Era domingo, tenía dinero en el bolsillo, me imaginaba solitario y audaz. En un bar al que íbamos de vez en cuando porque en su máquina de discos había dos o tres buenas canciones pedí un cubalibre y estuve oyendo a Janis Joplin cantar Summertime. Sentado al final de la barra, junto a las cristaleras, veía al otro lado las casas de la colonia, la calle por donde salía Marina todas las mañanas para subir al instituto. Era un bar triste y más bien sucio, uno de esos bares inexplicables que permanecen abiertos en una zona poco frecuentada de la ciudad y en los que no entra casi nadie. Pero me gustaba oír allí a Janis Joplin, que en aquella máquina era una rareza, su voz furiosa y quemada entre los discos de Manolo Escobar, de Fórmula V o de Porrina de Badajoz, incluso había uno mucho más antiguo, Soy minero, de Antonio Molina, que nada más sonar me hundía en una congoja y en una felicidad inconfesables, como las canciones de Joselito, qué vergüenza y qué rabia. Me gustaba sobre todo estar solo y saber que no me conocía nadie en un barrio tan distante del mío, y labrarme, con la ayuda del cubalibre, del cigarrillo americano y de la música, una identidad misteriosa, arbitraria y futura: un tipo que bebe y fuma acodado en una barra de cinc, que mira por la ventana con la misma curiosidad neutral de un forastero y cruza el bar en dirección a la máquina iluminada de naranja y de rosa y elige de nuevo una canción en inglés sin quitarse el cigarrillo de la boca. Agradecía como un grito de aliento y de complicidad la rabia póstuma de Janis Joplin, llegada a Mágina y a aquel bar y a mi vida quién sabe por qué suma de azares, venida desde otro mundo donde hacía mucho tiempo que dejó de escucharse, pues no me daba cuenta entonces de que la mayor parte de las voces que oía en los discos eran voces de muertos, y de que las promesas de libertad fulgurante que venían a ofrecerme se habían extinguido varios años atrás. Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Otis Redding, estaban muertos cuando a nosotros nos revivían sus discos, de Eric Burdon y de Lou Reed nos dijeron que eran muertos en vida, aniquilados por la heroína y el alcohol, las canciones de los Beatles que más nos gustaban pertenecían a un pasado lejano, que había existido cuando nosotros sólo oíamos las novelas de Guillermo Sautier Casaseca y esas canciones de Antonio Molina que me seguían deparando a traición una dulzura insoportable. Íbamos a llegar tarde al mundo, pero no lo sabíamos, nos preparábamos avariciosamente para asistir a una fiesta que ya había terminado, yo entornaba los ojos y aspiraba el humo del cigarrillo rubio y notaba el efecto del cubalibre y el remoto verano anunciado por Janis Joplin y desmentido por su desastre y su muerte se dilataba ante mí como un candente paraíso de desarraigo y de viaje, cabellos largos y guitarras y sexo: en Madrid, en Nueva York, en San Francisco, en un bar donde yo estaría acodado en la barra y escuchando a Janis Joplin, aparecería Marina, y el temple de la experiencia y la temeridad del alcohol me empujarían hacia ella, no hacia un noviazgo tímido y tedioso, no hacia el matrimonio, la estabilidad y los hijos, sino hacia una celebración salvaje y libertaria del deseo. Queremos el mundo y lo queremos ahora, decía una canción de Jim Morrison que me sobrecogía como un anuncio de apocalipsis.

Apuré el cubalibre. Pregunté cuánto valía, conté el dinero que llevaba y pedí otro más. Puse Summertime por tercera vez y cuando volvía a mi lugar de la barra vi a Marina al otro lado de la calle. Pensaba tanto en ella, era tan incapaz de recordar su cara, que cuando la veía tardaba un poco en reconocerla: con el pelo recogido cambiaban sus facciones, parecían más anchos sus pómulos y sus ojos más grandes, era otra y ella era misma, y esa modificación, como la que sucedía cuando llevaba pantalones después de varios días de ponerse una falda, agregaba al reconocimiento del amor el aliciente de lo inesperado, la codiciosa intuición de que en una sola mujer hay varias mujeres, un prisma sucesivo de perfiles y miradas que uno desearía distinguir y atesorar para que la monotonía no gastara nunca su atención insaciable. Aun de lejos advertí que iba muy pintada, que esperaba a alguien, que parecía menos joven que en el instituto. La vi quieta en la acera, con un bolso al hombro, tan inaccesible y súbita como una figuración de mi deseo, con los pechos altos y las caderas ceñidas y los muslos desnudos en el atardecer todavía luminoso de junio, y me gustó tanto que me quedé paralizado, igual que la otra mañana, cuando estaba como un idiota frente a ella en un aula vacía recitando verbos irregulares ingleses y me llegaba el olor denso de su cuerpo sin que yo me atreviera a sostener su mirada ni a adelantar un poco más mis rodillas. El personaje tan laboriosamente edificado por mí con el auxilio del alcohol y la música se desvaneció igual que arde un guiñapo de paja: ya era de nuevo yo mismo, nadie, yo soy aquel que por la noche te persigue, cantaba Martín burlándose de mí cuando me sorprendía merodeando por la colonia del Carmen. Miraba hacia donde yo estaba pero no me veía, tal vez se estaba viendo a sí misma en las cristaleras del bar. Bebí un poco más de cubalibre, un hombre desesperado y maduro que se entrega al alcohol, mareado ya, casi borracho, invisible, espiando a Marina desde un bar sombrío donde ya era de noche, acordándome ahora de la voz de Otis Redding, de la manera dulce y terminante en que sonaban las trompetas, como si anunciaran la llegada de una mujer y la culminación de una cita, My girl.

