No me acostumbro , no sé medir la distancia que me separa de ti ni calcular el tiempo que me falta para volver a verte ni el que he pasado contigo, cien años o diez días, cuántas horas exactas, cuántas palabras hemos dicho, cuántas veces me he derramado en tu vientre o en tu boca o sobre tus pechos y te he oído gemir con los ojos abiertos como si agonizaras. No quiero olvidar nada, no quiero confundir unos días con otros ni resumir en un solo abrazo la singularidad de cada uno de los que nos hemos dado, porque olvidar y resumir es perder y yo me exijo ahora mismo la posesión imposible de todas las palabras y todas las caricias y de las variaciones que el dolor o la melancolía o la risa o los cambios de la luz imprimen a tu cara, de cada manera tuya de sonreír y mirar y de todas las modulaciones de tu voz. Quiero seguir viéndolo todo, con todos sus detalles precisos, la fachada de tu casa, los espejos del vestíbulo, el brillo metálico del ascensor, la hornilla de la cocina y los cubiertos guardados en los cajones y los platos y los vasos que hay en el armario sobre el fregadero, quiero acordarme para siempre de la disposición de los muebles y de cada uno de los objetos que hay en las estanterías de mimbre del cuarto de baño, tus frascos de colonia, tus paquetes de kleenex y de compresas, tu bata de seda con dibujos de flores colgada en una percha, las barras de labios y los estuches de polvos faciales que guardas en el bolso cuando vas a salir, el pequeño pincel que usas para ponerte el rímel y el lápiz con el que subrayas la línea de los párpados, quiero que no se me olviden la ropa ni los zapatos que has llevado cada uno de estos días, el vestido rojo y ceñido y los zapatos rojos que te pusiste una noche como si ya fuera abril y pudiéramos ir a cenar a una terraza al aire libre, la gabardina verde oscuro de nuestro primer encuentro, el traje masculino y la corbata ancha y floja que te dan ese aire tan mentiroso y convincente de eficacia norteamericana, el ligero descuido que hay en todos tus actos, la negligencia falsa con que ordenas la cocina o los discos, la manera en que te instalas en el tiempo sin mirar los relojes, como si les correspondiera a ellos acompasarse a tu ritmo o estuvieras dispuesta a dedicar toda tu vida a cualquier cosa que haces, a la conversación o al amor o al acto minucioso de pintarte los labios, o a escribir esos artículos y traducciones que no me dejas ver y de los que sólo parece importarte el dinero que te pagan por ellos, aunque no me lo creo, me he acostumbrado a fijarme en ti con más atención que en cualquiera de las mujeres a las que he conocido y querido y descubro que tienes la peculiar aptitud de ser lo que no pareces y de parecer lo que no eres, o de sufrir en dos minutos una transfiguración inexplicable, lo supe la primera noche, en Madrid, cuando empezamos a besarnos y tu cara cambió, hasta ese momento parecías tan joven como si el dolor no te hubiera alcanzado nunca y te convertiste en una mujer vulnerada y solitaria que se entregaba sin defensa a un desconocido, pareces desvergonzada y escondes una reserva inaccesible de pudor, usas un aire de fragilidad para ocultar instintivamente tu coraje y pareces más fuerte cuando tal vez eres más débil y prefieres sonreír y encogerte de hombros si estás desesperada, no miras nunca el reloj y no llegas tarde a ninguna parte. Pero no finges, estoy seguro, eres todas las cosas y todas las mujeres que pareces, Allison y Nadia, te he conocido desde siempre y no sé nada de ti, he estado contigo una sola noche sin porvenir ni pasado y una vida entera, rabio de celos porque te has acostado con otros hombres y le has hecho a alguno de ellos las mismas cosas que me haces a mí y veo en tus ojos el deslumbramiento y la sorpresa de la primera vez, toda la sabiduría y también toda la inocencia, la certidumbre y el miedo, la cautela y la temeridad.

