Está sonando una canción y no sé desde dónde me llega ni cuál es su título, una voz quejumbrosa y familiar aunque no sepa de quién es ni cuánto tiempo hace que no la oía, la he encontrado moviendo al azar el dial de la radio mientras conduzco de noche y en seguida reconozco el ritmo del bajo y repito la letra, ha empezado a oírse en la máquina de un bar, en una calle de Mágina, o en una habitación de la casa futura de Nadia, en una pluralidad de lugares y tiempos que la música vuelve simultáneos, y en los segundos que tardo en acordarme del cantante y del título revivo como a tientas una tarde de junio despojada todavía de su fecha exacta, pero no de una vigorosa sensación de entusiasmo y de pérdida, de pesadumbre de verano próximo, un dolor sin alivio hecho con los mismos materiales de la felicidad, un perfume de madreselva y unos ojos verdes sombreados de rímel, unas piernas morenas y desnudas, de tobillos delgados, un cuerpo acariciado en los sueños, vislumbrado de lejos en las calles de la ciudad o en el patio del instituto, rozado con fugacidad y deseo en una banca, o en el tumulto a la salida de la clase, con los pormenores que luego excitan el insomnio, la transparencia de una camisa que revela los tirantes del sujetador, esa cabeza inclinada sobre la que se derrama el pelo negro y esa penumbra de la blusa donde resplandece un temblor de carne blanca y cálida y apretada, Otis Redding, me acuerdo, y la canción es My girl, yo voy silbándola un domingo de finales de mayo o principios de junio, a la caída de la tarde, viendo al final de la calle Nueva un ocaso rojizo que brilla en los azulejos de las cúpulas del hospital de Santiago, he dejado a mis amigos jugando al billar en las honduras lóbregas del salón Maciste y he salido a la calle Gradas y luego a la plaza del General Orduña con el presentimiento imperioso de que voy a ver a Marina, y ellos ya ni se extrañan, acostumbrados a mis rarezas, aburridos de mi silencio: dice Martín, burlándose, que se me ha puesto cara de cantante melódico, y Félix que estoy en los sitios como si ya me hubiera ido de ellos, pero no puedo evitarlo, y menos ahora, que han acabado las clases y sólo veo a Marina en el instituto durante los exámenes, procuro sentarme cerca de ella, algunas veces en la misma banca, y otras en la de atrás, le veo los muslos morenos y ceñidos por la minifalda y la blusa entreabierta y la dejo copiarme o le digo en voz baja las respuestas que ella no sabe, incluso una mañana, el viernes pasado, nos encerramos juntos en un aula vacía para preparar el examen de inglés, y le chocaba mi pronunciación americana, aprendida en los discos, se fijaba sonriendo en mis labios y curvaba golosamente los suyos, y de tenerla tan cerca y oler su perfume ligeramente ácido y ver su boca y su lengua tan húmeda apareciendo entre los labios pintados empecé a sentir una excitación parecida al mareo, vacío en el estómago y debilidad en las rodillas, y por miedo a que advirtiera la prueba evidente de lo que me sucedía crucé las piernas y me aproximé un poco más al filo de la mesa, pero eso fue peor, porque encontré las suyas, y en vez de echarnos hacia atrás las mantuvimos juntas, y entonces, más hondo que el perfume y que el olor del champú y del jabón de baño, noté otro olor que no sabía definir ni nombrar, aunque tuviera a mi disposición alguna burda palabra suministrada por Pavón Pacheco, y pensé con secreta avidez y vergüenza en lo que hallarían mis manos si se deslizaran muslos arriba y traspasaran el filo tenso de las bragas, y Marina, que hasta ese momento había sido poco más que una presencia intangible hecha a partes iguales de asombro, de onanismo y de literatura, como casi todas las mujeres a las que he amado después en mi vida, salvo una, la última, se convirtió para mi solivianto en una mujer verdadera y carnal, con pechos que podían acariciarse y apretarse, con bragas tal vez humedecidas y secreciones y olores que no procedían de un perfume de color dorado y nombre poético sino de la evidencia de un cuerpo que existía tan materialmente como el mío y podría ser tocado y besado y mordido si yo seguía acercándome a ella y ponía mis labios en su boca y derribaba los libros y las hojas de apuntes para estrecharla contra mí, para hundir mi cara en sus pechos y mi mano en sus muslos y perderme en la mirada de sus grandes ojos verdes, de un verde agreste y húmedo, como una umbría de agua y de vegetación en una tarde de verano, un verde transparente que brillaba más por el contraste con la piel morena de su cara, ese moreno suave de las piscinas y el dinero, el pelo negro y la sombra verde oscuro del maquillaje de sus párpados: fue tan sólo un instante, el tiempo inasible que transcurre entre dos campanadas de reloj o dos timbrazos de un teléfono, el vértigo que precede a un salto que al final no se dará, y cuando terminó todo volvió a ser imposible y yo