No saben en qué día viven ni lo que ocurre en el mundo, encienden la televisión y la apagan rápidamente, ha empezado una guerra muy lejos y cunde en los noticiarios y hasta en los anuncios una histeria de banderas, un patriotismo de exterminio que ellos pueden ilusoriamente abolir con el mando a distancia, fugitivos o supervivientes de un apocalipsis que no los alcanzará si permanecen en el refugio del apartamento, si procuran olvidar la indignación y la rabia y se ocultan más hondo, desnudos y abrazados, en el interior caliente de las sábanas, tras los cristales y cortinas y las puertas cerradas que los defienden del viento helado y atenúan los ruidos de la calle, conversando para no oír nada más que sus voces y aprender de nuevo lo que habían olvidado, intentando ordenar el archivo prodigioso y anárquico de Ramiro Retratista, las caras en blanco y negro, las fotografías desplegadas como una población de fantasmas, en un desorden caudaloso de cronologías y de vidas, amontonadas en el suelo, ocupando la mesa del comedor, alineadas en las estanterías, contra los lomos de los libros, examinadas a medianoche bajo la luz de una lámpara, inagotables en su multiplicación como los tesoros de los sueños, una sigilosa multitud de figuras de Mágina erguidas solitariamente en poses de estudio o agrupadas junto a una pared deslumbrante de cal, o caminando del brazo por la calle Nueva o entre las casetas de la feria, caras rancias y tímidas, solemnes, tempranamente envejecidas por la pobreza, rígidas, iluminadas por una felicidad indescifrable y arcaica, asustadas por el flash, desafiándolo con la barbilla alta, chaquetas oscuras, alpargatas de cáñamo con cintas blancas atadas a los flacos tobillos, cintas o flores de trapo en melenas rizadas, miradas y sonrisas de una espantosa lejanía, duros zapatos de charol y calcetines altos, caderas anchas y ceñidas por faldas estampadas, tacones con la suela de corcho, bocas pintadas y dientes desiguales en caras muy jóvenes, faldas acampanadas, bustos prominentes y zapatos de aguja, frentes cetrinas bajo el pelo aplastado, pómulos oscuros, asiáticos, endurecidos por la intemperie, trajes de domingo, de viernes santo, de procesión del Corpus, vestidos de comunión y vestidos de novia con los mismos rasos y bordados, pupilas de víctimas que aún no saben que lo son y de vencedores insultantes, curas de gafas redondas y papadas brutales, fascistas paleolíticos, desconocidos que sólo se distinguen por la tensión secreta de su cobardía, niños subidos a un caballo de cartón, o sosteniendo al oído un teléfono falso y sentados delante de una falsa biblioteca, con uniforme azul marino y cuello duro, con el flequillo húmedo y cortado sobre la frente, una grisura de ropas viejas y de puños gastados, una monotonía patética de mangas demasiado cortas, pantalones grandes atados con correas y sonrisas malogradas por el miedo y la desnutrición, una semejanza unánime y establecida no sólo por la distancia del tiempo, sino por la objetiva piedad de quien presenció durante medio siglo todas esas caras y vio formarse sus rasgos en la cubeta del revelado y fue guardando copias de cada una de las fotografías que tomaba, sin sospechar el destino que les estaba reservado, sin saber que era el único testigo y depositario de aquellas vidas que luego no quiso nadie recordar y que surgen ahora como en una clandestina y universal resurrección de los muertos en un piso de la calle Cincuenta y Dos Este de Nueva York, durante ocho o diez días de enero de mil novecientos noventa y uno, ante los ojos conmovidos de una mujer y un hombre que oyen tras las ventanas cerradas el viento del invierno y el rumor como de catarata de la ciudad a la que se asoman muy pocas veces y encuentran en el baúl de Ramiro Retratista lo que nunca han buscado, lo que les perteneció siempre sin que lo supieran o lo desearan, las razones más antiguas de su desarraigo y de su complicidad.

