II. El destierro

Mi madre dijo: «Es la segunda vez que me caso en una iglesia, yo que no creo en nada…»

Estaba guapa. El traje era negro y recuerdo que pensé: es la segunda vez que se casa de negro. Me hubiera gustado un traje más vistoso. Por ejemplo, un traje rosa o azul brillante. Pero eso no era para mi madre. «Eso que dices no es para nadie. Eso es un traje de noche, de fiesta», me dijo Rosalía, la sobrina de Octavio. Había venido a la boda desde Puebla, junto con su madre doña Adela, que era viuda, y el otro hermano de Octavio, soltero, don Ramón.

No puedo decir que yo estuviera triste y tampoco alegre. Desde el momento en que salimos de España en el descapotable rojo -ellos dos delante y Merceditas y yo detrás, tal como había fantaseado la primera vez que vi al viudo- no había pensado en posibilidades novelescas. En aquel viaje no se hablaba más que de los detalles de la huida, porque para nosotras era una huida. La guerra mundial cada vez se extendía más y Octavio decidió regresar a México con la niña. Ése fue el momento, la ocasión que aprovechó mi madre según me contó luego. Octavio ya le había hablado de lo bien que recibían en su país a los republicanos, del fervor de la gente, de la generosidad del presidente Cárdenas, de los barcos llenos de exiliados que salían de Francia. Un día dijo: «¿Por qué, Gabriela, no intentamos que se vengan ustedes para allá? Serán felices, ya lo verá. Dejarán atrás esta tristeza y esta angustia de la guerra y sus consecuencias…» Dice mi madre que se encontró con la propuesta así de repente, pero la verdad es que ella llevaba mucho tiempo dándole vueltas a lo de marcharse lejos. Me lo había dicho más de una vez: «Nos iremos…» Ella siempre tuvo ese deseo de escapar. Y más entonces con la guerra perdida y el porvenir tan negro. Porque ya no podía soñar con que le devolvieran la escuela ni con trabajar por su cuenta, como había hecho los años de la guerra. Cuando conseguimos, mejor dicho, consiguió Octavio los permisos y los pasajes echando mano de los amigos de sus amigos en Lisboa, creo que todos respiramos tranquilos. Dos días antes de embarcar, Octavio vendió a un amigo el descapotable rojo.

Ya en el barco, mirando la tierra que quedaba atrás, me dijo mi madre: «Así arranqué un día de Cádiz para irme a Guinea. Entonces no escapaba de nada y además iba sola…» Me cogió de la barbilla, ella que no era muy dada a los gestos cariñosos, pero no sonrió. Yo aproveché para decirle: «¿De qué huimos? ¿Tienes miedo por aquel amigo de mi padre?» Y ella contestó: «No. Tengo miedo de no poder vivir en una cárcel, porque ya todo es una cárcel…» No lo entendí muy bien, aunque ahora sí lo entiendo después de un tiempo viviendo aquí, con tantos españoles refugiados y tanta noticia triste que nos llega de España. Pero volviendo a la boda, durante el mes que tuvimos que esperar en Lisboa nadie habló de boda ni cosa parecida. A veces nos tomaban por una familia y decían tu papá o tu mamá a Merceditas y a mí. Pero ellos nada, más bien callados, preocupados por las dificultades que estaban surgiendo y las que poco a poco podían aparecer. Ocupándose de nosotras y llevándonos de paseo a la orilla del mar, al Acuario, a la estufa fría. Me gustaba Lisboa y me gustaba la gente: me gustaba aquel acento dulce y arrastrado. «¿Por qué no nos quedamos en Lisboa?», pregunté una vez. «Está muy cerca de España, no hace falta barco para volver.» Mi madre no contestó. Contestó Octavio: «Aquí ustedes no pueden vivir y en México sí.» En el barco seguí haciendo preguntas: «¿Tenemos dinero bastante?» Porque sospechaba que el dinero que nos dieron por la casa de la abuela no iba a durar siempre.

