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– O sea, que ahora está en Berlín -afirmaba más que preguntaba el presidente de Planet Security.

– Sí, y también ha estado en París; luego irá a Londres antes de regresar a Madrid. Es septiembre, a lo mejor puedes matricular en alguna de estas universidades a tus gorilas para que se ofrezcan voluntarios.

– Tú mismo me acabas de decir que buscan estudiantes de los últimos cursos, ¿cómo se van a llevar a alguien que se matricule en primero? No sé por qué ese empeño en que mis hombres vayan en esa misión arqueológica. Puedo encontrar otra cobertura para que estén allí.

– Órdenes del jefe.

– Robert está imposible.

– Robert está nervioso. Se trata de unas tablillas que valdrán millones de dólares. En realidad, su valor es incalculable si realmente se puede demostrar que fueron inspiradas por el patriarca Abraham. Sería un descubrimiento revolucionario, la Biblia de Barro , el Génesis contado por Abraham.

– No te entusiasmes, Ralph.

– No puedo dejar de hacerlo.

– Ahora eres un hombre de negocios.

– Pero no puedo dejar de amar la historia. En realidad, es mi única pasión.

– No te pongas sentimental, que no te va. Ya te llamaré si tengo algo. Me pongo a trabajar.

* * *

Mercedes paseaba sin rumbo por las calles que desembocan en la Piazza di Spagna. Había estado haciendo algunas compras en las lujosas boutiques de Via Condotti, Via de la Croce, Via Fratina… Un par de bolsos, pañuelos de seda, un traje de chaqueta, una blusa, zapatos. Se aburría. Nunca le había divertido ir de compras, aunque procuraba prestar atención a su arregle personal. Sus amigos le decían que era una mujer elegante, aun que ella sabía que optar por la ropa clásica era la manera de no equivocarse.

Tenía ganas de regresar a España, de volver a Barcelona, su empresa, a visitar las obras y subir a los andamios entre la miradas de terror de los albañiles, que pensaban que era un vieja loca.

La actividad constante era lo que le permitía vivir, no pensaba en nada que no fuera lo que hacía en cada instante. Llevaba toda la vida huyendo de encontrarse a solas consigo misma, aunque en realidad había elegido estar sola. No se había casado, no había tenido hijos, no tenía hermanos ni sobrinos ni le quedaba ningún pariente vivo. Su abuela, la madre de su padre, había muerto hacía años. Era una anarquista dura como el pedernal, que había conocido las cárceles fraquistas. También era la única persona que la había ayudado a poner los pies en la tierra que se sintiera parte de la gente, una más. Porque su abuela se negaba a mitificar lo extraordinario de la vida de ambas. «Los fascistas son como son -decía-, así que nada de lo que hicieron nos puede extrañar.» De esta manera acallaba sus pesadilla intentando convencerla de que lo que había pasado tenía que pasar de ese modo porque respondía al patrón de comportamiento de hombres que llevaban el sello de la maldad.

Había vivido el tiempo suficiente para ayudarla a afrontar la vida mirando de frente.

En Barcelona a aquella hora estaría hablando con el arquitecto de alguna de sus obras, discutiendo proyectos, planificando el siguiente edificio.

Solía almorzar sola en su despacho, al igual que cenaba sola en su casa delante de la televisión.

Ahora debía buscar algún lugar donde sentarse a descansar y a comer algo, porque tenía hambre. Luego regresaría al hotel andando y haría las maletas. Se iba al día siguiente en el primer avión. Carlo había quedado en pasarse por el hotel para cenar juntos en algún restaurante cercano y despedirse de ella.

Cipriani la llamó a la habitación desde el vestíbulo. La estaba esperando. Cuando bajó se fundieron en un abrazo. Era una manera de liberar el torrente de sentimientos que les oprimía a los dos.

– ¿Has hablado con Hans y con Bruno?

– Sí, me llamaron en cuanto llegaron. Están bien. Hans tiene una enorme suerte con Berta, es una mujer excepcional.

– Tus hijos también son estupendos.

– Sí, lo son, pero yo tengo tres, y Hans sólo una, de manera que tiene suerte de que Berta sea como es. Le cuida y le mima como si fuera un niño.

– ¿Bruno estaba bien? Me preocupa, le vi abrumado por la situación, como si tuviera miedo.

– Yo también tengo miedo, Mercedes. Y supongo que tú también. Que hagamos lo que tenemos que hacer no significa que tengamos impunidad.

– Ésa es la tragedia del ser humano, que nada de lo que hace queda impune. Fue la maldición de Dios cuando expulsó a Adán y a Eva del Paraíso.

– Por cierto, cuando llamó Bruno escuché protestar a Deborah. Nuestro amigo me contó que Deborah está preocupada e incluso le ha pedido que no nos vea nunca más. Discutieron, y Bruno le dijo que antes prefería separarse de ella. Que nada ni nadie le haría romper el vínculo con nosotros.

– ¡Pobre Deborah! Entiendo su sufrimiento.

– Tú nunca le has caído bien.

– Yo no le suelo caer bien a casi nadie.

– En realidad procuras no caer bien a nadie, lo que es un síntoma de inseguridad. Lo sabes, ¿verdad?

– ¿Me habla el médico o el amigo?

– Te habla el amigo, que además es médico.

