Un acto, dijo, apretando la mano de ella sobre su pecho descarnado y hundido, áspero de vello blanco, agitado por una lenta respiración laboriosa, la cara vuelta hacia su hija desde la cabecera de la cama que ella misma había elevado con una manivela, postrado, inaccesible, tranquilo en su casi agonía, diciéndole ahora lo que debió o quiso decirle hacía diecisiete años, lo que entonces prefirió callar no porque lo hubiera decidido sino porque de todas sus costumbres la más arraigada era el silencio: también, a veces, las palabras son actos, decisiones brutales, gestos imposibles, y él podría cifrar la mayor parte de su vida no en lo que dijo o en lo que hizo sino en lo que calló y dejó de hacer. Ahora, tan a destiempo, tan demasiado tarde que hablar en voz alta era lo mismo que imaginar palabras o soñarlas, se abandonaba a una larga y borrosa declaración interrumpida a veces por la asfixia, confusa de delirio, como un manuscrito parcialmente ilegible por la dificultad de la caligrafía y las manchas que han desleído en algunas zonas la tinta, y todas sus vidas anteriores y cada uno de los hombres que había sido a lo largo de ellas confluían como corrientes de voces tributarias en su narración y en la figura ya póstuma con que se entregaría a la muerte. El descendiente ejemplar de una dinastía gloriosa de militares españoles, el joven oficial rápidamente ascendido a capitán en los últimos avatares de la guerra de África, el diplomado en la academia de Sandhurst, el yerno de un general con título nobiliario y esposo de la hija de militares más atractiva y distinguida de Ceuta, el austero comandante de treinta y dos años que apenas bebía y no fumaba nunca en público y consagraba sus horas fuera de servicio a la lectura de enciclopedias científicas en la biblioteca del cuartel, el renegado de los suyos, el héroe de los diarios republicanos de Mágina en los primeros meses de la guerra civil, el desterrado en Orán y luego en México y por fin en los Estados Unidos, el bibliotecario de una universidad modesta de Nueva York, el galanteador sin convicción de una compañera de trabajo ya un poco mustia, aunque diez años más joven que él, entristecida por un divorcio previo y una larga abstinencia sexual, católica, entregada confusamente una noche, embarazada, casi a los cuarenta, mordiendo el pañuelo con que se había secado las lágrimas en el café donde se lo confesó, donde habían bebido alguna copa al principio, por las tardes, al salir del trabajo, el esposo y padre ya tan maduro que su única hija americana parecía su nieta, el pulcro y todavía fuerte jubilado que alquiló durante menos de un año un chalet en las afueras de Mágina: su nombre invariable, el que le habían asignado cuando nació para otorgarle un destino, abarcaba una pluralidad de identidades casi del todo extrañas entre sí: la vida de cualquier hombre, le dijo a Nadia, podía llegar a ser tan larga que cupieran en ella varias biografías enteras, y sin embargo ahora, en el final, sólo era un viejo desaseado y tendido en una cama de hospital que aspiraba desesperadamente el aire con la boca abierta y hablaba en voz baja y creía seguir hablando cuando perdía el hilo de sus palabras igual que un hombre perezoso y dormido cree en sueños que se ha levantado y sale a la calle y camina con lucidez y determinación hacia el trabajo.

