Estoy tendido junto a ella, me escuece que lo besara como si yo la hubiese visto hacerlo, la escucho con los ojos cerrados y la veo caminando de espaldas a mí por las calles silenciosas de la colonia del Carmen, con el pelo liso y tan largo que tenía entonces cayendo sobre los hombros de su cazadora de piel, con una bolsa en cada mano, apretando las asas hasta que le dolían los nudillos, sin volver la cara hacia atrás, hacia mí, con la humedad de la lengua masculina todavía en su boca, con una expresión de serenidad y cautela que tal vez es la misma que yo veré muchos años después. Deja las bolsas en el suelo, busca las llaves y abre la verja, ahora el corazón le late más aprisa, teme que su padre le pregunte por esa caja de cartón y no sepa inventar rápidamente una mentira, pisa con los tacones de sus botas vaqueras la grava del jardín, las hojas secas que se arremolinan con la huida de los gatos sin dueño que tomaban el sol, no ve a su padre tras la ventana del comedor, desea que no esté, pero no quiere confiarse, deja la bolsa de la compra en los peldaños de la entrada, y con la otra en la mano da la vuelta a la casa muy cerca de la pared, abre la trampilla del aljibe, que chirría intolerablemente, la sobresalta un ruido a su espalda, es un gato salvaje que al volverse ella escapa con un bufido, esconde la bolsa, procurando que no pueda verse desde fuera, echa el cerrojo, asegura el candado, vuelve a la puerta de entrada y mientras cruza el vestíbulo llama a su padre en inglés, Daddy, advirtiendo entonces que es una expresión demasiado infantil y sin saber todavía que ya no volverá a usarla, pero él no le contesta, su abrigo no estaba en la percha del recibidor, mira el grabado del jinete y piensa por primera vez que él también tiene cara de guardar un secreto, y cuando su padre llega una hora después ya está a punto de terminar la comida y ha preparado para él una coctelera de dry martini. Pero desde ahora los actos invariables de su vida en común, la ternura con que se besan en las mejillas al encontrarse o despedirse, el modo en que se miran mientras están conversando, la delicadeza con que ella le prepara una copa o le sirve la comida o retira de la mesa baja de la lámpara un cenicero lleno, contienen una parte de simulación, una médula de deslealtad y silencio que los dos intuyen y a la que ninguno de los dos aludirá sino después de muchos años. En la casa hay un teléfono que sólo suena cuando alguien llama por equivocación, y ella, que hasta ahora no reparó en su existencia, ahora lo mira como presintiendo la inminencia de un timbrazo súbito. Piensa en la caja de cartón escondida en el aljibe y se acuerda de esos asesinos de las novelas policíacas que viven con el desasosiego de que sea desenterrado el cadáver de su víctima. Por las noches no puede dormirse ni cuando ya ha oído regresar a su padre, da vueltas en la oscuridad, la agobia el calor de las mantas, enciende la lámpara, abre desganadamente un libro y lo cierra en seguida y siente la tentación de salir con sigilo a la parte trasera del jardín y de examinar a la luz de una linterna el contenido de la caja, que imagina maravilloso y temible, custodiado por una maldición letal, como los tesoros de los cuentos de Calleja que su padre le leía en América. Algunas veces percibe dentro de su boca un sabor crudo y masculino, distinto al que dejaron en ella los muchachos que de vez en cuando la besaron, mucho más fuerte, con una intensidad de deseo y peligro, con una plenitud que excluye el juego y afirma el deseo. Una mañana no puede vencer la tentación de subir hacia el instituto y delante del edificio silencioso y de las puertas cerradas se da cuenta de que han empezado las vacaciones de Navidad. Por la noche se encienden en la calle Nueva arcos de bombillas, y en la plaza del General Orduña hay un abeto iluminado y adornado con grandes bolas de colores metálicos, y un gran letrero de luz intermitente, con los colores de la bandera nacional, cuelga sobre los balcones de la comisaría. En la niebla de los anocheceres helados vuelven del campo cuadrillas de aceituneros, Land