fui de nuevo aniquilado por la cobardía y la desdicha. La sonrisa aún duraba en los labios de Marina, pero había cambiado la expresión de sus ojos, y ahora me miraba otra vez como si no acabara de verme, como ve una mujer de diecisiete años a un tipo de su misma edad, con una naturalidad asexuada y tal vez compasiva, sus piernas ya separadas de las mías debajo de la mesa, su voz nasal, de hija de médico que vive en un chalet, pronunciando con descuido unas palabras inglesas, preguntándome qué iba a hacer cuando terminara el curso, adónde iría de vacaciones, por qué carrera me había decidido. Me pareció que había un tono de nostalgia en sus palabras al hablar de un futuro en el que seguramente no volveríamos a vernos, y pensé decirle que la iba a echar mucho de menos, que no podía soportar la idea de no encontrarme con ella todas las mañanas en el instituto, pero las cosas que imaginaba nunca cobraban el sonido de mi voz ni la consistencia de la realidad, y cuando sonó en el pasillo el timbre que anunciaba el examen de inglés salí con ella en silencio y me decía que iba a atreverme a invitarla a una cerveza en el Martos, pero no me atreví, tan fácil como hubiera sido, y no sólo por el miedo y casi la certeza de que me diría que no, sino porque era incapaz de concebir la posibilidad de que ocurrieran las cosas que más desesperadamente deseaba.

Y ahora me marcho como un sonámbulo del salón Maciste oyendo a mi espalda los golpes nítidos de las bolas de billar y el belicoso estrépito de los futbolines y la luz de la tarde y el olor de las acacias y del agua en la plaza del General Orduña se agregan al recuerdo de la mirada de Marina y a la voz de Otis Redding escuchada al pasar bajo un balcón abierto o en la radio de un coche para ofrecerme la seguridad insensata de que estoy a punto de verla y de que la habría perdido si me hubiera quedado unos minutos más con mis amigos. Me miro en el escaparate de esa tienda nueva de fotos que hay en los soportales, compruebo con satisfacción que el flequillo me cae sobre los ojos y que el pelo me tapa las orejas, me veo delgado y ágil con mi pantalón vaquero, mis zapatillas deportivas y mi blusa negra, casi me parezco de lejos a Lou Reed en la luna del escaparate, aunque me haría falta una cara más chupada y unas gafas oscuras. No recuerdo por qué razón, llevaba más dinero que de costumbre aquel día: compro unos cuantos cigarrillos rubios en el puesto de ese hombre con las piernas cortadas que estuvo en la guerra con el tío Rafael, huelo uno de ellos, pasándolo despacio bajo la nariz, el papel tan suave, el olor penetrante y delicado del tabaco americano, el mareo que da, ya lo dice Pavón Pacheco, la vida buena es cara, hay otra más barata, pero eso no es vida: me lo pongo en los labios, vuelvo a mirarme en el escaparate, vigilo a mi alrededor por miedo a que me vea algún conocido de mi padre, subo a la calle Nueva, sin encender aún el Winston, porque es un placer muy caro y hay que administrarlo, y presiento con emoción y pavor que cada paso que doy me aproxima a ella, la veré dentro de unos minutos, irá sola y me dirá que había salido en mi busca, que se ha pasado el fin de semana esperando una llamada de teléfono, le propondré con el desapego de los tipos adultos que venga conmigo a tomar una cerveza y a oír algún disco, y cuando esté sonando Take a walk on the wild side en la máquina del Martos le iré traduciendo en voz baja la letra y me acercaré tanto a su cara que sin darse cuenta ya estará besándome. La imaginación se apresura por delante de mí, yo aún voy caminando por la acera de la calle Mesones donde acaban de abrir la heladería de Los Valencianos y una parte enajenada y ansiosa de mi alma ya ha entrado en el porvenir y está viendo la verja de la casa de Marina, viéndola a ella, perfeccionando los detalles de una de mis mentiras preferidas, las que no cuento a nadie más que a mí mismo: nos hemos citado por teléfono, he marcado sin nerviosismo ni error el número de su casa desde una cabina, he llegado a la colonia del Carmen silbando perezosamente My girl y en cuanto he tocado el timbre ella ha salido al jardín con una falda muy corta y una sombra verde oscuro alrededor de los ojos, con esa manera tan dispuesta de andar y esa mirada llena de promesas que tienen las mujeres cuando acuden a una cita. Tanto deseo en vano, hacia tantas mujeres, durante tantos años, tantas figuraciones y propósitos y fervores estériles, confinados a la imaginación, alimentados y envenenados por ella, derribados por el desengaño, el dolor y el ridículo, sobrevividos en canciones que devuelve intactas el azar, en páginas cuadriculadas de diarios que sólo una confusa piedad hacia lo que he sido no me deja romper, irrevocables decisiones que nunca se convirtieron en actos y perduran como fantasmas de la voluntad mucho después de que el sentimiento que las dictó se haya extinguido.

