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La cena transcurría casi en silencio. Alfred Tannenberg evitaba dirigirse a Ahmed, quien tampoco tenía gran interés en hablar con él, de manera que el esfuerzo de mantener la ficción de la normalidad recaía sobre Clara.

Apenas terminaron de cenar, Clara pidió a su abuelo que no se retirara a descansar.

– ¿Qué es lo que quieres?

– Que hablemos. No puedo soportar esta tensión que hay, entre Ahmed y tú, necesito que me digáis qué está pasando.

Los dos hombres se miraron sin saber qué postura adoptar; fue Ahmed quien rompió el silencio.

– Tu abuelo y yo tenemos diferencias de criterio.

– ¡Ah!, y eso significa que habéis decidido no hablaros, ¿no? ¡Os vais a cargar la misión arqueológica! No se puede comenzar nada si en casa parece que estamos de funeral. ¿Qué es lo que pasa? ¿Cuál es esa diferencia de criterio tan tremenda que os miráis como si fuerais a saltar el uno sobre el otro?

Alfred Tannenberg no estaba dispuesto a rebajarse ni ante su nieta ni mucho menos ante su marido. Consideraba indigna esa conversación, de manera que la cortó.

– Clara, me niego a mantener esta conversación. Preocúpate de organizar la misión, toda la responsabilidad será tuya. A ti te pertenece la Biblia de Barro , eres tú quien la debe encontrar y sobre todo quien tiene que saber conservarla. Todo lo demás es irrelevante ante lo que tenemos por delante. Por cierto, no te lo he dicho, pero me voy a El Cairo unos días. Pero antes de irme te dejaré dinero suficiente, dólares, para que puedas afrontar la excavación. Deberás llevarlo contigo y administrarlo. ¡Ah! Quiero que Fátima te acompañe.

– ¿Fátima? Pero, abuelo, ¿cómo voy a llevar a Fátima a una misión arqueológica? ¿Qué quieres que haga allí?

– Cuidar de ti.

Cuando Tannenberg expresaba un deseo nadie se atrevía a contradecirle, ni siquiera Clara.

– De acuerdo, abuelo, pero ¿no podíais Ahmed y tú hacer las paces por mí? Me siento tan incómoda en esta situación…

– Niña, no te metas. Déjalo estar.

Ahmed no había pronunciado ni una palabra más. Cuando salió el abuelo de Clara, la miró furioso.

– ¿No podías haber evitado este numerito? No te empeñes en que siempre sea Navidad.

– Mira, Ahmed, no sé qué os pasa a mi abuelo y a ti, pero sé que llevas una temporada agresivo y desagradable con todo el mundo, especialmente conmigo. ¿Por qué?

– Estoy cansado, Clara, no me gusta cómo vivimos.

– ¿Y cómo vivimos?

– Encerrados en la Casa Amarilla, al albur de lo que quiera tu abuelo. Él marca nuestra existencia, nos llena las horas del día diciéndonos qué tenemos que hacer, en qué no debemos equivocarnos. Aquí me siento preso.

– ¿Por qué no te marchas? Yo no puedo obligarte a que te quedes y tampoco te lo voy a pedir. Estás en tu derecho de tener una vida distinta si no te gusta la que tenemos.

– ¿Me invitas a irme? ¿No se te ocurre pensar que podemos irnos los dos?

– Yo soy parte de la Casa Amarilla, no me puedo escapas de mí misma. Además, Ahmed, yo soy feliz aquí.

– Me hubiera gustado continuar viviendo en San Francisco. Allí fuimos felices.

– Yo soy feliz aquí, soy iraquí.

– No, no eres iraquí, sólo has nacido aquí.

– ¿Vas a decirme de dónde soy? Claro que he nacido aquí, y me he educado aquí y he sido feliz aquí, y quiero seguir siéndolo. Yo no necesito ir a ninguna parte para ser feliz, todo lo que quiero está aquí.

