Los dos hermanos apuraron la sopa en silencio. Mientras esperaban el primer plato Onofre dijo: Tenía la intención de venir, pero me fue imposible. Tenía una cena con la zarina, nada menos.

– Yo no sé qué es una zarina -dijo Joan-. Tampoco te reprocho nada; a mí no me tienes que pedir disculpas.

– Por descontado -dijo Onofre-, todos los gastos en que hayas incurrido corren de mi cuenta.

– He estado pensando en vender las tierras -dijo Joan como si no hubiera oído lo que su hermano acababa de decirle-. Para eso necesitaré tu consentimiento, por escrito -miró fijamente a Onofre. De su silencio infirió que esperaba oír la continuación antes de pronunciarse-. Luego me iré a Barcelona.

No me digas nada -agregó apresuradamente, viendo que su hermano se disponía a hablar; onofre reconoció en él una expresión característica de su madre. Entre los dos habían dado cuenta del porrón, aunque Onofre apenas había bebido un par de sorbos.

– No grites -le dijo-. Aquí somos conocidos; todo el mundo está pendiente de nosotros.

– ¡Me importa un bledo! -gritó Joan.

– ¿Lo ves? -dijo Onofre sonriendo-. No eres tan listo como te figuras. Cálmate y escucha el plan que he venido expresamente a proponerte -batió palmas y al camarero que acudió le encargó que rellenara el porrón-. Sé muy bien lo que piensas; aunque apenas nos conocemos, no podemos ser tan distintos. Por fuerza hemos de entendernos bien. Estás harto de trabajar la tierra, ¿verdad? Harto del campo. ¿Cómo te voy a llevar yo la contraria? -le pasó el porrón; advirtió que Joan bebía mecánicamente; a medida que bebía se amortiguaba el brillo de sus ojos hundidos-. La tierra no da nada, eso lo sé yo bien. La riqueza está en los bosques. A esto vamos a dedicarnos a partir de ahora: a los bosques. El bosque no da trabajo, crece solo. Nada más hay que vigilar que no venga otro antes y se lleve la madera. Por la madera pagan verdaderas fortunas en las ciudades, pero alguien tiene que estar aquí, vigilando el bosque, la fuente de nuestra riqueza.

– No sé a quién quieres engañar con estas fantasías -dijo Joan-. Los bosques son de todos; nadie se los puede apropiar -había bajado la voz; tampoco él podía escapar al influjo de Onofre Bouvila: ahora cara a cara el odio acumulado durante todos aquellos años parecía pasar a un segundo plano, era vencido en contra de su voluntad por una mezcla de curiosidad y codicia.

– Hasta ahora han sido de todos -dijo Onofre-, o sea, estrictamente de nadie; pero si el valle entero se convirtiera en una entidad pública, si en vez de ser una parroquia fuera un municipio, todas las tierras que no fueran propiedad privada, todas las tierras de nadie serían tierras comunales, estarían sometidas a la administración del ayuntamiento, es decir, del señor alcalde… ¿A ti te gustaría ser alcalde, Joan?

– No -dijo Joan.

– Pues ya puedes ir cambiando de opinión -dijo Onofre.

Aquella conversación, el afán inexplicable de ganarse a su hermano, al que apenas conocía, en cuyos ojos sólo leía un resentimiento brutal, le había costado mucho dinero e innumerables gestiones que ahora recordaba. La aparición súbita de dos carabineros en el muelle le sobresaltó.

Advirtiendo el efecto de su presencia se llevaron la mano a la visera de la gorra: Usted perdone, don Onofre, no era nuestra intención darle un susto, dijeron. Buscamos unos alijos de tabaco, le dijeron. No había vuelto a ver a Joan desde el día del entierro: no había estado presente cuando tomó posesión de la alcaldía ni sabía nada de su gestión; periódicamente llegaban a sus almacenes del Pueblo Nuevo la madera y el corcho, en los que las montañas de aquella zona eran ricas. Y sin embargo, pensaba ahora, no tengo más familia, ningún vínculo de sangre sino Joan, un hijo imbécil y dos niñas cursis. Sólo los insensatos cortan sus raíces definitivamente, pensó.