Se les desbarata el orden de los días y la duración de las horas, se les desborda el tiempo en la crecida de un presente que abarca sus propias vidas y las de sus mayores, y las voces que llevaban años sin oír usurpan las suyas y les devuelven palabras y circunstancias olvidadas, anteriores a ellos pero cimentadoras de sus gestos, de su ebriedad de ternura, de conciencia y deseo, voces y canciones, recuerdos súbitos y obstinadas caricias, el gusto de desvelarse conversando y de dormir hasta las once de la mañana, la fatiga gozosa y absoluta que los empuja hacia el sueño, las expediciones en taxi para buscar cigarrillos o una cena tardía o una última copa, mirando tras el cristal una ciudad fugitiva y nocturna, de aceras nevadas y avenidas desiertas, de rascacielos iluminados en medio de la niebla, altos y solos como faros, y fruterías sin nadie reluciendo en las esquinas más oscuras, un Nueva York mucho menos real que la ciudad de la que están siempre hablando, Mágina, inaccesible en un futuro de seis horas más tarde, en un pasado donde los dos son extranjeros pero al que se sienten vinculados como al país de origen de sus padres. Regresan ateridos al apartamento, en el ascensor ya se van despojando de sus ropas de invierno y del frío y la hostilidad de las calles, abre tú, dice Nadia, le entrega la llave como un signo de que le ha entregado sin condiciones su vida, su cuerpo hermoso y castigado, lacerado y enaltecido por años de desgracia y minutos acuciantes de felicidad, al abrazarla la posee a ella en ese mismo momento pero también a todas las mujeres que han sido, las que abrazaron a otros y temblaron igual que ahora mismo y les dijeron palabras que sólo ahora parecen cobrar su verdadero sentido, la muchacha que vivió unos meses en Mágina y la que se quedó sola en Madrid en el invierno de mil novecientos setenta y cuatro y la mujer que notó en su vientre el latido cálido y extraño de un hijo y se abrió desangrada para arrojarlo al mundo, la rubia que se llamó Allison durante una sola noche en un hotel de Madrid y la pelirroja que apareció como casualmente y para siempre en la cafetería del Doral Inn de Nueva York, la que sonríe con una camisa púrpura y un pantalón vaquero en una foto tomada en Central Park, la que se parece en la expresión de los ojos y en la forma de la boca a un militar español fotografiado en Mágina hace cincuenta y cinco años y a un niño americano y rubio que nació en mil novecientos ochenta y cuatro: se abandona a ella hasta perder la conciencia y convertirse en su sombra y su doble y sólo entonces se siente en posesión de sí mismo, se cobija desnudo bajo el edredón de una cama donde meses atrás aún dormía otro hombre y lo apacigua el sentimiento, exótico para él, de encontrarse justo en su sitio, en la médula perezosa y tranquila de su biografía, le habla a Nadia de su vida y le cuenta lo que le han contado sus abuelos y sus padres y en el asombro y en la atención de ella reconoce sus propias ganas de saber, el ansia antigua de escuchar a otros y descubrir en ellos su más oculta identidad.

