Y todo esto, se decía con admiración, lo había hecho Jesucristo veinte siglos atrás con unos pescadores infelices de Galilea. Él no sabía ni siquiera entonces, con toda la información de que disponía, dónde estaba Galilea; aunque toda su fortuna hubiese dependido de ello no habría podido situarla en el mapamundi. Esto le preocupaba. Luego otros habían intentado reproducir este esquema: Julio César, Napoleón Bonaparte, Felipe II… Todos ellos habían sufrido la derrota y el fracaso más humillantes; habían confiado en la fuerza de las armas únicamente y habían desdeñado la fuerza espiritual capaz de crear un vínculo invisible, de mantener cohesionados aquellos miles de millones de partículas destinadas por sí solas a disgregarse en direcciones opuestas, a esparcirse por el espacio infinito, a chocar las unas con las otras. Pero ahora él, Onofre Bouvila, dijo, reharía esta trama, a partir de una simiente espiritual haría germinar un árbol poderoso de infinitas ramas e infinitas raíces.

La hija menor del lisiado lloraba en la cocina. En el curso de aquella noche había tenido que atender cuatro veces los requerimientos depravados del marqués y nueve veces las embestidas colosales de Efrén Castells. Esto le había provocado una ligera hemorragia y fuertes dolores; su hermana mayor había tenido que abandonar el piano y reemplazarla en la alcoba. Ahora ella ayudaba a la mediana en la cocción de panellets, de los que el gigante había consumido ya catorce kilogramos a pesar de que los piñones le producían, según dijo, ataques agudos de priapismo. En el marco de la ventana podía verse romper el día, un cielo plomizo, cargado de lluvia. Círculos negros rodeaban los ojos del marqués. A pesar de las interrupciones Onofre Bouvila había acabado de exponerles su plan. Ni él ni el gigante de Calella habían comprendido este plan ni lo que se esperaba de ellos en relación con el plan o la ejecución del mismo. Ambos abrigaban serias dudas sobre la cordura de su amigo. Ninguno, sin embargo, se atrevía a decir nada: temían que cualquier comentario desencadenara nuevamente aquella cascada de disparates solemnes a la que habían sido sometidos durante horas interminables. Onofre Bouvila sonreía: la vigilia no parecía haber afectado su talante. Ahora empezaba la negociación y sabía que acabaría saliéndose con la suya. Así dio comienzo el proyecto más ambicioso de su vida; también su mayor fracaso. Todo fue mal desde el principio, todo anduvo con mal pie. Finalmente sus amigos y aliados le volvieron la espalda y se encontró solo de nuevo.

5

En aquella callejuela se había formado una hilera de automóviles: en los radiadores centelleaba el sol de invierno, por los guardabarros que reflejaban el cielo azul transitaba alguna nube blanca solitaria. Los automóviles avanzaban unos pocos metros y se detenían, permanecían un ratito quietos y volvían a avanzar unos metros más. Al llegar al final de la callejuela doblaban a la derecha. Entraban en otra callejuela más estrecha aún, más oscura, en la que el sol no había entrado nunca. Allí, a escasos metros de la curva se detenían finalmente ante una puerta de hierro sobre la que había un diminuto farol de gas, ahora apagado, pues era mediodía. Allí un portero de levita, sombrero de copa y botonadura dorada abría la puerta del automóvil, se quitaba el sombrero de copa cuando bajaba el ocupante de aquél, doblaba la espalda, cerraba la puerta, volvía a colocarse el sombrero de copa, se llevaba a los labios un silbato y lo hacía sonar. A esta señal el mecánico ponía en marcha el automóvil y el siguiente en la fila ocupaba su lugar ante la puerta. Así sucesivamente.