En el aeropuerto me abrazabas al despedirte de mí como si no fuéramos a vernos nunca más y me sonreías luego tan serenamente como si hubiéramos quedado para unas horas después. Me da miedo la imperceptible erosión del olvido pero no sé no acordarme de ti, no percibir el olor de tu cuerpo en el aire ni el tacto de tu piel cuando toco la mía, se me ha vuelto más tensa y más suave, mucho más sensitiva, como si tú me tocaras a través de mis manos: no soy tuyo, como dicen los amantes, es que algunas veces me sorprende ser exactamente tú, al usar una expresión o una palabra que he aprendido de ti, al ver las cosas como tú las verías o acordarme de algo que tú me has contado y creer por un instante que es a mí a quien le pertenece ese recuerdo. Sin darme cuenta enciendo un cigarrillo como tú lo harías o le pido a la azafata del avión la marca de cerveza americana que tú prefieres, de modo que hay una conmemoración involuntaria en casi todos mis gestos, en las noticias que leo en el periódico, en las canciones de la radio, en la manera en que miro a la gente que pasa a mi lado, hasta me fijo en los niños, en los que no había reparado nunca, me pregunto si serán mayores o menores que el tuyo, qué pensarán cuando caminan tan serios de la mano de sus madres, cuando se quedan mirándome con los ojos muy abiertos como si me temieran o me desafiaran, y eso me hace acordarme de mí mismo a esa edad y también de ti y de las cosas que me has contado de tu padre, me parece que oigo a mi abuelo Manuel o al teniente Chamorro hablando del comandante Galaz y se me confunden los hilos de la imaginación y la memoria, no es posible que ese apellido heredado de las mitologías de mi infancia sea al mismo tiempo el tuyo, que esa mujer de la foto que me diste cuando ya me marchaba sea su hija y se haya enamorado de mí y esté ahora mismo recordándome igual que yo la recuerdo a ella en los corredores fantasmales y en las salas de espera vacías del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, después de haberle hecho un gesto último de adiós cuando he pasado el control de pasaportes y he sido interrogado y cacheado por un ingente funcionario con gafas de sol y chaqueta azul marino abultada bajo el hombro por la pistolera y examinado de arriba abajo por un guardia de uniforme negro, gorra negra de béisbol, metralleta montada y botas de montaña al que sin duda no acaba de agradar el color de mi pelo ni el de mis ojos, ya he cruzado la frontera, ya he salido del refugio donde la guerra no existía, ingreso en el pasillo estrecho y con el suelo de goma que me conduce hasta la puerta del avión y voy adentrándome en la geografía ilimitada de tu ausencia, miro a mi alrededor y por primera vez en muchos días no encuentro tu cara, no me acostumbro a la forma ni al tamaño inhóspito del mundo ni me reconozco ya en mis destrezas de viajero habitual y solitario, me paso los dedos por los labios para notar el olor todavía reciente de tus manos, busco entre las páginas de un libro las fotos que he traído conmigo y las miro despacio mientras tiemblan los motores y el avión casi vacío va ganando velocidad sobre la pista y emprende el despegue, en la tarde soleada y transparente de invierno va quedándose abajo y muy atrás la extensión inclinada de las pequeñas casas con jardines de Queens, veo a lo lejos el perfil de Manhattan en un brumoso contraluz de azules y reflejos metálicos sobre las aguas inmóviles de la bahía y pienso que ahora mismo tú vuelves a la ciudad y te acuerdas de mí y sigues existiendo en algún punto preciso en medio de esas multitudes que pululan por los vestíbulos de los rascacielos y las estaciones y de las riadas de coches que cruzan bajo las armazones metálicas de los puentes y entran en los túneles y corren hacia el sur por la autopista de la orilla del East River, tal vez estás viendo tu cara en el espejo del taxi tan nítidamente como yo la veo en una foto, o imaginas la mía, o te acuerdas de tu hijo, impaciente por encontrarte con él, te mueves a toda velocidad a cinco mil metros por debajo de mí y a no sé cuántos kilómetros de una distancia que sigue creciendo devoradoramente a cada minuto, sin que yo perciba la menor sensación de movimiento, recostado en la butaca angosta