El frío, que tantas víctimas se cobró aquel invierno en Barcelona, no dejó incólume la pensión. Micaela Castro, la vidente, cayó enferma de gravedad. Mosén Bizancio trajo un médico para que la reconociera. Era un médico joven y apareció revestido de una bata blanca salpicada de manchas rojas. De un maletín sacó unos hierros sucios y algo oxidados con los que estuvo golpeando y punzando a la paciente. Todos comprendieron que el médico no sabía nada de medicina, se percataron de que las manchas de la bata eran de tomate, pero hicieron como que no lo notaban. El médico, pese a su aparente incompetencia, se mostró muy seguro en el diagnóstico: a Micaela Castro le quedaba poco de vida. No precisó la enfermedad: la vejez y otras complicaciones se la están llevando, dijo. Dejó recetados unos calmantes y se fue. Al quedarse solos los huéspedes fijos de la pensión y el señor Braulio se reunieron a deliberar en el zaguán, donde estaba la señora Agata con los pies en la jofaina. Mariano era partidario de sacar a la enferma de la pensión cuanto antes. El médico había dicho que la dolencia de la pitonisa no era contagiosa, pero el barbero era muy aprensivo.

– Llevémosla a la Casa de Caridad -propuso-, allí la atenderán bien hasta que se muera.

El señor Braulio estuvo de acuerdo con el barbero; la señora Agata no dijo nada, como de costumbre, ni dio muestras de enterarse de cuál era el objeto del cónclave; Onofre se declaró dispuesto a respaldar la opinión de la mayoría. Sólo mosén Bizancio se opuso: en su calidad de sacerdote había visitado algunos hospitales y las condiciones en que estaban los enfermos allí le parecían inaceptables. Aun en el supuesto de que hubiese una cama libre, dijo, abandonar a esta pobre mujer a su suerte en un lugar extraño, a cargo de desconocidos y rodeada de moribundos como ella sería una crueldad impropia de cristianos. Su dolencia no exigía cuidados especiales y no causaría molestia alguna, añadió.

– Esta pobre chiflada lleva muchos años en la pensión -dijo mosén Bizancio-. Ésta es su casa. Es de justicia dejarla morir aquí, rodeada de nosotros, que somos, como si dijéramos, su familia, lo único que tiene en este mundo. Tengan ustedes en cuenta -añadió mirando uno a uno a los reunidosque esta mujer tiene hecho pacto con el diablo. Le espera la condenación y una eternidad de sufrimientos. Ante esta terrible perspectiva, lo menos que podemos hacer es procurar que lo que le queda de vida terrena sea lo menos ingrato posible.

El barbero empezó a formular una protesta, pero le interrumpió la señora Agata. El mosén tiene razón, dijo con una voz bronca como la de un minero. Nadie, salvo su marido, la había oído hablar nunca; su intervención lacónica zanjó el caso. Onofre lo entendió así de inmediato y se apresuró a manifestar su acuerdo apenas la señora Agata hubo hablado. El barbero acabó por ceder: no le cabía otra salida. Mosén Bizancio prometió atender a la enferma para que su cuidado no supusiera una carga para nadie. El cónclave se deshizo amigablemente. A la hora de la cena la ausencia de Micaela Castro tendió una nube de melancolía sobre los reunidos, a quienes ya nunca volvería a distraer con sus trances.

Por fin concluyó el año 1887. Por una razón o por otra, a todos se les había antojado más largo que los precedentes; quizá porque, como sucede a veces, aquel año no había traído buena suerte. a ver si el que viene es un poquito mejor, se deseaban mutuamente los barceloneses. También es probable que el frío riguroso de las últimas semanas contribuyera a dejar un mal recuerdo del año. La nieve, allí donde no había sido limpiada, se convirtió en hielo; por consiguiente, en causa de caídas y fracturas. Esto parece el Polo Norte, decían los graciosos. Y, en efecto, la plaza Cataluña, como estaba en obras y llena de cráteres, montículos y zanjas, presentaba un aspecto desolador, de tundra. Un diario publicó al respecto una noticia chocante; en un hoyo de dicha plaza habían sido encontrados varios huevos de gran tamaño. Analizados en un laboratorio, habían resultado ser huevos de pingüino. Es casi seguro que esta noticia era falsa, que el periódico en cuestión se proponía publicarla el día de los Inocentes, y que se traspapeló y salió a destiempo. Pero este hecho mismo indica hasta qué punto el frío protagonizaba la vida de la ciudad y especialmente de quienes carecían allí de medios para defenderse de sus embestidas.

