Ya no podría irme de Mágina: ya no sería corresponsal, ni intérprete, ni guerrillero en Bolivia, ni batería de rock, ni escritor de novelas experimentales o de teatro del absurdo. De hecho ya ni siquiera podía ir por las tardes al Martos ni a los billares del salón Maciste ni veía en clase a Marina. Por la mañana, muy temprano, me despertaba mi madre, desayunaba rápidamente en la cocina, junto al fuego, y me iba al mercado, tiritando de frío por las calles desiertas, con la chaqueta blanca de vender doblada bajo el brazo. A mediodía, cuando regresaba a casa, entraba en el dormitorio de mi padre a enseñarle la recaudación: unos pocos billetes de veinte duros, monedas sueltas, ni la mitad de lo que él ganaba habitualmente. «A las mujeres hay que meterles las cosas por los ojos, hay que gastarles bromas y animarlas a comprar, y sobre todo hay que tener mucho cuidado, porque si pueden te engañan.» Pero me moría de aburrimiento y de vergüenza y me quedaba callado detrás del mostrador, y el puesto de mi padre, que cuando él vendía estaba siempre rodeado de mujeres con bolsas de la compra, ahora permanecía casi siempre desierto, y las mujeres se iban con otros vendedores, o me compraban muy poco. Lo que más vergüenza me daba era pensar que me viera Marina, un sábado por la mañana, cuando no había clase y ella iba con su madre al mercado, la madre teñida de rubio, vestida de colores claros, con ese aspecto de tardía juventud que a su misma edad ya habían perdido las mujeres de mi familia y de mi barrio. Creía verla de lejos y me entraban ganas de esconderme bajo el mostrador. Por la tarde, hacia las tres y cuarto, cuando mis amigos ya estarían oyendo discos en el Martos, yo terminaba de comer, me ponía la ropa del campo, aparejaba la yegua y me iba a la huerta, y por el camino abajo, montado en ella, murmuraba letras de canciones, Riders on the storm, Hotel Hell, The house of the raising sun, Brown sugar, pero no viajaba a cien kilómetros por hora y a través del desierto en dirección a San Francisco, sino que cabalgaba por una vereda entre las huertas y los sembrados de Mágina sobre una yegua vieja, y al final del camino estaba el cobertizo donde ya esperaban el tío Pepe, el tío Rafael y algunas veces el teniente Chamorro, y hasta que caía la noche era preciso trabajar sin sosiego para que a la mañana siguiente pudiera abrirse otra vez el puesto en el mercado y continuara mi suplicio secreto, el sentimiento de que un azar sin misericordia me negaba la vida que deseaba y merecía, la que otros gozaban con una naturalidad que a mí me hacía verlos muy lejanos, más felices que yo, dotados de un privilegio inalcanzable.

Pero sigue contando, le digo a Nadia, por qué me haces hablar siempre de mí: su presencia se cruza con la mía durante unos minutos y luego vuelve a apartarse, sin que los dos sepamos nada el uno del otro, sin que suceda la casualidad de que nos encontremos, tan próximos, casi rozándonos, y a una distancia de invisibilidad y de abismo, un adolescente de chaqueta blanca parado tras el mostrador de un puesto de frutas y una muchacha de pelo largo y rojizo que lleva una bolsa de compra y va acompañada por un hombre que le dobla la edad, que le descubre hermosas palabras españolas, que al salir del mercado le quita la bolsa de la mano y la carga en el maletero de su coche, donde hay una caja de cartón envuelta en hojas de periódico y atada con cuerdas: ella nota que desconfía de algo, y sospecha que en sus maniobras de cautela hay mezclado un cierto instinto escénico, el mismo que le hace hablarle a ella siempre en un tono bajo de voz y contarle sus viajes y sus experiencias clandestinas dejando sin