Pero aquí falta alguien, dice Nadia, adivina quién: está echada en el sofá, descalza, con la bata abierta sobre los muslos y el pelo recogido hacia arriba por una ancha cinta elástica, con un puñado de fotografías en el regazo, sin maquillar, con un aire sexual e indolente de recién levantada que algunas veces, si no salen a la calle, le dura toda la mañana. Falta él, dice, Ramiro Retratista, se pasó la vida haciendo fotos y guardando copias de cada una de ellas, pero ya las hemos visto todas y no hemos encontrado ninguna en la que él aparezca, espió a otros, no sólo en su estudio y tras el objetivo de su cámara, sino también en las calles, en las tabernas y en los cafés de Mágina, los vio tal como eran en el instante en que se cruzaban con él y como habían sido en sus edades anteriores, vaticinando con su mirada adivinadora y experta en qué se convertirían cuando el tiempo pasara, estudiando como un naturalista las lentas transfiguraciones de los rostros y los episodios sucesivos del crecimiento y la decadencia y descubriendo con melancolía y un poco de horror que casi todas las vidas son más o menos iguales y no hay rasgos firmes en la cara de nadie, que varían y se destruyen tan fácilmente como reflejos en el agua o fracciones de arena. No hizo fotos de sí mismo, y si hizo alguna no la quiso guardar, prefirió quedarse al margen, observándolo todo desde la zona de sombra del estudio, bajo la cortinilla de felpa negra de aquella cámara antediluviana con la que fotografió a la emparedada de la Casa de las Torres, la mujer de su vida, le confesó a mi padre, dice Nadia, el pobre hombre estaba loco, hablaba de ella como si la hubiera conocido viva y fuera su viudo, con un sentimentalismo lloroso y pornográfico, recuerda, más de una tarde ella los escuchó hablar sin que se dieran cuenta, se bebía la primera copa de coñac que el comandante Galaz había dejado frente a él y le mostraba la foto, mírela, mi comandante, dígame si en esos países por los que usted ha viajado ha visto alguna vez a una mujer como ella, imagínese cómo sería aquel amor culpable, qué sentiría el hombre que la perdió para escribirle esos versículos de la Biblia que yo encontré en su corpiño. Ponme como un sello sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo, lee Nadia en voz alta, y Manuel mira los ojos y los pómulos y la tranquila sonrisa de la mujer incorrupta y se acuerda de los terrores más antiguos de su infancia, del portalón cerrado de la Casa de las Torres y de las gárgolas de los aleros hacia las que levantaba los ojos temiendo que el muro de piedra labrada se derrumbara sobre él, bajo las bombillas de las esquinas los niños mayores contaban la historia de la momia y él la imaginaba arañando los ladrillos que ahora cegaban las ventanas góticas, y una vez se unió a un grupo de golfos que se colaron en el zaguán con el propósito de bajar a los sótanos para ver el nicho tapiado y la guardesa surgió como una furiosa aparición maldiciéndolos a gritos y enarbolando con ademanes homicidas una gran porra de vaquero: se volvió loca, le cuenta a Nadia, la echaron de la Casa de las Torres y se fue a vivir a la otra punta de Mágina, pero regresaba todas las noches, el palacio estaba en obras y había delante de la puerta una pila muy alta de adoquines, bajaba por la calle del Pozo arrebujándose en una toquilla de lana negra, mirando al suelo y con las manos unidas en el regazo, murmurando oraciones o delirios, contaba que Nuestro Señor Jesucristo en persona iba a visitarla y se acostaba con ella, y que era muy cariñoso y muy limpio, y sobre todo muy hombre, alto, descalzo como un penitente, con una túnica blanca, una melena castaña hasta los hombros y una barba suave y recortada, igual que en Rey de reyes. En la media luz del anochecer, cuando aún no estaban encendidas las bombillas, se veía al fondo de la plaza la mancha blanca de su pelo, se hacía la distraída, escondía la cara como para evitar que la reconocieran sus antiguas vecinas, alargaba velozmente las manos y se guardaba un adoquín debajo de la toquilla, y volvía a subir por la calle del Pozo con breves pasos asustados de pájaro, apretando el adoquín contra el pecho, como si fuera un animal desvalido o un tesoro que pudiesen robarle, o el cadáver amojamado del niño que se le murió en su juventud, no saludaba a nadie, se perdía luego en la oscuridad del Altozano, nunca supimos dónde almacenaba los adoquines ni para qué los quería, pero regresaba sin falta cada anochecer, incluso cuando era invierno y estaba lloviendo, sin abrigo ni paraguas, sólo con su toquilla de lana negra, con el pelo blanco despeinado o mojado, temblando de frío y murmurando jaculatorias.