En la playa, donde habitaban los obreros sin hogar y sus familias, la situación llegó a extremos críticos. Una noche, antes que perder la vida, las mujeres cogieron en brazos a los niños y empezaron a andar. Los hombres prefirieron no seguirlas, porque pensaron con razón que su presencia imprimiría un carácter distinto a la marcha. Las mujeres y los niños cruzaron el puente de hierro que unía la playa con el parque de la Ciudadela y anduvieron por entre los pabellones a medio levantar hasta llegar al Palacio de Bellas Artes. Este Palacio, hoy desaparecido, estaba a la derecha del Salón de San Juan, conforme se entraba en él por el Arco de Triunfo, en el vértice formado por el Salón y la calle del Comercio, o sea, fuera del parque, aunque dentro del recinto de la Exposición Universal. El Palacio de Bellas Artes media 88 metros de largo por 41 de ancho; su altura era de 35 metros, sin contar las cuatro torres rematadas por cúpulas coronadas por otras tantas estatuas de la Fama, que las adornaban.

Dentro del Palacio, amén las salas y galerías destinadas a exhibir obras de arte, había un salón magnífico, de 50 metros por 30, en el que habían de tener lugar los actos más solemnes del certamen. En este salón las mujeres y los niños pretendían pernoctar. El oficial de la Guardia Civil destacado en el parque notificó el hecho a las autoridades competentes. Haga ver que no se ha enterado, le contestaron.

– Pero si es que están haciendo hogueras en mitad del salón -dijo el oficial- y el humo sale por los ventanales.

– ¿Y qué? No vamos a emprenderla a tiros y que salga la noticia en la prensa extranjera a sólo cuatro meses de la inauguración. Usted como si nada, y ya veremos -fue la respuesta oficiosa.

– Está bien -replicó el oficial-, pero quiero una orden por escrito. Si dentro de media hora no tengo esa orden en mis manos, hago desalojar el Palacio como sea: organizo una degollina y declino toda responsabilidad. Y conste que tengo emplazada una ametralladora en el tejado del CaféRestaurante para írmelos cargando a medida que vayan saliendo.

Fue preciso enviar un concejal que arrostrando el frío y dándose de costaladas en el hielo llegó con la orden al lugar de autos antes de que el oficial cumpliera su amenaza. Al día siguiente se negoció y se acordó que las familias de los obreros, pero no éstos, ocuparan durante dos semanas los nuevos cuarteles de la calle Sicilia. Allí podían hacer fuego y lo que les viniera en gana. Negociar con las mujeres no fue fácil. Efrén Castells les había vendido varios frascos de crecepelo y a algunas les había salido barba. El regidor que en nombre del alcalde acudió al Palacio de Bellas Artes hubo de enfrentarse a un comité de mujeres barbudas. No estaba preparado para ello, accedió a todo cuanto le pidieron y sólo su vinculación a círculos poderosos le libró de ser depuesto de su cargo. Todo porque a Efrén Castells las mujeres le hacían perder el seso. Era un verdadero sátiro: con la excusa de vender crecepelo se introducía en las chabolas cuando los hombres estaban ausentes, trabajando en la obra, y allí hacía estragos. Tenía un aspecto viril que gustaba a casi todas, su talante era jovial, sabía adular y gastaba el dinero con alegría, de modo que la suerte en el terreno sentimental no le era esquiva. Onofre no veía con buenos ojos las inclinaciones de su socio. El día menos pensado vamos a tener un disgusto serio por tu culpa, le decía.