explicar algunos pormenores, de modo que la precaución de no decir más de la cuenta acaba convirtiéndose en una sugerencia de secretos mayores, demasiado graves para ser revelados. En ese mismo instante, en la plena luz de la mañana de diciembre, junto al mercado de Mágina, está ocurriendo algo que a ella la inquieta más porque no sabe lo que es: el Praxis, José Manuel, aún no se decide a llamarle Manu, ni se decidirá, ha comprobado los nudos del cordel que ata la caja de cartón, ha mirado a un lado y a otro antes de cerrar con llave el maletero, ha entrado en el coche con una naturalidad demasiado fluida para no ser falsa y ha esperado a que ella se siente para encender el motor. Fuma, tamborilea en el volante con los dedos mientras espera a que pase un burro cargado hasta una altura inverosímil de jaulas de pollos, sonríe sin contestar nada cuando ella le pregunta si está preocupado, si le pasa algo. Ahora advierte que no se ha afeitado esta mañana y que los puños y el cuello de su camisa tienen un cerco oscuro: no ha dormido, es posible que ni siquiera se haya acostado. Cruzan la Corredera, la plaza del General Orduña, la calle Mesones y la calle Nueva, pero en vez de girar a la derecha en el hospital de Santiago para llevarla a la colonia él continúa en línea recta, hacia la salida de la ciudad, y ella vuelve a sentir por un momento el mismo sobresalto que la otra noche. Pero ahora es de día y no tiene miedo de este hombre, ha pensado mucho en él desde la última vez que lo vio, aunque sin echarlo excesivamente de menos, ha descubierto que empezaba a aburrirse en Mágina y que a veces la irrita el ensimismado laconismo de su padre, quien ahora casi sólo habla con ese hombre de impermeable azul marino y boina de plástico que viene a visitarlo dos o tres veces por semana, y en los últimos días, sin proponérselo, sus caminatas han ido derivando hacia la acera del instituto y el parque de la fuente luminosa: incluso una tarde, hacia las seis, entró al Consuelo y se sentó a beber una Coca-Cola en un taburete junto a las cristaleras: sonó una campana estridente y empezaron a salir grupos de alumnos con libros, carpetas de apuntes y bolsas de gimnasia, y luego profesores que se despedían en la entrada y se marchaban con aire cansino por la acera, pero a él no lo vio, puede que no tuviera clase esa tarde, las luces fueron apagándose en las ventanas del instituto y un bedel cerró la puerta y se alejó guardando un gran manojo de llaves en el bolsillo del abrigo. Ha creído ver varias veces su coche, pero no está segura, porque es de un modelo y de un color que se repiten mucho en la ciudad, y esta mañana, al encontrarlo por sorpresa, se ha conmovido mucho más de lo que ella misma podía imaginarse, ha descubierto que no se acordaba de su cara ni del metal exacto de su voz, le ha gustado ver de nuevo sus manos grandes y nerviosas sobre el volante y percibir ese olor a pana, a tabaco negro y a tapicería sintética que hay dentro del coche. Permanece más bien indiferente, desde luego, como el otro día, pero esta mañana se acomoda con más familiaridad en el asiento y no piensa aún que debe volver a casa cuanto antes para preparar la comida. Han dejado atrás los últimos bloques de pisos, la piscina, las tapias del colegio de los Jesuitas, la gasolinera: él disminuye bruscamente la velocidad y tuerce en un desvío, detiene el coche entre un grupo de árboles. Para el motor, se vuelve hacia ella, acodado en el volante, está segura de que va a decirle algo, a contarle un secreto, el motivo de que no se haya afeitado ni cambiado de ropa esta mañana. Enciende un cigarrillo y ella cree advertir que la mano le tiembla.