– Pues yo todo lo que quiero no lo encuentro; desde luego sé que no está en esta casa ni en este país. Irak no tiene futuro, se lo están arrebatando.

– ¿Qué quieres hacer, Ahmed?

– Irme, Clara, irme.

– Pues vete, Ahmed, yo no haré nada por retenerte. Te quiero mucho, demasiado para desear que te quedes siendo infeliz. ¿Puedo hacer algo?

Ahmed se sorprendió de la reacción de Clara. Incluso se sintió herido en su amor propio. Su mujer no le necesitaba, le quería pero no le necesitaba, y dejaba claro que no haría nada por retenerle; al contrario, facilitaría su marcha.

– Te ayudaré a encontrar la Biblia de Barro . Creo que puedes necesitar mi ayuda, sobre todo si tu abuelo se va a El Cairo. Luego, cuando todos se marchen, me iré con ellos. No podré ir a Estados Unidos, pero buscaré refugio en Francia o en el Reino Unido, esperaré a que llegue el momento en que los iraquíes dejemos de estar apestados y pueda regresar a San Francisco.

– No tienes por qué quedarte, Ahmed. Agradezco que quieras ayudarme, pero ¿crees que es buena idea que vivamos los próximos meses como si no pasara nada, sabiendo que después te irás?

– ¿Tú no vendrás?

– No, no iré, yo me quedaré en Irak. Quiero vivir aquí. Me gustó América, fuimos felices allí. Yo nunca había salido de Oriente. Mi abuelo nunca me lo permitió. Mi vida transcurría entre Irak, Egipto, Jordania, Siria y nada más. Sí, me gustará ir algún día a Nueva York y a San Francisco, pero de visita. Te lo repito, yo viviré siempre aquí.

– ¿Te das cuenta de que esto es el comienzo de nuestra separación?

– Sí. Lo siento, lo siento mucho porque yo te quiero, pero creo que ninguno de los dos debemos de renunciar a ser nosotros mismos porque entonces no nos reconoceríamos y terminaríamos odiándonos.

– Si no quieres que me quede para ayudarte a encontrar la Biblia de Barro , procuraré buscar la manera de salir de Irak.

– Mi abuelo te ayudará.

– No lo creo.

– Te aseguro que lo hará.

– De todas maneras, piensa en mi oferta: no me importa quedarme unos meses. Sé que te puedo ser útil, y a pesar de mi deseo de marcharme, me gustaría ayudarte.

– Esta noche ya hemos hablado bastante, Ahmed, déjame pensar hasta mañana. ¿Dónde dormirás?

– En el sofá de mi despacho.

– Bien, tenemos que hablar de los detalles del divorcio, pero si no te importa lo haremos mañana.

– Gracias, Clara.

– Es que yo te quiero, Ahmed.

– Yo también te quiero, Clara.

– No, Ahmed, no me quieres, en realidad hace tiempo que dejaste de quererme. Buenas noches.

Volvían a estar en silencio mientras desayunaban. Fátima entró en el comedor en busca de Ahmed con paso presuroso.

– Le llama el señor Picot. Dice que es urgente.

Ahmed se levantó y salió de la estancia en busca del teléfono.

– Ahmed al habla.

– Soy Picot. Tengo ya una lista provisional de las personas que participarán en la misión arqueológica. Se la acabo de pasar por e-mail para que tramite cuanto antes los visados. También he decidido mandar a dos personas por delante con parte del material para que lo vayan montando. Cuando lleguemos el resto, me gustaría que hubiese ya organizada cierta infraestructura para que comencemos cuanto antes a trabajar.

»Necesito que arregle los papeles con rapidez para que no haya problemas de aduana ni fastidien a mi gente.

– Cuente con ello. ¿Qué manda?

– Tiendas, comestibles no perecederos, material arqueológico… Cuando lleguemos quiero que tengamos preparadas las tiendas donde vamos a vivir, y que el contingente de obreros esté seleccionado. ¿Se encargará de todo?

– De todo lo que me dé tiempo. Verá, seguramente no participaré en esta misión.