Abre los ojos, no mira el reloj, intenta calcular la hora según la luz ambigua de la ventana, ve en la pared el grabado del jinete polaco y quiere acordarse con obstinación imposible de una noche de su vida que sólo existe porque ella nunca la olvidó, imagina al comandante Galaz detenido frente al escaparate de un anticuario de Mágina, o acodado en una mesa de madera desnuda, frente a una pared, un correaje y un revólver, o asomado a un paisaje que ya no pertenece del todo a su propia memoria, el anochecer de julio en el valle del Guadalquivir, la Sierra azulada al otro lado del río, deja a Nadia dormida y sale al comedor para abrir de nuevo el baúl de Ramiro Retratista, busca, entre tantas caras de desconocidos, las fotos de sus abuelos y de sus padres, intenta agruparlas según un orden cronológico, y es como subir de niño a las habitaciones prohibidas de la casa en la plaza de San Lorenzo y buscar en los cajones, debajo de la ropa doblada, en el fondo de los armarios, donde estaba el uniforme de la guardia de asalto y la caja de lata llena de billetes con el escudo almenado de la República, como mirar de nuevo las fotos de los bisabuelos con sus caras de difuntos etruscos y los uniformes y los trajes de novia, procurando que no sonaran sus pasos en las baldosas sueltas y que su abuela Leonor no sorprendiera su búsqueda, ajeno a la vida obligatoria del trabajo y de los juegos en la calle, inmune al peligro y fortalecido en la soledad, en una penumbra de habitaciones como salas de museo, con muebles que nunca fueron usados, con vajillas intactas tras los cristales de los aparadores, extraviado y feliz, abriendo armarios y levantando tapas de baúles que despedían el olor denso y tamizado del tiempo en el que aún no había él nacido, encontrando objetos enigmáticos, un almirez de bronce, una sombrilla de seda desgarrada, unos zapatos infantiles que tal vez fueron de su madre, una cartilla de racionamiento, una funda de cuero con forma de pistola, un frasco de colonia vacío. desdoblando cartas escritas por su abuelo Manuel desde el campo de concentración y leyendo titulares sobre la muerte de Hitler o la guerra de Corea en las hojas de periódicos mordidas por la polilla que forraban el interior de los cajones, descubriendo con estupor en las fotografías la juventud de sus abuelos y la infancia de sus padres, viéndose a sí mismo tal como era a los tres o cuatro años, la cara redonda, las piernas muy delgadas, el flequillo recto sobre los ojos, una camiseta a rayas y un sombrero cordobés, sentado en lo alto de un caballo de cartón que parece enorme, con una débil sonrisa que tal vez al cabo de unos segundos se convertiría en llanto, porque le daba miedo el tamaño del caballo y lo creía de verdad: no recuerda, está viendo, se desprende del olvido como de unas escamas que lo hubieran cegado parcialmente desde no sabe cuándo, ve las caras y las luces de Mágina en un anochecer de invierno que sucede simultáneamente en su memoria y en la inalcanzable realidad de la plaza de San Lorenzo y de los miradores, en el pasado y en el presente, en su propia vida y en las vidas de otros que están vinculados a Nadia y a él por lazos invisibles de casualidad o de sangre que ahora cobran la forma desconcertante de su doble destino: mira, éste sería el médico don Mercurio, y el libro que tiene abierto sobre la mesa es esta misma Biblia, mira a mi padre cuadrándose en la escalinata del ayuntamiento la noche del 18 de julio, mira a mi bisabuelo Pedro, el del pelo blanco, el que está sentado en el escalón y acaricia el lomo del perro, Ramiro Retratista tuvo que esconder la cámara detrás de una ventana para hacerles la foto, por eso se ve en un ángulo la sombra de un barrote, mira a mi abuelo Manuel y a mi abuela Leonor, a mi madre, que no debe de tener aquí más de once o doce años, te pareces a ella, dice Nadia, espera, quién es éste tan serio, con esa cara de pena, pues quién va a ser, el inspector Florencio Pérez en su despacho de la comisaría, fíjate en ese objeto que se ve al lado de su mano, es un pisapapeles de la basílica de Montserrat, no había vuelto a acordarme desde aquella noche, cuando me detuvieron y él me salvó, pero esta foto se la hicieron muchos años antes, mira la cara de mi madre el día de su boda, y mi padre, con su chaqueta de smoking alquilada, a él te pareces en los ojos, míralo aquí diez años más joven, en la moto alemana de Ramiro Retratista, el que está a su lado en el sidecar es su primo Rafael, aparta con impaciencia una hojarasca de fotos de desconocidos para seguir buscando las caras de los suyos y mostrárselas a Nadia y contarle sus vidas, dudando a veces al identificarlos, yo creo que éste es el tío Rafael, ésta es la foto que había colgada en el comedor de la casa de su hijo cuando mi padre y yo lo visitamos en Leganés, y el que sonríe junto a Carnicerito de Mágina el día de su alternativa es Lorencito Quesada, míralo qué orgulloso, cómo le pasa la mano por el hombro, mira a mi amigo Félix con sus padres, una mañana de domingo, seguro, delante de la estatua del general Orduña, qué raro sería para él ver esa foto en la que su padre está de pie y es joven y no yace todavía pálido y sin afeitar en una cama de la que ya no volvió a levantarse.