«Cuando lleguemos, trabajaré como hacen todos», dijo mi madre. Octavio la puso en contacto con los españoles exiliados. Primero le encargaron trabajos de oficina, largas listas de nombres y domicilios de españoles para poder dar información si preguntaban por ellos. Después trabajó en un economato donde se recibían donativos para los refugiados, ropas, muebles, mantas. Así estuvimos unos meses y durante ese tiempo Octavio se quedó en Ciudad de México con la niña. «Hasta que ustedes se acomoden», nos dijo. A mí no me chocó porque pensaba yo: «Si pudo estar una temporada tan larga en Europa también podrá quedarse algún tiempo más en la ciudad.» Para entonces ya sabíamos muchas cosas de Octavio. Que no tenía padres. Que cuando se quedaba en Ciudad de México vivía en la casa de unos tíos suyos a los que quería mucho porque le habían cuidado cuando murió, muy joven, su madre. Que sus dos hermanos mayores vivían en Puebla. Que él administraba una hacienda familiar con mucha tierra y muchos cultivos. Que alguna vez teníamos que ir a visitarles y quedarnos unos días…

Allí en la boda había españoles, conocidos en nuestra corta estancia entre ellos, y también mexicanos, amigos de Octavio. Los mexicanos parecían contentos con mi madre. «Doña Gabrielita», le decían, «qué alegría que usted se case aquí en nuestra tierra y con un mexicano.»

El mexicano estaba serio. También vestía de negro y al verlos juntos se me vino a la memoria el día que se conocieron. Que por cierto, aquélla fue la única vez que tuve una especie de corazonada al verlos a los dos tan de luto, tan iguales, tan viudos y solitarios. Merceditas y yo estábamos juntas, en el primer banco de la iglesia. Ella con un traje blanco. Yo con un vestido rojo. Los zapatos eran de charol negro y me hacían daño. Por la noche, cuando me los quité, tenía una ampolla en el talón y lloré de dolor, aunque yo creo que también lloraba por los nervios y las emociones del día y por la boda de mi madre, que me alegraba y me entristecía a la vez. Merceditas parecía tranquila. No se movió durante la ceremonia, que fue corta, ni después en la fiesta que se sirvió en un restaurante precioso lleno de flores y luces de colores, con muchas cosas para comer y beber y cantos de los amigos de Octavio. Cantos tristes unos, de penas y desengaños, y otros alegres con una música que daba ganas de correr y saltar. Merceditas se portó muy bien. Era una niña dócil. Hacía siempre lo que su padre le mandaba. Se veía que le quería muchísimo y no se separaba de él ni un minuto. Por eso me decía yo que no le haría mucha gracia lo de la boda, aunque lo aceptara sin rechistar como todo lo que su padre hacía. Muchas veces después he pensado que fue raro aquel día que pasamos juntas las dos y sin embargo tan separadas, cada una pensando en sus cosas sin decirnos nada, casi ni nos mirábamos. Venían los invitados y decían: «Ay, mira las hermanitas, qué bueno, dos hermanitas tan igualitas, juntas así de golpe…»

Pues ya digo, en el viaje de barco, que fue largo y no sé cuántos días duró pero fueron muchos, no vi yo en la pareja síntomas de amoríos o cariños. Se portaban como buenos amigos, pero un poco lejanos; cada uno pasaba mucho rato con su hija aunque luego comíamos y cenábamos juntos los cuatro, pero eso era todo. Mi madre y yo salíamos con frecuencia a cubierta. Si hacía bueno nos sentábamos en una sillas que estaban atadas unas a otras para que no se cayeran con el viento. Allí nos tropezamos con muchos españoles. Había bastantes en situación parecida a la nuestra, aunque decían que la mayoría embarcaban en Francia, sobre todo una vez que empezó la guerra y se vio que allí poco porvenir tenían. Iban todos con esperanzas de una nueva vida, pero también tristes y llorosos por lo que dejaban atrás. Jugábamos con los otros niños al parchís en un salón sombrío donde los mayores tomaban café al vaivén de las olas. El viudo y su hija aparecían de tarde en tarde. Él se inclinaba a saludar a mi madre y preguntaba: «¿Todo bien, Gabriela?» Y mi madre le sonreía, como apagada, como sin ganas.