Qué lejos y qué olvidado todo, piensa, con qué vívida fluidez vuelve ahora, qué puros los sonidos y qué intensos los olores, la tierra apisonada y fría y el humo de la leña, el viento húmedo de los atardeceres de septiembre que sacudía las copas de los álamos en el preludio de una tormenta, la monotonía de un rosario que alguien escucha y sigue en una radio de la vecindad, las campanas de las iglesias, las del reloj de la plaza del General Orduña, el toque de oración en el cuartel y la sirena de la fundición a donde iban a trabajar los hombres jóvenes que abandonaban el campo, los cascos de las caballerías y las pezuñas de las vacas sobre el empedrado, el ruido que hacía al golpear en las rejas de las ventanas el bastón del ciego Domingo González, que vivía junto a nuestra casa y llevaba unas gafas de cristales negros muy grandes para que no se vieran las cicatrices de los disparos de sal alrededor de sus ojos. Estaba aterrorizado, nos decía mi abuelo Manuel, llevaba una pistola del nueve largo en el bolsillo y no dormía nunca porque el hombre que lo dejó ciego le prometió que volvería alguna vez a matarlo. Quién lo dejó ciego, pregunta Nadia, por qué, eso no me lo has contado todavía: era falangista, pasó el primer año de la guerra escondido en un desván, y cuando lo descubrieron pudo escapar saltando por los tejados, apareció de nuevo en Mágina dos años después, ascendido a coronel jurídico, y actuó de fiscal en casi todos los consejos de guerra, un carnicero, decía el teniente Chamorro, para quien Domingo González pidió dos penas de muerte, salía antes del amanecer vestido de uniforme y montado a caballo, cabalgaba sin descanso por los caminos de las huertas y entre los olivares y a las diez en punto de la mañana ya estaba en los juzgados, pero un día no volvió, lo encontraron tirado cerca del río, sin conocimiento, con la cara llena de sangre y el caballo parado junto a él, y luego se supo, al menos así lo contaba mi abuelo Manuel, que un hombre armado con una escopeta de dos cañones le había salido al camino apuntándole al pecho, para el caballo y no tengas tanta prisa, le dijo, tira la pistola, bájate con las manos en alto, y Domingo González, muerto de miedo, con lo valiente que se hacía cuando solicitaba para un infeliz la máxima pena (a mi abuelo Manuel le gustaba mucho esa expresión), cayó de rodillas ante el desconocido y le suplicó que no lo matara: no te preocupes, que por ahora no pienso matarte, pero te voy a hacer que sepas lo que es el miedo a morir, ya volveré cuando menos lo esperes. Se echó la escopeta a la cara, disparó un tiro y luego otro, y la sal de los cartuchos quemó los ojos de Domingo González, que se pasó el resto de su vida aterrorizado por una oscuridad en la que creía oír los pasos y la voz de aquel hombre que volvería alguna vez a rematar su venganza. Qué habrá sido de él, le dice a Nadia, adhiriéndose a su espalda y a sus caderas desnudas bajo el calor del edredón, confundido en su sombra, en el dormitorio donde no hay más claridad que la de los números rojos del despertador, qué habrá sido de cada uno de ellos, del hombre que disparó los tiros de sal y tal vez se apaciguó con los años o se marchó de Mágina y se olvidó de Domingo González, dónde estará Ramiro Retratista, aunque lo más probable es que haya muerto viejo y solo en una pensión o en un asilo de Madrid, qué ocurre con la gente cuando desaparece, cuando es olvidada y ni siquiera deja tras de sí el testimonio de una fotografía.