Muy pronto ya no estuvo sola: el mismo tipo alto de otras veces, tan sólo tres o cuatro años mayor que yo pero a una distancia tranquila y humillante de mi adolescencia, de mis granos en la cara y de mi timidez sin remisión, sonriente, con los rasgos duros, como definitivos y forjados, no como yo, que tenía la cara y el cuerpo a medio hacer, según me decía mi abuela Leonor: los vi besarse, no en la boca, qué alivio, sino en las mejillas, un beso en cada una, como hacían los que regresaban en vacaciones de la universidad, seguro que el tipo estudiaba en Granada o en Madrid o había terminado ya la carrera y hasta tenía coche o una moto rugiente y llevaba a Marina abrazada a su cintura, su vientre y sus pechos adheridos a él y su pelo negro y largo al viento. Al menos no se cogieron de la mano. Los vi subir por Ramón y Cajal y sin que mediara una decisión de mi voluntad pagué los cubalibres y salí tras ellos. Ahora yo era el espía de la canción de Jim Morrison o un pistolero sentimental y despiadado que persigue por los callejones turbios y los clubs a la mujer sin escrúpulos que lo engaña con su peor enemigo. Iba por la otra acera, rozando la pared, no sólo por precaución, sino porque no tenía costumbre de fumar rubio americano y beber cubalibres, lejos de ellos, pero no tanto que no pudieran descubrirme si se volvían, aunque me daba igual, estaba algo borracho y era invisible, murmuraba imitando la voz de Jim Morrison, soy un espía en la casa del amor, conozco el sueño que estás soñando ahora mismo, conozco tu miedo más secreto y profundo, sé la palabra que anhelas escuchar, lo sé todo. Poco a poco me iba ganando la desolación de los anocheceres de domingo, más intensa en las calles anchas y despobladas de aquella zona de la ciudad, entre garajes cerrados, bloques de pisos y escaparates de tiendas de coches, una desolación sedimentada desde los domingos inacabables de la infancia y hecha de aburrimiento y de vacío, de miedo a las primeras clases de los lunes, agravada minuto a minuto por la declinación de la luz y la llegada de la noche: ya se encendían las primeras farolas sobre la avenida y parpadeaba el ámbar en los semáforos, y cuando Marina y el intruso que caminaba junto a ella se internaron en el parque Vandelvira ya resplandecían en la claridad tenue del final de la tarde los chorros de agua luminosa de la fuente y venía hacia mí una brisa húmeda: los perdí entre los setos y los árboles, temí que estuvieran besándose en un banco, o que hubieran abandonado el parque sin que yo lo advirtiese, pero no, los vi muy cerca, sentados en la glorieta que circundaba la fuente, de espaldas a mí, un brazo del tipo sobre los hombros de Marina, su mano rozándole la nuca erguida y el nacimiento del pelo, con descuido, como sin interés, mientras ella, de perfil, le contaba algo y se reía: era un hijo de puta, desde luego, un hipócrita, se aprovechaba de su ingenuidad y de sus pocos años e intentaba abusar brutalmente de ella, que lo rechazaba despeinada y gritando, y entonces intervenía yo, lo golpeaba en la cara, le daba un rodillazo en las ingles, con una maniobra sucia él me echaba arena en los ojos y un grupo de amigos suyos que andaban rondando por allí se le unían para darme una paliza con las cadenas de sus motos, me resistía como un tigre, mordía, golpeaba, arañaba, caía sin conocimiento al suelo, y cuando volvía a abrir los ojos Marina estaba pasándome un pañuelo humedecido por la cara tumefacta y se abrazaba a mí con sus ojos verdes relucientes de ternura y de lágrimas, de arrepentimiento y gratitud. Al cabo de unos minutos ella se levantó y dio unos pasos hacia la fuente, contoneándose mucho, casi bailando, será puta, murmuré con rencor y vergüenza de mí mismo, se volvió hacia él y estuvo a punto de verme. Clandestino, ridículo, sin dignidad, encogido tras el tronco de un árbol, vi su silueta perfilada contra los chorros azules, verdes y amarillos del agua, que iluminaban su cara con tonalidades fugaces, la vi acercarse de nuevo a él, oscilando sobre unos zapatos muy altos, aquellos zuecos con la suela de corcho que llevaban entonces las mujeres, y extender las dos manos ante sí, como si interpretara una canción. Para mi dolor y mi escarnio distinguía su risa entre el ruido del agua, veía el brillo de sus pómulos maquillados y adivinaba la expresión de sus ojos, pensando que ninguna mujer me había mirado nunca así, que esa mirada me pertenecía y me estaba siendo robada por los ojos de otro.