del avión, fumando con alivio el primer cigarrillo, mirándote sonreír en un banco de Central Park, ante un paisaje de árboles recién verdecidos tras los que se distinguen apenas, contra un cielo blanco y neblinoso, las siluetas azuladas de los edificios. La claridad del sol te vuelve rojo el pelo, que es castaño y casi negro en la penumbra, y la sonrisa se mantiene indomable y descarada sobre los ángulos firmes del mentón, pero guardo la foto, no quiero que se me gaste de mirarla, igual que se gasta el influjo de una canción si uno la escucha demasiadas veces, me da celos preguntarme quién te la hizo, a quién le sonreías esa mañana en Central Park, dónde estaba yo justo en ese momento, el año pasado, en abril, cualquiera sabe, no me acuerdo de nada, y tampoco me importa, dónde estás tú ahora mismo, cuando el avión casi vacío e inmenso vuela sobre la oscuridad del Atlántico y yo repaso fotografías en blanco y negro de mi infancia y de la juventud de mis padres y trato de recordar lo que hacíamos anoche a estas horas, la última noche, la congoja invencible de la despedida y el tiempo remansado hasta entonces que se volcaba sin remedio hacia la pendiente del adiós, los minutos largos de silencio, la irrealidad súbita de todo y la enconada vehemencia de estar haciendo las cosas por última vez, imposible resignarse a dormir y malbaratar en el sueño las últimas horas, la obstinación en el deseo, no sostenido ya por el instinto sino por la pura contumacia de la voluntad, la ficción de preparar el desayuno igual que todas las mañanas y de comentar los belicosos titulares del periódico como si nada sucediera, como si nada estuviera a punto de ocurrirnos. De nuevo estaba nervioso, en poco más de una semana se me ha olvidado mi habilidad para marcharme y mi vocación inexistente de nómada, se me ponía un nudo en la garganta al descolgar mi ropa de tu armario, me castigaban otra vez todos mis temores de viajero neurótico, todo perdido, como de costumbre, el pasaporte, las tarjetas de crédito, el billete de avión, es como perseguir a pequeños animales que se esconden debajo de los muebles y que vuelven a escaparse cuando uno ya los creía seguros en la jaula, el dinero en efectivo, los cheques de viaje, y tú mirándome tranquila y seria mientras bebías un café y repasabas el periódico, o apareciendo sonriente con mi pasaporte en la mano cuando ya lo daba yo por perdido.

Me serena tu calma, me alivia de la prisa y de la desesperación, como si establecieras alrededor de tu presencia un espacio cálido de ironía y quietud que a mí también me circunda y en el que permanezco aunque esté ahora tan lejos de ti, adormilado en la cabina a oscuras del avión, tendido sobre una fila de asientos y cobijado en una manta, viendo pasar ante mis ojos como sombras proyectadas en una pared todas las caras que hemos visto en el archivo de Ramiro Retratista, vislumbrando lugares de Mágina que ya no sé ni dónde están, habitaciones de techos altos con vigas en las que he dormido de niño, alacenas y bodegas donde huele a aceite y a humedad, callejones en los que resuenan de noche los pasos de alguien, vuelvo casi a la realidad como un buceador que de un talonazo sube hacia aguas menos oscuras y profundas y emerjo al pasado más próximo, a Nueva York y a tu casa, excitado por recuerdos que se hacen más vívidos al convertirse en ráfagas de sueños, cierro los ojos y estoy sentado en el filo de tu cama y te veo desnuda y arrodillada entre mis piernas y hundo mis dedos en el nacimiento espeso de tu pelo, alzas la cara y me sonríes con los labios mojados antes de inclinarte otra vez, te tiendes de espaldas y separas los muslos y entro en ti muy despacio o en un relámpago que nos traspasa a los dos y nos deja luego sobrecogidos e inmóviles, sin que me diera cuenta una de mis manos imita a las tuyas o es guiada por ti y se introduce con delicada cautela bajo la camisa y el cinturón, me despierto del todo, han encendido las luces, una voz desagradable y nasal anuncia para casi nadie que faltan dos horas de vuelo y que nos van a servir el desayuno, pero qué desayuno, pienso con esa rabia que me entra cuando no me dejan dormir, si hace un rato era medianoche, de pronto la hora de mi reloj ya no sirve y