Rovers y tractores con las ruedas manchadas de barro, reatas de mulos cargadas con varas de brezo y sacos de aceituna. El olor que predomina en la ciudad a finales de diciembre es un olor a tela áspera de saco, a ropa espesa y húmeda, a aceitunas machacadas por las grandes piedras cónicas de los molinos de aceite, que permanecen abiertos hasta media noche, con reflectores encendidos que alumbran montañas de aceitunas entre un escándalo continuo de voces broncas de hombres, relinchos de animales de carga, motores de Land Rovers. Caminando por las últimas calles de la ciudad ella se cruza con los grupos de aceituneros que vuelven del campo con sus ropas viejas y embarradas y sus caras de fatiga, y tal vez ve entre ellas la mía, y se acuerda de la mañana en que fue al mercado con el Praxis. Yo vuelvo a casa con la cuadrilla de mi padre, con el tío Rafael, el tío Pepe y el teniente Chamorro, demasiado exhausto para recitarme letras de canciones en inglés y hasta para imaginarme vidas futuras, y cuando entro en la cocina, donde hierve en la lumbre el puchero de la cena, mi madre y mi abuela Leonor me cuentan que mi padre ya está mucho mejor, que el muy insensato se ha ido solo a la huerta, estaba sin vida por volver al trabajo, ni siquiera se ha tomado hoy las pastillas que le mandó el doctor Medina, parece que tarda demasiado y ellas tienen un disgusto muy grande, mira que si le ha dado el ataque y está tirado como un animal sobre la tierra. Tengo prisa, tengo ganas de ir a buscar a mis amigos y de rondar por la calle Nueva y la colonia del Carmen a ver si hay suerte y veo a Marina, me lavo a manotadas de agua fría, la piel de la cara se me ha oscurecido y parezco mayor porque hace días que no me afeito, tengo las manos endurecidas por la vara con la que me he pasado todo el día golpeando las ramas de los olivos y me duelen intolerablemente los riñones y los brazos, pero no quiero pararme a descansar, si fuera por mí ni siquiera cenaría, subo de dos en dos las escaleras hasta mi cuarto del último piso y mientras me pongo ropa limpia escucho un disco a todo volumen, la voz salvaje de Jim Morrison, Break on through to the other side, y la música acaba de revivirme, me desprende de la fatiga y de la realidad como si me arrojara al oírla a las aguas tumultuosas de un río. Entonces oigo el llamador, me sobresalta el miedo a que ese claxon que resuena en la plaza de San Lorenzo sea el de un coche donde traen a mi padre, me asomo a la escalera y escucho con alivio su voz, tan fuerte y rotunda como siempre, igual que antes de que el dolor lo derribara. De nuevo soy un proscrito y un vagabundo sin raíces ni vínculos con nadie, ceno en silencio, mirando la televisión, sin hacer caso de mi abuelo Manuel, que se queja de la poca aceituna que hay esta temporada y recuerda con las mismas palabras de todos los años cosechas antiguas de una abundancia mitológica, el año de la cosecha grande, dice, cuando las ramas de los olivos se quebraban y la aceituna duró hasta Semana Santa, los años feraces de antes de la guerra, cuando llovía de verdad, no como ahora, que de tanto ir a la luna y trastear el cielo con cohetes habían estropeado el mecanismo de las estaciones. Siempre la desesperante repetición de los mismos embustes y los mismos recuerdos, como si vivieran uncidos a una memoria circular en la que el tiempo no progresaba y en la que yo también sería atrapado si no huía cuanto antes. Me levanto de la mesa sin tomar el postre, mi padre me mira con reprobación, me dice que mañana mismo tengo que ir a cortarme el pelo, que no vuelva tarde, que hay que madrugar, no le contesto, salgo y cierro de un portazo y lo oigo llamarme pero no me da la gana de volver, subo por la calle del Pozo como si anduviera indolente y temerario por las aceras de Nueva York, imitando en voz baja el acento de Lou Reed, take a walk on the wild side, aunque la verdad es que no entiendo ni la mitad de lo que dice, y tal vez paso junto a Nadia y no la veo, no sé que ella también busca a alguien y que sin sospecharlo apetece la desdicha con una determinación idéntica a la mía.