Rosalía, la sobrina de Octavio, vino a buscarnos a Merceditas y a mí y nos advirtió: «Sus padres se van, niñas, vengan a despedirse.»

Yo sabía que se iban a la hacienda para preparar nuestra llegada, y también, pensé después, para acostumbrarse a estar juntos. El caso es que se fueron, serios y tranquilos. Desde la puerta volvieron la cabeza y nos dijeron otra vez adiós. Los invitados españoles se habían ido colocando juntos y cantaban canciones que todos conocían y coreaban con entusiasmo.

El día de la boda nos llevaron a dormir a la casa de los tíos de Octavio, donde habían estado instalados él y Merceditas, desde nuestra llegada de España. Era una casa grande, de dos pisos, en Coyoacán. Tenía un jardín alrededor y al fondo una casa pequeña, como de juguete, que habían construido para sus hijas cuando eran niñas. Los tíos eran mayores. Sonreían siempre y me trataron con mucho cariño. Me instalaron en el cuarto de Merceditas, que tenía dos camas de madera con un baldaquino del que colgaban cortinas blancas, tiesas de almidón. «¡Ay qué alegría tener otra vez niñas en la casa!», decía la tía. Acariciaba a Merceditas, y a mí me daba golpecitos en la cara: «Mírala, la española, tan seria y tan mayor.»

Aquella noche dormí mal. Estaba nerviosa y la extrañeza del cuarto excitaba mi imaginación. El calor me agobiaba, me asomé a la ventana y contemplé el jardín. La casa de los juegos estaba en sombras. De pronto me pareció que una luz temblorosa brillaba tras los cristales de la casa, como si alguien se moviese dentro con una vela en la mano. ¿Era el reflejo de la calle? ¿El fantasma de las niñas lejanas? El corazón me latía con fuerza. Miré hacia la cama de Merceditas, que aparentemente dormía. Cerré la ventana y volví a la cama sin hacer ruido. Tardé en dormirme y no me desperté hasta que Merceditas vino a buscarme y me sacudió suavemente diciendo: «Que nos vamos ya, que el coche nos espera…»

Después de desayunar, salimos hacia Puebla para pasar unos días con doña Adela. Luego nos vendrían a recoger nuestros padres para llevarnos a la hacienda.

Puebla es una ciudad grande. Está en un valle rodeado de montañas muy altas. Tiene una plaza con muchos árboles y una fuente preciosa en el medio. Allí está la catedral. Pero hay iglesias por todas partes. Iglesias con altares de oro, iglesias con altares pintados de muchos colores, torres altas, cúpulas, campanarios. Cuando suenan las campanas parece que ha empezado una gran fiesta que se transmite de unas a otras y se prolonga hasta el último rincón. Rosalía, la prima, nos acompañó a dar un paseo hasta la iglesia de Santo Domingo que tiene una capilla, la del Rosario, muy alegre, con una virgen llena de adornos. «Aquí me bautizaron», dijo, «a ver si me caso aquí.» Eso fue el sábado. El domingo nos llevaron a misa a la catedral. No se parecía nada a la de mi ciudad, pero me gustó ir. Me gustó la ceremonia, la música, las casullas de los curas, el parpadeo de los cirios, el olor del incienso. Por la tarde nos dieron chocolate con dulces muy ricos. El chocolate lo hicieron en una chocolatera dorada, removiendo lentamente con el molinillo. Como en España. El tercer día, que era lunes, fuimos con doña Adela al mercado. Los puestos eran maravillosos. Todo lo que vendían tenía muchos colores: las frutas, las especias, las telas… También las flores de papel y los juguetes de latón. El mercado era lo más alegre de Puebla. Doña Adela nos compró chucherías y a mí me regaló un traje de poblana muy bordado con los colores de la bandera. El martes llegaron mi madre y Octavio. Mi madre llevaba un vestido blanco y estaba muy guapa. También Octavio llevaba un traje claro y un sombrero de paja fina.