son las seis de la mañana, no sólo no estoy en el mismo continente que tú sino que además me obligan a vivir seis horas más tarde y dan la luz para inducirme a comer igual que a una gallina en una granja modelo. Definitivamente he vuelto, he despertado a un absurdo amanecer hostil de claridades fluorescentes y malas caras de sueño, mujeres despeinadas y gordas que van en dirección al lavabo con sus bolsas de aseo y se apoyan medio dormidas todavía en los respaldos de los asientos, hombres sin afeitar que bostezan, igual que yo, degradados por la noche en blanco y el viaje, desconcertados por la luz del alba que surge cuando se levantan las persianas de plástico de las ventanillas, con esa familiaridad huraña de los vuelos nocturnos que se acentúa porque somos muy pocos en un avión tan grande y compartimos la modesta audacia de viajar a Europa en tiempos de guerra. Qué aturdimiento, qué pocas ganas de llegar y de ser atrapado de nuevo por los horarios y las obligaciones, en la evidencia unánime del horror estampado en la tinta reciente de los periódicos y escupido en todos los idiomas por todas las emisoras de radio y todos los noticiarios de la televisión, me duele la cabeza por culpa del tabaco y del valium y tengo un gusto amargo en la boca, me miro en el espejo del lavabo tambaleándome por las sacudidas de la cola del avión y me parece que ya no soy el mismo que ha estado contigo, que vuelvo a ser el que volaba hacia América quince días atrás, pero no me rindo, no quiero, no puedo dejarme llevar por el abatimiento de todos los viajes, me lavo la cara y los dientes y me afeito como si al salir de esta cápsula vibrante de aluminio y de plástico fuera a encontrarme contigo, me revive el olor del jabón en mis manos y el de la colonia en mi cara, me peino para ti, desde ahora he de cuidar el amor con toda la sagacidad de mi inteligencia y toda la energía de mi voluntad, como un fuego sagrado que puede apagarse si no velo junto a él, he de defender el amor y su entusiasmo y su orgullo no contra la distancia y la desmemoria, sino contra mí mismo, contra mi desaliento, contra la debilidad de mi coraje y el veneno de mi desarraigo y de mi dispersión, contra mi formidable estupidez de tantos años y la inercia de tantos amores tan predeciblemente fracasados. Era mentira todo, yo estaba intoxicado, no quiero vivir solo ni ser un apátrida, no quiero cumplir cuarenta años buscando mujeres por los bares últimos de la noche o quedándome dormido frente a la televisión, puede que te pierda o que no vuelva a verte, o que el avión se incendie dentro de quince minutos sobre las pistas del aeropuerto de Bruselas, pero me da igual, Dog, Elohim, Brausen, apiádate de mí, si he de morir quiero morirme vivo y no muerto de antemano, de algo ha de servirme haber cumplido junto a ti treinta y cinco años y llevar en mi conciencia y en mi sangre todo el amor y el sufrimiento y el impulso de vivir que me legaron mis mayores, no estoy solo, ahora lo sé, ni estamos solos tú y yo cuando nos entregamos tan codiciosamente que el mundo exterior queda abolido, no soy una sombra que pueda perderse entre los miles de millones de sombras y caras hacinadas o dispersas que transitan en este mismo momento debajo del océano de niebla blanca donde se ha sumergido el morro del avión, miro tu foto antes de guardarla en la bolsa, compruebo neuróticamente que no me dejo nada y que los indicadores me autorizan a desprenderme del cinturón de seguridad, camino por los pasillos del aeropuerto escuchando en el walkman las canciones que tú has grabado para mí, las que nos gustaban a los dos sin que yo lo supiera, las que yo no habría conocido si no llegas a descubrírmelas tú, no hay viajeros en las salas de espera, sólo extensiones de linoleum vacío, paneles iluminados de anuncios, soldados y policías armados que nos vigilan uno a uno apoyando los codos en las metralletas, parece que la guerra no es nada más que eso, una vigilancia omnipresente y fría y una extraña dilatación del espacio y del tiempo, estudian con mucho cuidado los pasaportes, esperan armados en las esquinas más distantes de los pasillos, apartan a un lado a un grupo de viajeros que parecen árabes, las letras tabletean como fichas de dominó