Noches de invierno, a finales de año, los escaparates de la calle Nueva y del Real iluminados hasta muy tarde, altavoces con villancicos en los soportales de la plaza del General Orduña, las acacias adornadas con bombillas intermitentes, la estrella de Belén sobre la torre del Reloj, los grupos de mujeres caminando muy aprisa con paquetes envueltos en papel de regalo, un brillo de luces en el asfalto húmedo y en los adoquines, una fría oscuridad como alojada en las calles laterales, donde no había tiendas de juguetes ni hileras de bombillas, sino los mismos portales cerrados y las tabernas sombrías donde se emborrachaban los bebedores de siempre, los antiguos, los de vino blanco y aguardiente a granel, boinas torcidas y faldones al aire. Buscaba a mis amigos, iba al salón Maciste, subía hasta el Martos, pero tal vez se habían ido al cine y esa noche ya no podría verlos, caminaba por la calle Nueva entre el agobio de la gente y de los villancicos, odiando las caras que veía y la ciudad en la que estaba encerrado como un preso en el patio de una cárcel, con los pasos medidos en cualquier dirección, con un hastío insoportable de rostros embotados por una felicidad tan nauseabunda como una cucharada de jarabe o de aceite de ricino, buscando a Marina, que tal vez se había ido a pasar las vacaciones a otra ciudad, alejándome hasta más allá de las últimas luces de la calle Nueva para subir a la avenida desierta de Ramón y Cajal y aventurarme en la colonia del Carmen y atreverme a llegar a su casa, donde no había luces encendidas ni ladraban los perros: nos acordamos del mismo invierno en la misma ciudad y es como si una parte de nuestras dos vidas, la de Nadia y la mía, consistiera en una sola y duplicada desolación, y cada uno posee y cuenta los recuerdos del otro, la búsqueda de alguien que aparece y se pierde como un espejismo, la soledad en medio del gentío, la huida hacia las calles mal iluminadas y hacia los confines desiertos donde alcanzaba su insoportable plenitud la desdicha enfática de la adolescencia.

Igual que Marina, él volvió a Mágina cuando empezaron de nuevo las clases en el instituto. Ella estaba en su cuarto, tendida en la cama, sin ganas de leer ni de escuchar música, sonó el teléfono en el comedor y se incorporó de un salto, su padre la llamó. Es para ti, le dijo, tendiéndole el auricular, dejó sobre la mesa el periódico que había estado leyendo y desapareció tan discretamente que ella no se dio cuenta hasta que oyó cerrarse la puerta del vestíbulo. No había vuelto todavía cuando ella salió con una gran bolsa de plástico en la mano, repitiendo mentalmente, para tranquilizarse, el nombre de una calle, el número de una casa, la letra de un piso donde él ya estaba esperándola. Llamó al timbre, oyó un roce de pasos, él estaría viéndola, diminuta y cóncava, a través de la mirilla, más nervioso que ella tal vez, mucho más inseguro, necesitando fingir que tenía demasiada experiencia para ser vulnerable. Pero no quiero que Nadia me siga contando, incluso me niego a imaginar lo evidente, lo que esa tarde sucedió y volvió a repetirse muchas veces hasta mediados de junio, no sólo el temblor de los primeros abrazos y la impaciencia de manos y lenguas en el camino ya indudable hacia el dormitorio: tampoco el juego turbio y angustioso de una clandestinidad que no era únicamente política, ni las previsibles canciones que él le hizo escuchar, ni todos los sueños degradados por la palabrería y la mentira. La miro desnuda y reclamándome en la media luz de un anochecer o de una madrugada insomne y no puedo soportar la evidencia de que otros hombres han estado con ella y les ha sonreído al tenderles sus brazos separando los muslos igual que me recibe a mí. Hasta ahora nunca supe que el amor quiere prolongar su dominio hacia el tiempo en que aún no existía y que se pueden tener celos feroces del pasado.