Las vendedoras, que ignoraban el terror que había sembrado antaño en otro mercado, la tenían por una cliente modelo.

Luego a la caída de la tarde padre e hija aparecían cogidos del brazo en la plaza del Sol, daban una vuelta a paso lento por la plaza, bajo las acacias, y regresaban a casa sin haber cruzado una palabra con nadie, ni siquiera entre sí. Fingían no percatarse de los saludos y las frases amables que les dirigían algunos vecinos movidos en parte por la cordialidad y en parte por el deseo de entablar un diálogo trivial que permitiera desentrañar el misterio que rodeaba a la pareja. Al concluir el paseo cerraban la cancela del jardín con cadena y candado. Desde la calle se podía ver aún durante algunas horas luz en las ventanas de la casa. Luego estas luces se apagaban alrededor de las diez. No recibían visitas ni correspondencia, no estaban suscritos a ningún diario ni revista. Tampoco habían puesto los pies en la parroquia ni una sola vez. Este retraimiento obstinado por fuerza tenía que originar conjeturas: era voz común que el señor Braulio poseía una renta cuantiosa, que a su muerte, que a no dudar había de producirse en breve, su hija disfrutaría de esta renta íntegramente: esto convertía a Delfina en un buen partido, una presa codiciada por los cazadotes. Pero los que al principio trataron de acercarse a ella chocaron con una barrera de indiferencia y silencio; pronto desistieron. Ahora los años transcurrían para ella con la lentitud inexorable y gélida de un glaciar; solía decirse en los corrillos que esperaba que su padre falleciera para ingresar en una orden religiosa; a esta orden aportaría sus rentas como dote. En ese momento, decían, cuando las puertas de la clausura se cierren a sus espaldas, habremos perdido para siempre la posibilidad de saber quién era y qué tragedia había arruinado su vida.

A finales de octubre de 1918 aquella pareja cuyo secreto los curiosos habían deseado tanto penetrar dejó de ser vista en la plaza del Sol. Al cabo de varios días los rumores adormecidos durante años fueron reavivados: Estará enfermo, pobre hombre dijeron. Vaticinaron que no tardaría en morir; lo habían visto muy desmejorado las últimas veces que salió a pasear; ya llevaba la muerte pintada en el semblante, decían.

Ahora todo el mundo hacía diagnósticos retrospectivos. Alguien sugirió que la enferma podía ser ella. Esta posibilidad exacerbó la curiosidad del barrio. En un "cabriolet" llegó un médico. Delfina acudió en persona a abrir el candado que cerraba la cancela. Ah, el enfermo es él, dijeron los curiosos, tal como suponíamos. Luego llegaron a la casa dos médicos más. Han convocado consulta, dedujeron. Aquella consulta marcó el inicio de un desfile ininterrumpido de especialistas, enfermeras y practicantes. Delfina seguía yendo al Mercado de la Libertad todas las mañanas. Las vendedoras le preguntaban cómo seguía su padre, formulaban votos por su pronto restablecimiento; Delfina señalaba con el dedo lo que quería, pagaba y se iba sin decir nada. Pasó el mes de octubre y la primera semana de noviembre en esta incertidumbre. Una rutina nueva y desasosegada había reemplazado la rutina antigua y tranquila de la casa y sus dos habitantes. Por fin los curiosos veían recompensada una espera de varios lustros.

En medio de la expectación general un día apareció un automóvil maravilloso. Reconocieron de inmediato al hombre que se apeó de él, cuya fotografía habían visto en la prensa continuamente. Ahora se preguntaban qué relación podía existir entre el magnate rapaz y prepotente y aquella pareja reclusa y timorata. Ella lo ha mandado llamar, dijo alguien, pero nadie le prestó atención: todos habían acudido a ver de cerca el automóvil: los asientos eran de cuero rojo; las mantas de viaje, de marta cibelina; las bocinas y los faros, de oro macizo; el mecánico que lo conducía vestía un guardapolvo gris con cuello de astracán; el lacayo, casaca verde con galones dorados.

Desde la cancela no podía verse la casa: nadie había podado los árboles ni arrancado las malas hierbas. En el jardín crecían una palmera, un laurel, varios cipreses y un almendro centenario, casi fósil. A la derecha del almendro había un estanque cenagoso y sobre el estanque un delfín desportillado y ennegrecido, cubierto de maleza, de cuya boca no brotaba ni una gota de agua. Allí revoloteaba un enjambre de libélulas de todos los colores. Por contraste con el jardín, la casa parecía limpia y no había adornos ni cuadros en las paredes ni cortinas en las ventanas entornadas. Todo relucía, pero esta apariencia era falsa: sólo estaba limpio y ordenado lo que la penumbra dejaba percibir; más allá de este espacio reducido, el que demarcaba la claridad exigua que filtraban los postigos y las persianas, todo era polvo y decrepitud: las telarañas habían invadido todos los rincones, las polillas devoraban la ropa sucia y repelente, las cucarachas engordaban con los residuos podridos de comida; diariamente se reproducían a millares en la fresquera. Este contraste horroroso era el trasunto de Delfina, la materialización de su deterioro.

– No soy yo quien te ha hecho venir sino mi padre. Él quería verte por última vez -dijo desde la oscuridad. Había acudido a abrir la cancela con el rostro cubierto por un velo espeso. No quería que él le viera la cara todavía, antes de revelarle la verdad. Ahora, dentro de la casa parecía un fantasma. Onofre Bouvila lamentó no tener encima un arma o haber dejado en el automóvil al lacayo, que las llevaba por él. Ésta era la primera frase que le oía pronunciar, pero reconoció de inmediato la voz inconfundible de la fámula-.