en los paneles de horarios y no hay casi nadie que aguarde la salida o la llegada de un vuelo, como desbaratados por el viento cambian en unos segundos los nombres de las ciudades, Karachi se convierte en Los Ángeles, Madrid en Delhi y Rabat en Moscú, un punto rojo parpadea al lado del anuncio de una salida inmediata hacia Nueva York, me quedo siempre hechizado mirando esos paneles, como si viajara visualmente a todas las ciudades a través de sus nombres, como cuando era niño y movía la aguja del sintonizador de la radio a lo largo de la banda iluminada, Andorra, Bucarest, Belgrado, Atenas, Estambul, las voces extranjeras y las rachas de músicas perdiéndose entre pitidos y estrépitos como los oleajes del mar que se escuchaban en las caracolas, las voces que hablan por teléfono desde los extremos del mundo y dejan mensajes de náufragos en los contestadores, pobre Donald Fernández, Manuel, soy yo, te llamo desde un hotel de Nairobi, Allison, soy el fantasma del hotel Mindanao, estoy en Nueva York, acabo de llegar a mi apartamento de Bruselas, he abierto la puerta después de buscar angustiosamente las llaves en todos mis bolsillos y se me ha caído el alma a los pies, justo al lado de la maleta y de la bolsa, en el vestíbulo ruin donde me recibe como un perro insoportable y leal el olor a polvo, a cocina sucia y a casa cerrada, he recogido del buzón un puñado de cartas de bancos y de folletos de publicidad, he descubierto como un arqueólogo que pasea su linterna por una cripta lamentable el desorden congelado que dejé aquí hace quince días y en el que ahora encuentro señales de la vida de otro, yo mismo, mi antepasado más reciente, el gandul solitario y más bien autista que no se molestó en retirar una lata vacía de cerveza ni en limpiar el cenicero ni el tazón de su último desayuno, que ahora tiene un fondo endurecido de color terroso, mira que eres desastre, pensarías, el suplemento dominical de un periódico tirado junto a la cama deshecha, un vaso largo y opaco con un residuo amarillento de whisky, olor a leche agria y a goma en el frigorífico, un tubo de dentífrico que se quedó abierto y se ha derramado sobre la loza del lavabo, la negligencia un poco turbia de alguien que vive solo y no recibe visitas, el frío húmedo y desapacible de las habitaciones en la mañana prematura, inhóspita, nublada, la primera mañana inhabitable del regreso, dan ganas de cerrar de un portazo y sin llevarse nada y de tirar las llaves en la alcantarilla más próxima, de marcar tu número de Nueva York y despertarte a las dos de la madrugada pidiendo auxilio, me echo rendido y nervioso en el sofá apartando hojas de periódicos del mes pasado y me quedo mirando la llovizna y el cielo bajo y gris, suena el teléfono y me da un salto el estómago maltratado por comidas de avión y cafés de aeropuerto, serás tú quien me llama, pero antes de que mi mano se alargue hasta el auricular se activa el mecanismo del contestador automático, me reclaman para un trabajo urgente, oigo hablar a la directora de la agencia conteniendo la respiración y sin moverme, como si estuviera escondido, parece furiosa, me exige que dé señales de vida o que le comunique la dirección del monasterio a donde me he retirado, me llama encanto, lo cual quiere decir que le apetece estrangularme, qué alivio, ha colgado, me armo de valentía y devuelvo al principio la cinta del contestador, dispuesto a oír un catálogo de mensajes amenazantes y avisos de desastres que se habrán cumplido en mi ausencia, voces en inglés, en francés, en alemán, en español, gente usual hasta hace muy poco que se me ha vuelto desconocida o remota, la directora de la agencia deslizándose desde la simpatía rutinaria a la desconfianza y luego a la ira, una mujer alemana que me invita a una copa y de la que ni siquiera me acuerdo, alguien que me propone la firma de un manifiesto en cinco lenguas en favor de la paz, a estas alturas, me decido enérgicamente a deshacer el equipaje, aunque lo único que hago es poner tu foto delante de los libros, al menos tú permaneces inalterable en ella, sonriendo en Central Park como en un banco del paraíso, con un pantalón vaquero y una camisa roja y escotada, sonriéndome a mí y no a quienquiera que disparase la cámara.