Apresada por su mano, ávida de oírlo, su hija se inclinaba sobre él, pero no siempre podía entender el murmullo monótono que le fluía de los labios, las palabras españolas pronunciadas en aquel hospital entre gritos lejanos de enfermos y ecos de nombres repetidos por los altavoces en inglés. Un acto, dijo, o soñó que decía, un solo acto verdadero, el más mínimo, el más desconocido, puede cambiar la rotación del mundo y detener el sol y hacer que se derrumben las murallas de Jericó: se quedaba callado, fatigado de hablar, y las palabras seguían brotando en su delirio, por fin asiduas, obedientes a su voluntad, no un ademán grandioso, no una palabra violenta que resuene bajo una cúpula, sino algo mucho más simple, tan simple como la química del agua o la vertical de la caída de un objeto, como la geometría que ordena en un cuadro súbito y perfecto tras un solo grito de mando a un batallón de soldados, un hombre que ha obedecido durante muchos años y en menos de diez segundos decide que ya no obedecerá, y no sólo lo decide, sino que lo cumple, con incertidumbre y terror, pero al mismo tiempo con una convicción invencible, o que está frente a una mujer y extiende esa mano que permanecía inmóvil y como paralítica y aprieta la mano de ella, así, como aprieto yo la tuya ahora mismo, ese es el misterio más grande, el único, y él sólo lo descubrió en Mágina y ya no fue nunca más quien había sido hasta entonces, el misterio de los actos no soñados o deseados o imaginados, prescritos en las ordenanzas, detallados en los manuales de comportamiento, sino los que irrumpen en medio de la realidad como la llamarada de un incendio, los inauditos, los inesperados, los que modifican para siempre la materialidad de las cosas. Le sudaba la mano y permitió que ella desprendiera la suya, la extendió abierta y alzada delante de su cara, como para cubrirse de la luz que entraba por la ventana, una mano abierta y untada en lodo rojo hace diez mil años que todavía mancha la pared de una cueva, eso es un acto para siempre, un espasmo de amor o de indiferencia o de odio que engendra a un ser humano, igual que yo te engendré a ti, dijo, y por un instante volvió a sonreírle con su cara indestructible y severa de veinte años atrás: actos, no palabras, no miserables deseos ni sueños ni libros ni películas, la mordedura de una hormiga en un pedazo de pan, el trabajo de alguien que arranca el fruto de la tierra, el coraje aterrado de un hombre que salta de una trinchera y no sabe que está siendo un héroe, la temeridad de no repetir nunca más una cadena de gestos que parecían minerales y eternos. Eso me importa, nada más, eso era lo que quería decirte, y hasta eso es ya inútil, pero me da lo mismo, tú no me puedes entender, ni nadie que no vaya a morirse dentro de unos días, aunque a lo mejor tú sí, tú has sentido siempre lo que yo sentía y lo has sentido al mismo tiempo que yo: lo único que yo decidí y cumplí hasta el final en toda mi vida, el único acto verdadero, el que la cambió definitivamente y para siempre, fue disparar contra un teniente fanático que había desobedecido mis órdenes, matarlo sin vacilación ni remordimiento mientras me miraba a los ojos y estaba tan cerca de mí que yo oía rechinar sus dientes apretados y notaba el temblor de sus mandíbulas.

Se quebró todo en una noche, en un solo minuto, una raya trazada en el tiempo, una hendidura al principio más delgada que un cabello en una superficie de cristal o una grieta invisible en la pared de una torre, en la fortaleza hermética de su disciplina y en la tensión nunca apaciguada de su manera de vivir obedeciendo día tras día y de la mañana a la noche un catálogo tan minucioso de gestos sin sentido que le permitían la sensación tranquilizadora de entregarse a una actividad sin resquicios de pereza o de duda, ajena a los azares y a las incertidumbres de la vida real, la que sucedía al otro lado de los muros del cuartel, donde la gente no marcaba el paso ni vestía uniforme ni ocupaba lugares y peldaños exactos en una jerarquía tan prolija como la de las castas en la India. Había al menos dos hombres dentro de él, uno que era, según le gustaba a él mismo imaginar, un autómata perfecto, una copia prodigiosamente culminada de un ser humano, con imitaciones de ojos que brillaban y parecían mirar y de cabellos y piel, una especie de doble o de ayuda de cámara más leal todavía que el soldado Rafael Moreno, el ordenanza, un modelo de caballero militar, como decía el coronel Bilbao, una figura hecha de materiales misteriosos que escondía en su interior mecanismos sutiles, simulacros de pulmones, de corazón, de vísceras, duplicaciones de estados de ánimo y de sentimientos y actitudes que tal vez eran reales en los otros, el valor, la obediencia, la bondad, el orgullo, el amor a la patria y a la familia y a los hijos, el respeto a los superiores, la franqueza con los iguales, la rectitud y la autoridad hacia los subordinados, la desconfianza hacia todo lo que procediera del exterior, del mundo turbulento y real, de la vida civil. Se despertaba por las mañanas y el doble hacía acto de presencia antes de que el ordenanza abriera la puerta y pidiera permiso para entrar con la bandeja del café: cobraba forma visible en el espejo del lavabo, revelado, como una cara impresa en un negativo, por el agua fría, por el jabón y la navaja de afeitar, que iban poco a poco dibujando sus rasgos sobre el óvalo en blanco de la otra cara que nadie veía. Pero aún quedaban zonas inseguras, un gesto de debilidad o de apatía en la boca, un brillo demasiado penetrante en los ojos recién salidos del sueño, y había que vigilarlo y que comprobar su perfección antes de salir, como comprueba un actor japonés los pormenores infinitos de su maquillaje, de su peluca y de su vestuario, y cuando a las ocho en punto el comandante Galaz cruzaba un tramo de pasillo y bajaba las escaleras hacia el patio, golpeando las baldosas con los tacones resonantes de sus botas, el doble ya había adquirido una identidad absoluta que nadie, ni su dueño, podría desenmascarar, y los soldados de guardia se cuadraban a su paso y los mandos inferiores se apresuraban a tirar sus cigarrillos y a ajustarse el correaje y revisar con algo de pánico el brillo de sus botas.

