A partir de la noche en que había seguido a la calle un perfume y el ruido de unos pasos para quedar burlado por la oscuridad, había contado y recontado los peldaños de la escalera de la pensión y calculado el ángulo que formaban los tramos, había memorizado los obstáculos y había hecho a ciegas el recorrido muchas veces. Si Delfina vuelve a pasar dejaré que tome la delantera y luego la seguiré sin miedo a perderla por segunda vez, se decía. Eso siempre y cuando no vaya acompañada del gato maldito, pensaba luego con un escalofrío.

En cierta ocasión le había preguntado a Efrén Castells como podía hacer para matar un gato. Es muy sencillo, había respondido el gigante, se le retuerce el cuello hasta que se muere; no tiene complicación. Onofre no volvió a pedirle consejo sobre nada nunca más.

Por fin un día, poco antes de la Navidad, volvió a oír el frufrú de telas en el rellano del segundo piso de la pensión y el ruido atenuado de unos pasos provenientes de arriba.

Contuvo el aliento y se dijo: Ahora o nunca. Dejó que pasase el perfume por su lado, aguardó el tiempo que estimó prudencial y luego se puso en movimiento. Llegó al nacimiento de la escalera cuando la desconocida abría la puerta de la calle. Esa noche había luna; la figura de una mujer se recortó en el vano de la puerta. Esta visión duró sólo un instante, pero bastó para que Onofre se diera cuenta de que no estaba siguiendo a Delfina. Sabiendo esto puso especial empeño en no perder la pista de aquella mujer, cuya silueta difusa percibía a la luz de la luna o con mayor precisión cuando ella cruzaba ante una hornacina; en estas hornacinas ardía siempre un velón de aceite colocado allí por algún devoto para honrar a la Virgen o a un santo; salvo en las arterias principales, aquélla era toda la iluminación que había en la ciudad. Era una noche muy fría de aquel invierno terrible de 1887. La desconocida caminaba con taconeo airoso. Ni siquiera las pisadas vacilantes de un noctámbulo o el chuzo de un sereno contra el empedrado daban testimonio de otra presencia humana en las calles solitarias. Tenía que estar loca una mujer para andar sola a estas horas, pensó. Se iban adentrando en un lugar extraño: una hondonada que en aquella época separaba la falda de la montaña de la vía del ferrocarril en el sector llamado del Morrot. Este sector tenía sólo medio kilómetro de radio y estaba situado al sur de la antigua muralla. Sólo se podía llegar allí a través de una quebrada de unos doscientos metros de longitud, dos o tres de anchura y ocho de altura que no era tal, sino un enorme depósito de carbón importado de Inglaterra o de Bélgica, traído por grandes buques de cabotaje y amontonado en la hondonada en espera de ser trasladado a las fábricas de Barcelona o sus alrededores. Se guardaba allí, lejos de la ciudad, por ser muy alto el riesgo de combustión.

Así, junto al mar, era más fácil sofocar los conatos de incendio o intentarlo al menos si el fuego era superficial. Si por el contrario empezaba en el interior de la pila de carbón, no se percibía hasta que cobraba proporciones catastróficas.

Primero aparecían en algunos puntos columnas de humo finas, de color lechoso, olor áspero, sumamente tóxicas; luego estas emanaciones formaban una nube que lo envolvía todo, pobre del que aspiraba esta nube; por fin hacían su aparición las llamas propiamente dichas. Entonces ya era tarde para luchar contra el incendio. Era lo que se llamaba un incendio devorador. Las llamas alcanzaban una altitud de hasta veinte o treinta metros, proyectaban en el firmamento una luz rojiza visible en las noches claras desde Tarragona y desde Mallorca. Los barcos amarrados en los muelles zarpaban y se iban a echar el ancla mar adentro, preferían las marejadas al calor y los gases deletéreos procedentes de aquel incendio. Estos incendios, por fortuna infrecuentes, podían durar una vez iniciados varias semanas y su costo era incalculable: a la pérdida de todo el carbón importado había que agregar la paralización de toda la actividad industrial. Por esto las inmediaciones de la carbonera no eran lugar seguro para vivir. Por eso también había surgido al otro lado de la quebrada un barrio de ínfima estofa, el barrio de peor fama de Barcelona. Allí había teatros que ofrecían espectáculos procaces y sin gracia, tabernas mugrientas y bullangueras, algún fumadero de opio de poca categoría, de tres al cuarto (los buenos estaban en la parte alta, cerca de Vallcarca) y mancebías siniestras. Allí sólo acudía la hez de Barcelona y algunos marineros recién desembarcados, no pocos de los cuales nunca volvían a zarpar.

Allí sólo vivían prostitutas, proxenetas, rufianes, contrabandistas y delincuentes. Por poco dinero se podía contratar a un matón y por un poco más a un asesino. La policía no entraba en la zona salvo a pleno día y sólo para parlamentar o proponer un canje. Era como un estado independiente; allí se habían llegado a emitir unos pagarés que circulaban como si fuesen auténtico papel-moneda; existía también un código peculiar, muy estricto; se aplicaba una justicia sumaria y eficacísima: no era raro encontrar allí de cuando en cuando un ahorcado balanceándose en el dintel de un local de diversión.