– Tú puedes curar cuerpos, pero el alma no tiene cura.

– Lo sé, pero al menos deberías hacer un esfuerzo para ver de otro color lo que te rodea.

– Ya lo hago. ¿Cómo crees que he podido vivir todos estos años? ¿Sabes?, sólo os tengo a vosotros. Desde que murió mi abuela vosotros sois lo único que me liga a la vida. Vosotros y…

– Sí, la venganza y el odio son motores de la historia, y también de las historias personales. A pesar de los años que han pasado aún recuerdo a tu abuela. Era una mujer con un valor extraordinario.

– No se conformó con ser una superviviente como yo; le plantó cara a todo y a todos. Cuando salió de la cárcel no se doblegó, continuó siendo anarquista, organizando reuniones clandestinas, cruzando la frontera a Francia para llevar a España propaganda antifranquista y reunirse con viejos exiliados. Te contaré una cosa: en los años cincuenta y sesenta, en todos los cines de España antes de poner la película ponían un reportaje sobre lo que hacían Franco y sus ministros. Nosotras vivíamos en Mataró, una ciudad próxima a Barcelona, y había un cine de verano, en el que veíamos películas al aire libré mientras los chiquillos comíamos pipas. En cuanto salía la primera imagen de Franco mi abuela carraspeaba, escupía en el suelo y murmuraba bajito: «Se creen que nos han vencido, pero están muy equivocados; mientras podamos pensar somos libres», y se señalaba la cabeza diciendo «aquí no mandan». Yo la miraba aterrada, temiendo que en cualquier momento nos detuvieran. Nunca sucedió nada.

– Siempre nos acogió con afecto y nunca nos preguntó nada cuando íbamos a verte. La recuerdo siempre de negro, con el moño recogido en lo alto de la cabeza, con la cara llena de arrugas. Había tanta dignidad en ella…

– Sabía de qué hablábamos y lo que nos habíamos propuesto, conocía nuestro juramento. Nunca me lo reprochó; al revés, sólo me aconsejaba que lo que tuviéramos que hacer lo hiciéramos con la cabeza, sin dejarnos llevar por la rabia.

– No sé si lo lograremos.

– En eso estamos, Carlo, en eso estamos. Creo que vamos acercándonos al final, acercándonos a Tannenberg.

– ¿Por qué se habrá puesto al descubierto después de tantos años? No dejo de preguntármelo, Mercedes, y no encuentro la respuesta.

– Los monstruos también sienten. Esa mujer puede ser su hija, su nieta o una sobrina, vete tú a saber. Y por el informe de Marini pienso que la ha enviado a Roma para que les ayuden a encontrar esas tablillas de las que habló la chica en el congreso. Deben de ser muy importantes para ellos, tanto que ha corrido el riesgo de dejarse ver.

– ¿Tú crees que los monstruos también sienten?

– Mira a tu alrededor, piensa en la historia reciente, en todos los dictadores que has visto rodeados de su familia, con sus nietos en brazos, acariciando a su gato. Sadam, sin ir más lejos: no le importaba bombardear con gas las aldeas kurdas, asesinando a mujeres, niños y ancianos, o hacer desaparecer a los opositores a su régimen, y mira lo que cuentan de sus hijos. Han salido igual que él, pero es que además les consiente todo, cuida a sus dos monstruitos como si fueran maravillas. O Ceaucescu, o Stalin, o Mussolini o Franco, o tantos otros dictado-res a los que se les caía la baba con los suyos.

– Lo mezclas todo, Mercedes -rió Carlo-, los metes a todos en el mismo paquete. ¡Tú también eres una anarquista!

– Mi abuela era anarquista, mi abuelo también. Mi padre era anarquista.

Se quedaron en silencio, evitando seguir hurgando en heridas que aún sangraban.

– ¿Hans ha llamado ya a ese Tom Martin? preguntó Mercedes para cambiar el rumbo de la conversación.

– No, pero me dijo que en cuanto concierte la cita nos llamará. Supongo que esperará dos o tres días antes de hacer nada. Acaba de llegar y su hija Berta se alarmaría si se vuelve a marchar.

– Podría encargarme yo. Al fin y al cabo no tengo familia y por tanto nadie me va a pedir explicaciones de adónde voy ni a quién llamo.

– Dejemos que lo haga Hans.

– ¿Y tú amigo Luca?

– No te cae bien, lo sé, pero es una buena persona y nos ha ayudado, nos continúa ayudando. Me llamó antes de que saliera para aquí. Me aseguró que no había novedad, que por ahora sus ex colegas no habían movido pieza. No quiso alarmarme, pero cree que alguien ha husmeado en los archivos buscando información sobre lo sucedió. No han encontrado nada porque él nunca abrió una carpeta. El caso lo llevaba él directamente y daba las órdenes a sus hombres sin decirles quién era el cliente. Cree que también han revisado su despacho. Ha buscado micrófonos por todas partes y no ha encontrado nada; aun así, me llamó desde una cabina. Quedamos en, vernos mañana. Se pasará por la clínica.

– ¿Tannenberg?

– Puede ser él, la policía o vete tú a saber quién.

– Sólo puede ser él o la policía; no hay nadie más a quien le pueda interesar lo que ha pasado.

– Tienes razón.

Continuaron charlando hasta tarde. Pasaría algún tiempo antes de que volvieran a verse.