Cuando el automóvil que acababa de partir llegaba al final de esta segunda callejuela, doblaba otra vez a la derecha, como había hecho anteriormente, y tomaba una nueva calleja, ésta muy corta, que desembocaba en una plaza. Allí los automóviles que ya habían pasado ante el portero, que habían depositado ante la puerta a sus ocupantes, esperaban bajo las acacias ser llamados nuevamente por el silbato. Un bodegón situado en una de las esquinas de la plaza había sacado a la acera mesas y sillas y unos parasoles a listas azules, amarillas y rojas. La brisa movía los flecos de los parasoles. Allí se servía cerveza y vino con sifón a los mecánicos y, si éstos querían, también olivas rellenas, boquerones en vinagre, patatas estofadas con pimentón, sardinas en escabeche, etcétera. A medida que se iban acumulando los automóviles en la plaza iba aumentando el número de mecánicos que hacía el aperitivo en aquel bodegón. A las doce y media la plaza estaba repleta de automóviles; ya no cabía uno más. Por suerte, habían llegado todos los que tenían que llegar y sus ocupantes, después de haberse apeado con ayuda del portero ceremonioso habían sido conducidos desde la puerta de hierro a sus asientos por unas señoritas cuyo aspecto por fuerza había de llamarles poderosamente la atención. No porque no fueran jóvenes y tal vez agraciadas. Llevaban unos vestidos rectos, que les caían de los hombros como cilindros sujetos por unos tirantes de cordoncillo, sin resaltar el busto ni la cintura; estos vestidos eran de lentejuelas blancas y acababan uno o dos centímetros por encima de la rodilla; de este modo quedaban al descubierto no sólo los brazos de las señoritas, del hombro a las uñas, sino también las piernas, unas piernas largas, musculosas y nervudas, más propias de un ciclista que de una dama digna de tal nombre. A estas extravagancias se sumaba un maquillaje abigarrado, como a chafarrinones, y una cabellera muy corta y lacia ceñida por una cinta de seda de unos dos centímetros de altura. Los caballeros se hacían cruces. ¿Ha visto usted qué espantajos?, se decían. Con estas fachas yo no sé decir si van o vienen.!Válgame Dios¡ Lo que es hoy en día ya no hay forma de saber si son hombres o mujeres. Si esto sigue así yo me hago del ramo del agua. ¿Qué quiere usted, amigo mío?, son los dictados de la moda. Pues yo sólo le digo esto: que si un día veo a mi hija con estos pingajos del primer bofetón le hago una cara nueva. Esto traerá cola, y si no, al tiempo. Mal empezamos, fue el dictamen. Ahora el marqués de Ut se lamentaba de haber avalado con su prestigio semejante espectáculo, se arrepentía de haberse dejado persuadir por la obstinación de Onofre Bouvila. Ninguno de ambos podía ser visto en aquellos momentos en el salón. Era Efrén Castells quien oficialmente había convocado a los presentes, quien daba la cara. El gigante de Calella gozaba de buena fama entre la gente bien de Barcelona: era sumamente serio en todas sus actividades, prudente en sus iniciativas y en los pagos, puntual y riguroso. Nunca se había visto mezclado en ningún escándalo, ni económico ni de ningún otro tipo. Era tenido por un padre de familia ejemplar; se le conocían devaneos, era proverbial su afición a las faldas y se murmuraban de él proezas en este campo, pero nadie atribuía estas cosas sino a la exuberancia de su naturaleza. Era rumboso sin prodigalidad, lo cual gustaba; hacía obras de beneficencia sin ostentación y se había convertido en un coleccionista de pintura sagaz y respetado por críticos, artistas y negociantes. Ahora ponía en juego este prestigio ante quienes lo sustentaban. No quisiera estar en su pellejo, murmuró el marqués. Onofre Bouvila no le contradijo: ambos espiaban lo que ocurría en el salón desde un palco, detrás de una celosía. El patio de butacas se había llenado casi por completo. Ahora muchos de los asistentes al acto advertían hallarse en la platea de un teatro, al que habían entrado por la puerta trasera, por la entrada de artistas. ¿Qué hacemos aquí?, se preguntaban. ¿Una función privada?, ¿y a mediodía?, ¿qué diablos? Dos focos convergentes iluminaron el escenario.

Ante el telón corrido estaba Efrén Castells: en ese lugar preeminente y vestido de chaqué parecía más grande aún de lo que era. Un gracioso empezó a cantar "el gegant del Pi ara balla, ara balla"; fue coreado por toda la concurrencia con grandes risas. Esto va a ser una cuchufleta sin fin, masculló el marqués desde su puesto de observación; si yo estuviera en su lugar, ya me habría muerto del sofoco. Onofre Bouvila sonrió: Tiene la piel más dura de lo que te figuras, dijo. Lo recordaba pidiendo a voces el crecepelo mágico que vendía él mismo. Luego le daba una peseta por su colaboración. Ahora es lo mismo, pensaba; siempre es lo mismo. Gracias a ese vozarrón impuso silencio sin dificultad cuando vio que se habían cansado de cantar; ya no sabían cómo seguir la broma y estaban dispuestos a escucharle.

– !Queridos amigos¡ -empezó diciendo-. Permitidme que os tutee; soy un hombre sencillo, ya me conocéis: no hay uno solo entre vosotros que no pueda decir esto de mí: en sus tratos siempre antepuso la amistad al ánimo de lucro. No os he convocado para pediros dinero -ahora todos se miraban entre sí con recelo. Onofre Bouvila le guiñó el ojo al marqués: Ya te dije que sabría lidiar este toro, le dijo. Lo importante es que lo sepa matar de la primera estocada, respondió el marqués-. Tampoco quiero haceros perder vuestro tiempo valioso con palabrería hueca. No soy elocuente y siempre he preferido usar con vosotros el lenguaje llano y práctico de la sinceridad. Sólo os pido un rato de atención. Os voy a enseñar algo que no habéis visto nunca antes de hoy.!Algo que no habéis visto nunca antes de hoy¡ -repitió para sofocar los chistes que esta frase de doble sentido había suscitado en el auditorio-. Pero esto que vais a ver en breve por primera vez lo veréis luego miles y cientos y docenas de veces. -¿En qué líos se mete?, dijo el marqués. Los números no son su fuerte, dijo Bouvila; tú déjale a su aire-. Hoy vais a tener el privilegio de esta exclusiva: ya sabéis lo que esto significa en el mundo del comercio, no hace falta que me deis las gracias. Y ya no os digo más: ahora se apagarán las luces. No tengáis miedo, que no pasa nada; que nadie se mueva de su asiento. Yo volveré a salir luego y os explicaré de qué va el asunto. Gracias por vuestra atención.

Al retirarse del escenario el telón se iba corriendo también accionado por un motor eléctrico. Cuando acabó de descorrerse se vio que la boca del escenario había sido tapada por una pantalla enorme y sin junturas visibles, hecha de un material que no parecía metal ni tela, sino una mezcla de ambas cosas, como asbesto. Luego las luces se apagaron, como había anunciado Efrén Castells, y se oyó el ronroneo de una máquina y un piano, que alguien tocaba detrás de la pantalla.

– !Maldición¡ -exclamó una voz entre el público-.!Nos van a echar una película¡

Con esta admonición sembró el pánico. Si es la del perro, me largo, gritó alguien. Las voces ahogaban el sonido del piano. En la pantalla habían empezado a distinguirse las primeras imágenes. La escena que mostraban había sido captada aparentemente en una morada de condición humilde, poco menos que una choza desvencijada a la luz contrastada de una bujía.