«Tengo un favor que pedirte. No debería hacerlo, pero me he pasado la noche dándole vueltas y buscando otra alternativa y no he podido encontrarla. A nadie puedo pedirle ayuda más que a ti. Verás, es un poco difícil explicarlo pero me parece que estoy en peligro. Te costará trabajo entenderlo, al fin y al cabo tú no has vivido nunca en España, y en tu país, como decía Churchill, cuando alguien llama a las cinco de la madrugada es el lechero. Afirmación muy discutible, pero bueno. El caso es que anoche, cuando volvía a casa, un poco tarde, porque había tenido que recoger algo en un pueblo de por aquí, vi frente al portal a uno de los dos sociales que hay en Mágina. En otras circunstancias habría actuado con normalidad: estoy fichado, ellos me conocen, me vigilan de vez en cuando y ya está, incluso si hay mala suerte pueden hacerme un registro y encerrarme unos días. Pero ayer era distinto. Los documentos que llevo en el coche, en esa caja de cartón, son extremadamente importantes. Por razones de seguridad no puedo devolvérselos a los mismos que me los entregaron ni correr el riesgo de que la policía me los coja. Así que imagínate la noche que he pasado, vine a esconderme aquí y no he dormido ni un cuarto de hora, encogido en el asiento de atrás, con un frío de muerte. Pensé quemar los papeles, pero sería una catástrofe. El favor que quiero pedirte es muy sencillo, y no te lo pediría si creyera que te pongo en peligro. A ti en Mágina no te conoce nadie, y no creo que mucha gente se acuerde de que nos ha visto juntos. Guárdame la caja en tu casa durante unos días. Recuerdo que me dijiste que detrás del jardín hay un aljibe seco. Guárdala allí, sin que la vea tu padre. Cuando haya pasado el peligro yo te avisaré. ¿De acuerdo? O, como decís vosotros: ¿O. K.?»

Se echó a reír forzadamente, afectuoso, pedagógico, como cuando nos explicaba a nosotros las trampas ideológicas de la literatura burguesa, la escritura como praxis, decía, y Pavón Pacheco agregaba un palote a la hilera donde llevaba la cuenta de las veces que repetía esa palabra. Ella asintió, excitada por la conciencia del peligro, por la proximidad de ese hombre que fumaba a su lado y sonreía y estaba jugándose la vida y confiaba tanto en ella que le había contado su secreto, poniéndose desde ahora en sus manos, aliándola a su destino de clandestinidad y persecución, pero no en una habitación oscura, en mitad de la noche, sino a plena luz del día, en una mañana transparente de invierno. Imaginó que la detenían y que no confesaba, que él la enviaba a un viaje con una maleta llena de documentos prohibidos: que iba a visitarlo a la cárcel y lo encontraba con una ceja partida, con barba de varios días, con la piel morada por los golpes. Volvieron a la ciudad y ya veía de otro modo las calles y los rostros de la gente, presintiendo amenazas en la tranquilidad diaria de la vida, en los coches que veía por el espejo retrovisor, en los conductores que se detenían junto a ellos en un semáforo y la miraban fugazmente desde el otro lado de las ventanillas. Cerca de la colonia, en un descampado, al amparo de una tapia en ruinas, se bajaron del coche y él guardó la caja en una gran bolsa de plástico y le dijo que no se preocupara, que no intentara ponerse en contacto con él ni se acercara al instituto. Le sorprendió que la caja fuese tan liviana: sacó del asiento posterior su bolsa de la compra, y con las dos manos ocupadas se quedó frente a él, sonriendo, sin saber qué decirle, imaginando que era necesaria una severa despedida. Él cerró de un golpe el maletero, luego la puerta de atrás, miró en torno suyo, despeinado por el viento, alto y casi heroico en la llanura baldía y atravesada de zanjas abiertas por las excavadoras, consultó su reloj, pareció que iba a ponerse en seguida al volante, pero dio unos pasos hacia ella, se detuvo, le puso las manos en los hombros, con un ademán de aliento y de orgullo, la atrajo hacia él, buscando con su mano derecha la nuca, recorriendo con las yemas de los dedos el nacimiento del pelo, y ella mientras tanto no se resistía ni se abandonaba, le llegaba su aliento, cercano y cálido en el aire frío de diciembre, echó a un lado la cabeza y la besó torpemente en la boca, con avidez y premura, agitando la lengua entre los labios separados de ella, y luego se apartó, mirándola como si estuviera arrepentido, como si lo desconcertara no haber sido rechazado o recibir un beso más rápido y sabio que el suyo, entró en el coche, lo arrancó y dio la vuelta para marcharse en dirección contraria, sacando la mano izquierda por la ventanilla en un gesto de adiós.