Enciende la luz, le pide a Nadia que se vuelva hacia él, le aparta el pelo de la cara, se lo echa hacia atrás para descubrirle la frente, le roza con los dedos el mentón y los labios, que sonríen con el halago del sueño, quiere aprenderse sus facciones tan imperiosa y detalladamente que ya no pueda olvidarlas, quiere imprimir en su propia mirada y en su memoria la forma de la boca y de la nariz y la barbilla de Nadia y el color de sus ojos igual que se imprime una figura en la cartulina blanca de la fotografía: nosotros no podemos desaparecer, le dice, no podemos perdernos como toda esa gente, tiene miedo de pronto, lo domina una necesidad desesperada de seguir mirándola y estrechando su cuerpo y de no apartarse nunca de ella, como si bastara cerrar los ojos o quedarse solo unos minutos mientras ella va al cuarto de baño o baja a comprar algo para que ya no vuelva, para que se le pierda entre las multitudes de Nueva York como Ramiro Retratista en Madrid o su amigo Donald en los suburbios de una capital africana, como esos desconocidos sin nombre que aparecen por casualidad en el segundo plano de una foto, atrapados fugazmente en su viaje anónimo hacia la inexistencia, dotados sin embargo de minuciosas biografías y recuerdos que no permanecerán en la conciencia de nadie. Sigue despierto y abrazándola cuando ya se ha dormido, con una doble voluntad de cuidarla y de acogerse rendidamente a la protección de su coraje y su ternura, fuerte y vulnerable, orgulloso de ella y de sí mismo y también frágil y cobarde, al filo siempre de perderse en la atracción de la angustia. Apaga la luz, la oye respirar con la boca entreabierta y murmurar algo que no entiende, se revuelve en sueños para acomodarse más estrechamente a él y ahora su aliento sosegado y tibio le roza la cara. No puede dormirse aún, no quiere, siente que empieza a deslizarse inmóvil hacia una región más densa de la oscuridad donde ya no ve la mancha rojiza de los números del despertador ni la silueta blanca de la cabalgadura del jinete polaco, se hunde primero lentamente con una sensación muy parecida a la de viajar de noche en un avión que va perdiendo altura al mismo tiempo que se ven todavía muy lejos las luces de una ciudad, cae de pronto, sacudido de vértigo, como si bajara a tientas unas escaleras y faltase un peldaño, advierte con sorpresa que ha estado a punto de dormirse y que el corazón le late muy rápido, descubre que no está solo, que Nadia sigue abrazada a su cintura, de nuevo vuelve a deslizarse suavemente hacia arriba y vislumbra luces al fondo, imágenes veloces que se suceden y se borran entre sí, calles nocturnas de ciudades, los edificios del Rockefeller Center iluminados por reflectores tras una niebla amarilla, los rascacielos a oscuras de Buenos Aires alumbrados por un relámpago en una noche de tormenta, el letrero luminoso del Chicago Tribune parpadeando a una altura de treinta pisos sobre una torre de cresterías góticas, la cúpula blanca del Capitolio y la extensión horizontal e infinita de las luces de Washington, o de Los Ángeles, o de Londres, las ciudades se convierten velozmente en otras, pasa sobre ellas sin detenerse nunca, se le quedan atrás y muy pronto aparecen de nuevo luces más distantes sobre la oscuridad curva del mundo, al final del océano, en las orillas de Europa, al otro lado de serranías y llanuras punteadas por faros de automóviles que desaparecen y vuelven a brillar entre las filas de olivos: una ciudad al fondo, en lo alto de una colina, luces que tiemblan sobre las casas blancas de los miradores, bajo un cielo violeta en el que todavía no es definitivamente de noche, una plaza con tres álamos donde resuenan las voces y el metal de los llamadores, por donde pasa una mujer de pelo blanco que esconde un adoquín bajo la toquilla, hacia donde camina un hombre que regresa de una cautividad de dos años, de donde huye un adolescente que quiere vivir lejos de allí un destino inventado, que vuelve luego, media vida después, y se detiene frente a una casa cerrada, golpea el llamador, la puerta se abre y no hay nadie en el portal, ni en la cocina ni en el patio, ni en las habitaciones donde siguen estando los mismos muebles que veía de niño, la mesa de madera oscura y las seis sillas tapizadas en las que nadie se ha sentado nunca, las camas con espaldares de hierro y molduras de bronce en las que nadie duerme, los armarios y las cómodas donde aún se guardan las ropas de los muertos, las cartas que escribieron, las fotos en las que aún sonríen como si no hubieran sido desalojados de la vida. Abre los ojos, Nadia ha encendido la luz y se inclina sobre él, le pregunta qué estaba soñando, por qué movía tanto la cabeza como diciendo furiosamente que no, pero él no se acuerda, aún tiene miedo y no sabe de qué.