Al levantarse él la abrazó. Caminaron tomados por la cintura, la cabeza de ella reclinada en su hombro, los rizos sueltos de su pelo acariciándole la cara, imaginé, con la misma exactitud que si tocaran la mía, oliendo su perfume como si fuera yo quien la estaba abrazando. Decidí que no la miraría nunca más: cuando llegara mañana al examen de literatura con el Praxis me sentaría en una banca alejada de ella, y si me pedía que me pusiera a su lado le contestaría lacónicamente que no. Me volveré ahora mismo, iré a buscar a mis amigos, beberé con ellos hasta perder el juicio y la memoria, volveré tambaleándome a casa, con el cigarrillo colgado de los labios, desengañado, cínico, sin esperar nada del amor ni de nadie, dispuesto a marcharme sin que nadie sepa adónde. Salieron del parque y ya era de noche: paseaban muy despacio por la acera del instituto, se besaron mientras esperaban que cambiara al verde el semáforo, y yo supe, todavía oculto, indigno como un merodeador, que cuando cruzaran la calle entrarían en el Martos y que yo no tendría voluntad para no seguirlos. Me engolfaba como en un éxtasis de sufrimiento en la humillación atroz de no ser deseado, en una ciénaga de novelerías y de versos de Bécquer y de estribillos masoquistas. Los vi entrar en el Martos y esperé unos minutos en la otra acera, dando vueltas junto a la verja del instituto, fumando mi penúltimo cigarrillo americano. Crucé la calle como si me dirigiera hacia la consumación de un acto inhumano o heroico que trastornaría mi vida: estaba menos borracho de alcohol que de palabras. Tras la barra, el dueño del Martos me saludó como a un cliente de confianza: haría como él, me enrolaría en un barco y buscaría el olvido en la ginebra y en las mujeres de los puertos. No miré hacia el fondo, hacia el lugar íntimo donde estaba la máquina de discos y desde donde venía ahora una pestilente canción sentimental, no sé si de Nino Bravo o de Mari Trini: seguro que el tipo la había puesto para ella, seguro que ésa era la música, por llamarla de algún modo, que a los dos les gustaba. Marina solía decirme que lo malo de las canciones en inglés era que no se entendían, imbécil, pensé ahora, como si hiciera falta. Resuelto a todo, pedí otro cubalibre. Había mucha gente en la barra esa noche, parejas de novios que tomaban raciones y vermús cogidos de la mano y ruidosas pandillas envueltas en humo y en risas excitadas, pero al fondo, cerca de la máquina, sólo estaban sentados ellos dos, el tipo con su cara odiosa de chulería adulta y experiencia, Marina tan maquillada que le relucían los pómulos con un brillo de aceite, con las piernas cruzadas, sosteniendo un cigarrillo con los extremos de los dedos y bebiendo de un vaso con hielo: por un momento la vi desde fuera del amor, durante unos segundos dejé de quererla. Miraba en dirección a mí pero no me veía. El tipo se puso en pie, se acercó a la máquina, muy alto, con los hombros anchos y las manos en las caderas, un chulo de mierda, se inclinó sobre el panel iluminado donde estaban los títulos de las canciones y echó una moneda, ya verás lo que pone, me dije: volvió junto a Marina y ella lo atrajo hacia sí extendiendo su mano con las uñas pintadas y entonces empezó a sonar una canción espantosa, de Demis Roussos, una canción que le taladraba a uno los oídos, We shall dance, pero a ella debió de gustarle mucho, porque siguió la melodía moviendo los hombros y echando a un lado la cabeza como si perteneciera a un coro bondadoso, estúpido y feliz, el que sonaba en el disco acompañando a aquel gordo de barriga opulenta bajo la túnica de flores. Ya casi no sentía celos, sino rabia, hacia ella y hacia el tipo y hacia Demis Roussos, y más que nada hacia mí, por estar enamorado de una mujer a la que le gustaban esas canciones y esa clase de seductores repulsivos, por estar espiándola y emborrachándome solo en la barra del Martos en vez de andar por ahí con mis amigos, con razón se burlaban de mí y huían de mis confidencias tristes y de mi premeditado aire de desesperación.