– No tengas ningún miedo -respondía Efrén Castells-; conozco bien a las hembras: engañan a sus maridos por una nonada, pero se dejarían despellejar antes que hacer traición al galán que las engatusa. ¿Que por qué, dices? ¡Chico, a mí que me registren! Les gustará sufrir, digo yo. Si quieres que una mujer te proteja, maltrátala y traiciónala; no hay mejor sistema. Yo porque soy un alma de cántaro, que si no, conociéndolas como las conozco, podría vivir de ellas sin ningún esfuerzo. Pero no soy de ésos, ¿qué le vamos a hacer?

Yo soy de los que pierden el norte y se dejan exprimir como un limón.

Las pesetas que Onofre le daba a ganar Efrén las empleaba en comprar regalos a sus conquistas. Por lo visto hay que ser rumboso y canalla, pensaba Onofre. De la gente sólo puede esperarse lo que uno sepa sacar de ella. Así son los seres humanos: materia blanda. Estas cosas y otras parecidas se iba diciendo Onofre Bouvila en las interminables vigilias en el rellano de la pensión, mientras acechaba a Delfina. El frío le calaba los huesos y sólo su juventud y su naturaleza sana impidieron que cayese enfermo de gravedad. El señor Braulio no había vuelto a las andadas: esperaba la primavera para vestirse de faralaes. Onofre no le había contado que todas las noches se apostaba en el rellano por ver si pillaba "in fraganti" a Delfina con su novio. Creía que el señor Braulio no sabía nada de los devaneos de su hija ni ésta de los de su padre.

Una de esas noches, al filo de las dos, una voz vino a sacarle de su ensimismamiento. Era Micaela Castro; la vidente pedía agua desde su habitación. Mosén Bizancio, que debía atenderla, dormía a pierna suelta o bien con la edad se había vuelto un poco duro de oído. Pasaban los minutos y nadie acudía a la llamada. La pitonisa seguía pidiendo agua con tan poca fuerza que no se podía precisar siquiera la procedencia de la voz. Onofre fue a la cocina, cogió un vaso de la alacena, lo llenó de agua y se lo llevó a Micaela Castro. La habitación de la enferma despedía un olor nauseabundo, como de algas expuestas al sol. A ciegas Onofre encontró la mano helada de la vidente y le puso entre los dedos el vaso de agua. Oyó los sorbos ávidos y, concluidos, recuperó el vaso vacío. La moribunda musitó algo ininteligible. Onofre aproximó el oído a la cabecera del lecho. Dios te lo pague, hijo, creyó oír, y pensó: Bah, sólo era eso. Pero una idea empezó a darle vueltas por la cabeza. A mediados de enero volvió el buen tiempo. La ciudad salió de su letargo. En el recinto de la Exposición los montones de hielo al fundirse dejaban al descubierto balaustradas y pedestales que los maestros de obras habían buscado en vano durante semanas. Con el deshielo se formaron charcos extensos, molestos y sobre todo peligrosos, porque podían provocar y de hecho provocaron leves corrimientos de tierra que hicieron que algunos edificios, al asentarse, se agrietaran más de lo oportuno. Hubo también un pequeño derrumbamiento y un ayudante de albañil quedó sepultado bajo una montaña de cascotes y perdió la vida. Por falta de tiempo no se pudo dar con el cuerpo y hubo que apisonar los cascotes y reedificar encima. El suceso no salió a la luz pública y los visitantes de la Exposición nunca supieron que bajo sus pies había un cadáver, cosa, por lo demás, que sucede siempre en las ciudades antiguas. No todo, sin embargo, era trágico en el parque. También pasaban cosas de risa, como ésta: Con el deshielo llegó caminando por la playa una tribu de gitanos. Las mujeres de los obreros salieron a la puerta de las chabolas y bloquearon la entrada, porque existía la creencia de que las gitanas robaban niños de teta y se los llevaban consigo. En realidad esta tribu sólo pretendía ganarse el sustento reparando cacerolas, esquilando perros, echando la buenaventura y haciendo bailar un oso. A los obreros, que no tenían perros de lanas ni utensilios de cocina ni ganas de conocer lo que les tenía reservado el futuro, lo único que les hacía gracia era ver bailar al oso.