Sólo su padre desconfió siempre de él, le dijo a Nadia: de modo que también él tuvo un padre a quien acaso se parecía su cara en el final de su vejez y una inimaginable infancia a principios de siglo. Mi padre, tu abuelo, dijo, desconfiaba de mí porque había sido un niño introvertido y de mala salud y no me gustaba montar a caballo y me aburría en los desfiles y me hacían llorar los disparos de salvas. Y siguió desconfiando cuando ingresé en el internado militar y obtuve las calificaciones más altas, no sólo en historia, en geografía y matemáticas, sino también en gimnasia, me abrazaba el día de final de curso cuando yo regresaba del estrado con mi diploma y las medallas de buen comportamiento prendidas en la pechera del uniforme de cadete, pero yo notaba en sus ojos, a veces húmedos de orgullo paternal, con esa caballeresca y contenida emoción que él llamaba, me acuerdo, laconismo castrense, que sospechaba algo oculto bajo mi comportamiento impecable, una tendencia vergonzosa que alguna vez se revelaría, más temprano o más tarde, cuando él estuviera más desprevenido, como un centinela que ha velado durante toda la noche y que al amanecer cierra los ojos un instante y ya está perdido. Me miraba muy fijo, aunque yo no lo viera sabía que estaba mirándome con una interrogación alarmada en los ojos, me miraba así desde la tribuna de honor de la academia durante un desfile y por encima de las botellas y los vasos en el comedor de nuestra casa, y cuando él mismo me entregó el despacho de teniente y nos cuadramos el uno frente al otro antes de estrecharnos la mano con un vigor idéntico al que él usaría con los otros alumnos sus ojos me escrutaron con más violencia que nunca, con pavor, como si a medida que yo cumplía paso a paso todos los episodios de mi educación para convertirme en lo que él había determinado y exigido fuera creciendo el peligro del desastre inminente: no imaginaba cuál, porque carecía por completo de imaginación, y la suplía con una capacidad febril de expectativa, era incapaz de creer que no hubiera ningún motivo que justificara su temor, pero esa misma falta le parecía ya un augurio, tanto más desesperante porque al no sospechar su origen no podría prever un remedio o un antídoto para cuando llegara el desastre. Lo que lo alarmaba era la falta de fisuras en mi obediencia, la pulcritud tan absoluta de mis actos, de mis palabras, hasta de mi uniforme, que sólo podía ser, pensaba él seguramente, la apariencia ocultadora de alguna perversidad, de algún desorden tan oscuro que su portador, yo mismo, su hijo, el primogénito del general Galaz, dedicaba todas las facultades y las astucias de su alma a esconderlo. «¿No te emborrachas nunca con tus compañeros? ¿No vas con mujeres…? Seguro que sí, no me mientas, yo también soy un hombre y he sido joven como tú. Lo único que sí te pido es que tomes precauciones higiénicas… ¿no serás un pervertido? Te conviene buscar novia, no digo yo que ahora mismo, porque eres muy joven todavía, sólo que lo vayas pensando, que te fijes, sin prisa, con mucho tiento, chicas no faltan por aquí, y que cuando la hayas elegido la respetes, pero eso no quita que de vez en cuando te permitas un desahogo, es ley de vida, una función corporal, necesaria, imprescindible para un organismo sano, tú me entiendes, para un hombre normalmente constituido, aunque todos sabemos que hay aberraciones, y en el ejército como en cualquier otro sitio, por desgracia, pero a eso no es a lo que yo iba, un poco de distracción, salir los sábados por la noche con tus compañeros, y si no estás de pase una buena parranda alguna vez no hace daño, pero eso sí, como un reloj a retreta, ni una falta de puntualidad en tu hoja de servicios, ni una mancha, hijo mío…».