3

Su hermano y él se habían separado apenas concluyeron la comida. Entre ambos persistía la frialdad del encuentro, pero habían llegado a un acuerdo. Ahora caminaba solo por las calles de Bassora. Joan había emprendido el regreso a casa a las dos y media, aprovechando las horas de luz que quedaban; su tren, en cambio, no salía hasta las ocho. Aquella ciudad que de niño le había deslumbrado ahora le parecía insulsa y fea; la atmósfera, apestosa; los viandantes con los que se cruzaba, zafios. El hollín se les ha metido en el cerebro, pensó. Sus pasos le llevaron sin proponérselo, sin ser consciente de ello, a una calle flanqueada de soportales; allí entró en una casa, subió al primer piso y llamó; a esta llamada acudió una mujer de aspecto piadoso y encogido, a quien preguntó si había vivido allí alguna vez un taxidermista. Ella le invitó a pasar al recibidor. Sí, le dijo, ese taxidermista de que hablaba era precisamente su padre; en realidad, aún vivía, ya de avanzada edad, aunque llevaba varios años sin ejercer su oficio, le dijo. Ahora vivían ambos, padre e hija, de los ahorros de aquél, modestamente, pero sin estrecheces. Al taxidermista, a cuya presencia fue conducido, le preguntó si recordaba haber disecado un mono hacía ya mucho tiempo, a lo que respondió aquél inmediatamente que sí: en su vida profesional no había tenido ocasión de disecar más monos que ése por el cual preguntaba ahora, le dijo; recordaba que había sido un trabajo difícil, porque la anatomía del mono le resultaba desconocida y por tratarse por añadidura de un ejemplar pequeño, de huesos frágiles en extremo; por eso mismo había puesto en la obra mucho empeño, le explicó: había dedicado muchas horas al trabajo, pero al final le había quedado muy bien; él mismo lo reconocía sin falsa modestia. Luego habían pasado los meses sin que el dueño del mono reapareciera; también a él lo recordaba con precisión, a pesar de haber transcurrido varias décadas: era un hombre vestido de blanco, con sombrero de paja y bastón de caña, al que acompañaba un niño. Ya ve usted si tengo la cabeza clara para mi edad, acabó diciendo el viejo taxidermista. Padre, no haga esfuerzos, dijo la mujer. En un aparte le explicó a Onofre Bouvila que se excitaba con facilidad y luego no podía dormirse hasta altas horas. ¿Qué fue del mono?, le preguntó desoyendo las súplicas de la hija.

El anciano hizo un esfuerzo visible por recordar. Lo había tenido guardado un tiempo en un armario para preservarlo del polvo. Luego, convencido de que nadie lo reclamaría ya, lo había colocado en el taller sobre una repisa, a modo de enseña. ¿Y luego? Luego no recordaba, dijo. La hija salió en su ayuda. Sí, padre, se lo quedó el señor Catasús, ¿que ya no se acuerda usted?, le dijo. Ah, sí, dijo el taxidermista jubilado. El señor Catasús y su cuñado solían traerle piezas de caza mayor para que las disecase: eran sus mejores clientes. Nunca menos de un corzo, dijo; a veces, un jabalí.

Habían visto el mono y se habían encaprichado; ya hacía años que el mono estaba allí, sobre la repisa. No consideró faltar a ninguna norma regalando el mono a unos clientes tan especiales.