Pero nadie te ha obligado a venir. Tú sabrás por qué has accedido a esta entrevista -añadió. A esto no supo qué replicar-. Sube a verle y no tengas miedo: hay una enfermera con él. Yo te espero aquí.

Subió un tramo de escaleras; en varios peldaños el revestimiento de mármol había saltado dejando al descubierto la vigueta cubierta de orín. Guiándose por una fosforescencia que percibía anduvo hasta la única puerta abierta en el rellano. Entró y vio una cama con dosel, sobre la que yacía el señor Braulio. En la mesilla de noche un arco voltaico protegido por una pantalla de gasa difundía una claridad violácea; a esta luz el rostro del yacente adquiría una blancura como de pétalos de flor. En un butacón roncaba la enfermera. No necesitó acercarse al lecho para saber que había muerto hacía varias horas. Dio una vuelta por la habitación:

en el extremo opuesto al lecho había un tocador de laca con incrustaciones de marfil. Sobre el tocador vio varios botes de cremas, afeites y coloretes, pinzas, un rizador de pestañas y una colección de peines y cepillos. Del marco del espejo ovalado colgaba una mantilla de encaje negro. En el primer cajón encontró una peineta de carey. En los últimos años de su vida el señor Braulio solía envanecerse de haber servido de modelo a Isidro Nonell para sus célebres retratos de gitanas.

Ahora Nonell había muerto y no podía probarse la veracidad de esta afirmación disparatada. Al lado de la peineta había un cuchillo afiladísimo: entre la ensoñación y la violencia había discurrido su vida desventurada. Sintió una mano en el hombro y estuvo a punto de gritar. No te he oído entrar, dijo con la respiración agitada. Delfina no respondió. Ya estaba muerto cuando me hiciste llamar, ¿verdad?, quiso saber, pero tampoco obtuvo respuesta. Y a esa enfermera, ¿qué le has dado?, volvió a preguntar. Delfina se encogió de hombros.

– La última vez que nos vimos -empezó diciendo ella- te anuncié que algún día te revelaría un secreto. Ahora ya te puedo revelar este secreto, porque nunca más volveremos a encontrarnos: muerto mi padre, ya no hay razón.

– No sé de qué secreto me estás hablando -dijo él secamente. A esto siguió un largo silencio: aquel secreto había ocupado todos los pensamientos de Delfina durante los años dolorosos de encierro y luego durante los años grises de reclusión voluntaria, había sido la única cosa que la había mantenido viva. Ahora comprobaba que él no recordaba el secreto ni había experimentado en ningún momento la menor curiosidad. De todas las reacciones posibles que había construido en la imaginación y luego alterado y retocado hasta crear una verdadera literatura imaginada hecha de variantes de un solo momento, ésta era la única que no había contemplado nunca. Ahora todos aquellos años se habían deslizado inútilmente. En el silencio que reinaba en la habitación evocó una vez más aquella imagen única con la que había pasado su vida entera, vio por última vez aquella estampa sobada; sintió mecánicamente cómo él le desgarraba el camisón deshilachado que ella venía lavando y planchando a diario para esta ocasión; veía desde el colchón su cuerpo desnudo y sudoroso, cómo brillaba en sus ojos la maldad a la luz incierta de aquel amanecer de primavera del año 1888 que ahora se anunciaba en los cristales tiznados de la ventana de la buhardilla de la pensión. Había esperado aquella visita desde hacía meses y ahora el secreto consistía simplemente en ese dato nimio. Le había amado desde el momento mismo en que le vio cruzar el vestíbulo. Durante aquellos meses había oído sus pasos sigilosos en el rellano del piso inferior; se había levantado todas las noches y había salido de su alcoba, incapaz de dormir y de soportar aquella espera interminable; se había tenido que esconder cada vez que su padre salía de parranda.

Ahora revivía las manos de él en la cintura y el picor y la aspereza en los labios; se desvanecía cuando él le clavaba los dientes; luego veía en la cárcel cómo el paso del tiempo iba borrando de los pechos las marcas de los mordiscos y los moretones en los muslos y las pantorrillas; entonces creía morir de deseo y al mismo tiempo de melancolía y desesperación. El secreto consistía en esto: que las maquinaciones que él había urdido y llevado a cabo para conseguir que ella fuese suya habían sido innecesarias: ella se le habría entregado sin miramientos si él se lo hubiese ordenado. Para eso había arrojado al malvado Belcebú por la ventana de la buhardilla: con este acto cruel y penoso eliminaba el obstáculo que le retraía. Ahora había elegido ese momento para revelarle el secreto; después sería suya de nuevo, por un instante. Luego tenía pensado quitarse la vida, en el bolsillo guardaba un veneno poderosísimo. Con esto pondré fin a mi existencia miserable, meditaba. Ya que no he tenido un momento de dicha, acabaré mis días con una simetría difícil, gustaba de pensar. Ahora este plan había sido desmontado por una simple frase. La primera vez había querido entregarse al hombre que amaba y había sido violentada brutalmente, había sido robada por él de su entrega; ahora, treinta años más tarde, por segunda vez la manifestación de sus sentimientos había sido ahogada por su indiferencia antes de que pudiera ver la luz. Antes de hablar levantó el velo que le tapaba la cara con las dos manos.