que a un cojo. Reservaba íntegras su indignación y su credulidad sentimental para las novelas de la radio y más tarde para los culebrones sudamericanos de la televisión, los malvados la sacaban de quicio, sobre todo los malvados con bigote, o los que tenían un lunar o se aplastaban el pelo hacia atrás con fijador, míralo, decía, que parece que le ha lamido el pelo una vaca, se revolvía nerviosa en el sofá, porque escuchaba las voces pero casi no distinguía las imágenes, se enfurecía, los llamaba canallas y traidores, y mi madre apenas lograba tranquilizarla diciéndole que todo era mentira, que la pobre chica inocente no estaba embarazada de verdad o que el cajero injustamente acusado de desfalco no iría a la cárcel y que la sangre de los asesinados era falsa, pero no había modo de que se convenciera, y ella, que nunca se fió de las evidencias de la realidad, no podía entender que lo que aparecía en la televisión fuese mentira unas veces y otras no. Inventaba comparaciones que eran retratos fulgurantes, ése tiene ojos de flor de haba, decía, o cara de mulo blanco o de Juan veintitrés, la boca descolgada como una puerta vieja, o tan grande como el desgarrón de una manta, y cuando me enfadaba me reprendía burlándose de mí, no pongas esa cara, que se te puede atar el hocico con una soga. Miro ahora sus fotos, las que se extraviaron en mi casa cuando yo era niño y he recobrado por mediación tuya y del azar en el baúl de Ramiro Retratista, he llamado a la agencia, he solicitado un permiso de quince días alegando una enfermedad imaginaria y no me ha importado el riesgo de perder el trabajo, siento con una tranquilidad desconocida que no puedo perder nada, que no tengo ni necesito nada, me acuerdo serenamente de ti en el avión donde vuelo hacia España y dejo a un lado tu foto de Central Park para mirar las caras que tuvo mi abuela Leonor en dos instantes que resumen su vida, el día que se casó, severa y joven, menos alta que mi abuelo Manuel pero desafiadora en su belleza, con el pelo corto, las facciones anchas y una diadema sobre la frente, en una fotografía que aún lleva la rúbrica de don Otto Zenner, y luego a los cuarenta y tantos años, ya vestida para siempre de luto y con el pelo recogido en un moño, rodeada de sus hijos, con las cabezas rapadas, rodillas torcidas y huesudas y pantalones cortos, de pie en la puerta de la casa de San Lorenzo, al lado de su padre, mi bisabuelo Pedro, que está sentado en el escalón y tal vez sabe que van a hacerle una foto y simula que se deja engañar.

Cruzo Madrid sin verlo, es una tarde soleada y fría de finales de enero y yo me dejo llevar del aeropuerto a la estación tan livianamente como si no pesara, como si no existiera este momento, oigo en la radio noticias sobre la guerra y me deshago de los periódicos apenas hojeados con la sensación de que nada de esto va conmigo, ni la ciudad que se despliega ante mí ni los avisos ni los motores de los trenes, ni las hirientes voces españolas que hablan a mi alrededor mientras espero mi turno para comprar un billete, qué acento, pienso siempre que vuelvo, qué dureza campechana y brutal, mis pies no arraigan en ninguna parte, no siento debajo de sus plantas la solidez del mundo, todo es fugaz y retrocede al otro lado de una ventanilla, con una rapidez de mareo ilusorio, como se deslizan los puntos de destino y los horarios de los trenes a lo largo de los indicadores electrónicos, miro el reloj, calculo que todavía tengo tiempo, compro cigarrillos, bebo un café y como un sandwich junto a la barra de la cafetería, pago inmediatamente, por supuesto, no vaya a ser que tenga que salir corriendo, sólo fumo hasta la mitad los cigarrillos, no termino el café y me dejo el sandwich casi entero, actos inacabados, decisiones que no llego a cumplir, veo un teléfono público que funciona con tarjetas de crédito y se me ocurre llamarte, ahora son en Nueva York las once de la mañana, tu vida transcurre ya en una dirección del todo ajena a la mía: anoche -o lo que es anoche para ti- fuiste a buscar a tu hijo, y mientras yo volaba hace dos horas de Bruselas a Madrid lo llevarías de la mano a la parada del autobús escolar, y ahora has vuelto a casa para terminar a toda prisa una traducción que debiste haber entregado hace días, te has sentado a la máquina, te has sujetado el pelo hacia lo alto con una cinta elástica para que no se te caiga sobre la cara mientras escribes con esa terminante rapidez que ocultas tan cuidadosamente detrás de tu aire de pereza, es imposible que te acuerdes de mí, y aunque te acuerdes el ahora mismo nos separa en dos reinos herméticos porque no sabes dónde estoy, no puedo soportarlo, me decido a llamarte aunque sólo sea para escuchar tu voz en el contestador automático y suena el aviso de la partida de mi tren, no queda tiempo, cuando estaba contigo los minutos y las horas se dilataban en una dócil lentitud no enturbiada por la angustia, y ahora huyen, se me deshacen, me arrastran como sobre una balsa a punto de romperse, subo al Talgo y me echo de costado en el asiento, mirando hacia el cristal, viendo mi cara reflejada cuando pasamos un túnel, aletargado por los golpes suaves y metódicos de las ruedas sobre los raíles, me acuerdo con una nitidez absoluta de la voz y de las facciones de mi abuela Leonor, como si me auscultara busco dentro de mí el sufrimiento por su muerte y no llego plenamente a sentirlo, tal vez porque desde hace años y sin darme cuenta no pensaba en ella como en una persona real, era una sombra de mi infancia, una figura invariable que yo encontraba siempre en el mismo lugar, con una bata negra y las manos cruzadas sobre las faldillas del brasero, adormilada o mirando la televisión, detenida en una eterna vejez, como si hubiera sido siempre así y vivido en su esquina del sofá igual que la estatua del general Orduña en el centro de la plaza del Reloj y nunca hubiera tenido juventud ni sentimientos ni deseos parecidos a los míos.