La familia Catasús vivía en las afueras, en una casa pairal que el veterano de la guerra de Cuba, al que encontró en la parada de coches contigua a la estación, dijo conocer bien. Ya en la casa entregó a la criada su tarjeta de visita. Mientras aguardaba en el zaguán pensó que estaba cometiendo una tontería. De las decisiones absurdas se siguen siempre resultados fatales, se dijo. Quizá lo mejor sería renunciar a este disparate sentimental ahora, cuando aún es tiempo, reflexionó. El propio Catasús salió a su encuentro. Era un sesentón orondo, jovial y campechano. Bouvila, le dijo, ¡cuánto honor! Había oído hablar mucho de él; tenían conocidos comunes; también había llegado a sus oídos el banquete ofrecido días atrás a la zarina, le dijo. Estas cosas aquí en provincias tienen siempre una gran repercusión, confesó riéndose con llaneza. Pero, ¿a qué debía el placer de la visita? Un asunto privado, dijo él; lo expuso en pocas palabras. Le parecerá a usted absurdo que ahora muestre tanto interés por ese mono, acabó diciendo. No, no, de ningún modo, repuso Catasús con simpatía, sólo que, añadió, lamento no poder complacerle como habría sido mi deseo. Le refirió cómo su cuñado, un tal Esclasans, dueño de una destilería, habiendo visto el mono un día en casa del taxidermista, tuvo la ocurrencia de bautizar un aguardiente con el nombre de "Aguardiente del Mono"; ya había conseguido que el taxidermista le regalase el mono, cuya imagen se proponía usar como reclamo del producto, cuando el abogado que gestionaba sus asuntos en Barcelona le escribió para informarle de que ese nombre comercial había sido registrado con anterioridad; por pura coincidencia ya había en el mercado un anís que llevaba el mismo nombre. Durante cierto tiempo el mono había pasado a ser juguete de los niños; cuando éstos crecieron fue arrumbado en el desván; finalmente, apolillado y maltrecho fue arrojado a la basura.

– Es notable, con todo -dijo Catasús al término de su relato-, que después de tanto tiempo haya podido usted reconstruir la trayectoria de ese mono íntegramente -miró el reloj de péndulo como si quisiera desembararze en ese mismo instante de él y no supiera cómo. También él buscaba una fórmula que le permitiera abandonar la casa-. Pero veo que aún faltan más de dos horas para que salga su tren y estamos a dos pasos de la estación, como quien dice. Pase, hágame el favor.

Nos gustaría mucho que compartiera con nosotros un modesto refrigerio. Como ve, tenemos una pequeña reunión de familia.

Se dejó conducir a un comedor amplio, de techo artesonado y muebles de roble en el que había unas doce o trece personas.

Catasús procedió a hacer las presentaciones, a las que apenas prestó un interés pasajero. Algunos de los reunidos eran hijos de Catasús, con sus respectivas esposas; otros eran parientes de distinto grado de proximidad. Por último le fue presentado un sujeto pintoresco a quien Catasús llamó Santiago Belltall.

– Santiago es inventor -dijo Catasús por toda referencia.

Del tono de sorna que creyó percibir en su voz y de las miradas de complicidad ruiseña que le lanzaron los presentes dedujo que se trataba de uno de esos parientes pobres o desgraciados, estrafalarios y algo tontos que acaban convirtiéndose en bufones de su círculo por inadvertencia.

Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido a su vida para siempre, contaba a la sazón veintiocho años, pero aparentaba el doble de su propia edad: tenía el aspecto desnutrido y fatigado del hombre que ha dejado de comer y de dormir por causa de una obsesión; la melena pajiza, grasienta y lacia, los ojos saltones y húmedos, la nariz larga y la boca ancha, de labios finos y dientes grandes acentuaban su aspecto irrisorio; tampoco una chaqueta de lana vieja y rezurcida, una corbata deshilachada y chillona, un pantalón demasiado corto y unas alpargatas de cáñamo movían a respeto. Aunque de sobra se veía que subsistía gracias a la caridad ajena, apenas probaba los bollos y confites que tenía a su alcance sobre la mesa.