– ¿Cómo dice?

– Tranquilo, no pasa nada. Clara se hará cargo de todo. Pero no se preocupe, que estos primeros encargos los podré hacer aún yo.

– Oiga, ¿qué pasa? Vamos a invertir un montón de dinero en esa excavación; me ha costado lo que no imagina convencer a un grupo de estudiantes y arqueólogos para que vayan a Irak y ahora usted me dice que no estará. ¿Qué broma es ésta?

– No es ninguna broma. El que yo no participe en la excavación no cambiará los términos del acuerdo al que llegamos. Es irrelevante mi presencia, todo lo que necesite lo tendrá. Le aseguro que Clara es una arqueóloga muy capaz, no necesita mi ayuda para llevar adelante la expedición, ni usted tampoco.

– No me gustan estos imprevistos.

– Yo odio los imprevistos, pero así es la vida, amigo. En todo caso ahora leeré su e-mail e iré solucionando lo que pide. ¿Quiere hablar con Clara?

– No, ahora no. Más tarde.

Clara le observaba desde el quicio de la puerta. Había escuchado parte de la conversación.

– Picot no se fía de mí.

– Picot no te conoce. Se maneja con estereotipos, así que si tú eres iraquí, lo que te corresponde es llevar velo y no ser capaz de dar un paso sin tu marido. Ésa es la imagen que en Occidente tienen de Oriente. Ya cambiará de opinión.

– Le preocupa que tú no estés.

– Sí, le preocupa. Pero tú no debes preocuparte. En realidad, no me necesitáis para nada. Clara, hemos repasado hasta la saciedad lo que hay que hacer. Conoces Safran mejor que yo, y de arqueología mesopotámica nadie te puede dar ni una sola lección. Además, he pensado que puedes nombrar ayudante a Karim. Es un historiador bastante capaz. Por otra parte, es el sobrino del Coronel y le encantará participar en una misión arqueológica.

– ¿Y tú, qué le dirás? ¿Cómo explicarás que no vas a estar?

– Tenemos que hablarlo, Clara, tenemos que decidir cómo nos separamos, cuándo y cómo lo decimos, qué hacemos a continuación. Hagámoslo lo mejor posible, por ti, por mí, por todos.

Clara asintió. Deseaba sinceramente que pudieran separarse como habían comenzado a hacerlo: sin reproches ni escenas. Pero se preguntaba en qué momento y a causa de qué darían rienda suelta a todas las emociones contenidas.

– ¿Qué te ha pedido Picot?

– Vamos al despacho a leer el e-mail. Luego nos pondremos a trabajar. No hay tiempo que perder. Tengo que llamar Coronel. Picot envía por anticipado parte del material y no quiere problemas en la aduana. ¿Tienes a mano el plan de trabajo que hicimos?

– Lo tiene mi abuelo, se lo dejé para que lo viera.

– Pues ve a buscarlo y, si estás lista, te vienes conmigo al ministerio y nos ponemos a preparar la expedición. Hay que empezar a mandar gente a Safran. Puede que uno de los dos deba ir de avanzadilla.

Alfred Tannenberg continuaba en el comedor y no disimuló su enfado cuando Clara entró.

– ¿Desde cuándo te has vuelto tan maleducada que me dejas con el plato puesto en la mesa y te vas? ¿Se puede saber qué pasa?

– Era Picot.

– Sí, ya he oído que era Picot. ¿Debe parar el mundo cuando llama Picot?

– Perdona, abuelo, pero ya sabes que es importante para lograr nuestro objetivo. Ha llamado para anunciar que manda por delante el material y a algunos colaboradores para que, cuando él llegue esté todo preparado y podamos ponernos a trabajar. Debemos resolver los problemas de la aduana. Ahmed hablará con el Coronel. Y uno de nosotros dos irá a Safran para que todo esté a punto cuando empiece a llegar el material. Tenemos que seleccionar a los obreros, terminar de acordar con el jefe de la aldea el salario del que hablamos…, en fin, un montón de cosas.