A la vista del sitio al que sin saber le conducía la desconocida se iba diciendo: Si no es Delfina esta moza, ¿qué se me da a mí quién sea y por qué he de meterme yo en este túnel de carbón de donde puede salir un malhechor, darme muerte y enterrarme sin que nadie se entere ni me eche en falta? Porque se sabía que quienes morían violentamente, si no habían de servir de escarmiento público, eran sepultados en la pila de carbón. Ahí permanecían hasta que una grúa traspalaba el carbón a una gabarra o un vagón o un carro. A veces un fogonero, al alimentar la caldera, había visto aparecer por entre el carbón una bota o unos dedos engarfiados o una calavera con cuatro moñajos aún adheridos al occipucio. Estuvo tentado de renunciar al seguimiento.

Pero no se volvía atrás. Así se encontró a la entrada de aquel villorrio infame; las calles formaban una cuadrícula regular, como suele suceder en las agrupaciones urbanas muy pobres. En el fango seco y cuarteado de la calzada dormían borrachos envueltos en sus propias deyecciones, rodeados de un halo de pestilencia. Llegaban de las tabernas rasgueo de guitarras y canciones. Estas canciones eran salaces, pero transmitían una sensación agobiante de desamparo y angustia.

¿Cómo vine a parar a esta vida?, parecían querer decir los cantantes con voz aguardentosa y desgarrada; no era esto lo que yo había soñado de niño, etcétera. También se oían castañuelas y taconeo y gritos y ruido de vasos rotos, muebles derribados, carreras y reyertas. Por aquellas calles andaba la desconocida con paso decidido. Oculto en un quicio Onofre la vio entrar en un local cuya puerta de madera se cerró a espaldas de ella. Onofre decidió aguardar fuera y ver en qué paraba todo aquello. Soplaba un viento frío, húmedo y salado, por la proximidad del mar; se cubrió la boca y la nariz con la bufanda que había tenido la precaución de coger. No tuvo que esperar mucho: a los pocos minutos la mujer salió del local seguida de gran algarabía. Pudo verla de frente por primera vez, a contraluz, fugazmente; esto no le impidió reconocer el rostro de la hembra cachonda. No puede ser, se dijo, yo estoy viendo visiones. La mujer aspiraba por la nariz los polvos blancos de un sobrecito, cerraba los párpados, abría la boca de par en par, sacaba la lengua, agitaba los hombros y las nalgas, todo el cuerpo se cimbreaba. Lanzó un aullido de perro satisfecho y se dirigió a la taberna próxima, que tenía ventana a la calle. El aire caldeado por una salamandra se condensaba en los vidrios, ya de por sí muy sucios, formando un velo que dificultaba la visión del interior, pero que permitía espiar sin ser visto; eso hizo Onofre Bouvila: los parroquianos eran de la catadura más truculenta. unos jugaban a las cartas con las mangas repletas de naipes y los cuchillos prestos a hundirse en la garganta de un fullero; otros bailaban con hetairas escuálidas, de ojos vidriosos, a los compases de una concertina tocada por un ciego. A los pies del ciego había un perro que fingía dormir, pero que de improviso lanzaba dentelladas a las pantorrillas de los danzantes. En un rincón la mujer a la que había seguido discutía con un guapo de pelo ensortijado y tez cobriza. Ella hacía aspavientos y él iba frunciendo el entrecejo. Onofre vio cómo el guapo propinaba un cachete a la mujer. Ella agarró al guapo del cabello y tironeó con fuerza, como para separarle la cabeza del tronco. Los ungüentos con que el guapo se había embadurnado la cabellera no le dejaron hacer presa. El guapo logró asestar a la mujer un puñetazo en la boca; retrocedió tambaleándose, y al caer sentada sobre una mesa de juego, derribó botellas y vasos y las cartas ya repartidas. Los jugadores le lanzaron puntapiés a los riñones. El guapo avanzaba con un destello letal en la mirada y un cuchillo curvo de esquilador en la mano. La mujer lloraba a lágrima viva; los parroquianos se burlaban por igual de la víctima y del agresor. El encargado del local puso fin a la escena:

conminó a la mujer a que abandonase la taberna sin demora; nadie dudaba de que fuera ella la culpable de lo ocurrido, la que había provocado al guapo. Oculto de nuevo en el quicio, la vio salir dando traspiés. De la comisura de los labios le manaba un hilo de sangre que se tornaba violácea en contacto con el maquillaje. Comprobó con los dedos si algún diente amenazaba con desprenderse de la encía; se quitó la peluca, se restañó el sudor de la frente con un pañuelo de lunares, volvió a colocarse la peluca y emprendió el camino de regreso.

El viento había cesado, el aire estaba ahora quieto, seco y cristalino, tan frío que dolía el pecho al respirar. Onofre Bouvila la alcanzó cuando entraba en la quebrada.

– ¡Eh, señor Braulio -le gritó-, espéreme! Soy yo, Onofre Bouvila, su huésped; de mí no tiene nada que temer.

– ¡Ay, hijo -exclamó el fondista, por cuyos carrillos discurría aún el llanto-, me han golpeado en la boca y me habrían rajado como a una puerca si no llego a poner los pies en polvorosa! ¡Esa chusma!

– Pero, ¿por qué demonios viene usted a este lugar inmundo a que le peguen, señor Braulio? ¡Y vestido de mujer! Esto no puede ser normal -dijo Onofre.

El señor Braulio se encogió de hombros y reemprendió la marcha. Nubarrones habían cubierto la luna y no se veía nada.

Era imposible no tropezar con el carbón, irse de bruces y lastimarse las rodillas, las manos o la cara. Onofre y el señor Braulio acabaron cogiéndose del brazo para afianzarse el uno en el otro.