Pero hay algo en ese atardecer de domingo que antes no existía, una sensación de premura y despojo que ha ido creciendo a medida que se acercaba el final del curso. Se ha adelgazado la consistencia de las cosas y los colores son ahora más vivos bajo una luz ya de verano, y los olores más intensos, el tiempo discurre con una desconocida liviandad y parecen más breves las clases y los días y hasta las canciones, una moneda en la ranura de la máquina de discos y en menos de tres minutos se acaba la música, y con ella la exaltación de tanta ternura imaginada, la plenitud furiosa de las guitarras y la batería, tantas afirmaciones y huidas y búsquedas demasiado perentorias para que alguien o algo las satisficiera. Y en esa urgencia detenida, en la repetición de caminatas, canciones, exámenes, encuentros fugaces con Marina, días tachados en los calendarios, aprendíamos lentamente y por primera vez que nuestras vidas de siempre estaban a punto de cambiar, y había delante de nosotros fechas definitivas y pasos que ya no tendrían vuelta. Era, aquella tarde de domingo, con las heladerías ya abiertas y las muchachas vestidas de colores claros, con un azul de postal en el cielo de Mágina, sobre las casas de cal blanca y las torres doradas por el sol, el descubrimiento inaudito de que algunas cosas ocurren por última vez: en la semana siguiente habría un último examen en el instituto, y cuando pasara el verano y terminaran los días tibios de la feria de octubre ya no volveríamos nunca más a las aulas. Viviríamos otras vidas en ciudades lejanas, y el tiempo habría perdido su tediosa eternidad circular, la rotación de los cursos, de las cosechas, de los trabajos en el campo, hasta de los paisajes amarillos, ocres, verdes, azulados, que habíamos visto sucederse en el valle del Guadalquivir desde antes de tener memoria o uso de razón. Desde ahora el tiempo era una línea recta que se prolongaba en dirección al porvenir y al vacío, como en las canciones con ritmo de blues y velocidad de viaje en coche por una carretera que nos gustaban tanto, y yo sentía que acaso estaba repitiendo por última vez la caminata de siempre hacia el hospital de Santiago y la colonia del Carmen en busca de Marina: pensaba en el futuro tan próximo, en mi vida en Madrid, miraba desde el final de la calle Nueva la carretera sin misterio donde terminaba la ciudad y regresaban a mí el miedo y la excitación de mirar junto a Félix, cuando éramos niños, desde los terraplenes de la calle Fuente de las Risas, el valle ilimitado y los picos de la sierra de Mágina sabiendo que más allá de las montañas azules que una vez había atravesado a pie y muerto de fatiga y de hambre mi abuelo Manuel, y por la que se volvió tranquilamente de la guerra el tío Pepe montado en un mulo, había otras llanuras, otras ciudades mucho mayores que la nuestra, y después ríos cuyos nombres ignorábamos y cordilleras más altas y mares de un azul tan oscuro como el de los planisferios: iba buscando a Marina aquella tarde y ya me veía solo y extraviado en una calle de Madrid y era como cerrar los ojos de noche y soñar que alzaba el vuelo y que veía en el fondo de la oscuridad luces de casas que temblaban como velas, bombillas encendidas en las últimas esquinas de ciudades sin nombre, boscosos archipiélagos iluminados por la luna con reflejos metálicos.