Y luego estaba México, la tierra abierta, el refugio, la mano generosa tendida a los vencidos. México en la distancia, en la nostalgia que me incitaba a renovar mis ataduras con sus gentes, a respirar de nuevo sus aromas frescos y violentos. México era parte de mi vida. Allí había quedado la mitad de mi infancia, toda mi adolescencia. México me pertenecía y yo pertenecía a México. La hacienda era mi hogar. Una vez más me reconocí víctima de un desgarro, a mitad de camino, en el centro del puente que unía mis dos patrias. Dividida entre México y España me preguntaba: ¿Aquí o allá? Era una cuestión que no podía explicar a mis amigos porque apenas podía entenderla yo misma. En las últimas tardes del curso, cuando ya el verano encendía de rojos y naranjas el oeste de la ciudad y nos derrumbábamos a la busca de una brisa inexistente en el aguaducho de las Vistillas, trataba de acercarles a mis dudas: «¿Cómo me voy a ir ahora», les decía, «cuando todo empieza a moverse, cómo voy a abandonar el barco, la parte que me toca en el riesgo, el compromiso? Es una deserción…»

Quizás imaginaban ellos que el desengaño amoroso tenía que ver con mis vacilaciones. Y no era así. La historia con Sergio influía poco en mis tentaciones de huida y en el dolor de esa huida.

Pero ahora se trataba de mi dedicación profesional y sobre todo de mi vida balanceándose entre dos mundos. La tercera salida, Francia, ampliar conocimientos, conocer un país libre y de un alto nivel cultural, prolongar mi formación universitaria, era indudablemente la más razonable. «Vete a París, hija mía», me decía Emilio. «Disfruta, aprende, ya nos echarás una mano desde allí. Te advierto que hacen falta contactos, embajadas, ya sabes… No vengas con aquello de que prefieres las cárceles de tu país a los hoteles extranjeros… Además, esto está al caer, Juana. ¿Cuántos años han pasado desde el treinta y seis? Date cuenta; estamos en 1954…»

Con su sensatez acostumbrada, intervino Luis: «No te tortures. Hagas lo que hagas, nada es definitivo. Puedes irte y volver. O quedarte y marchar más adelante.»

Me sentí momentáneamente aliviada. Haría una pausa para disfrutar del presente, me marcaría un plazo antes de decidir. Esperaría.

Llamé a Luis y le dije: «Quiero despedirme de todos vosotros en la taberna en que os conocí. Aquella a la que me llevaste el primer día…»

Estaban todos allí, hasta los que se habían retirado de las reuniones políticas. Algunos habían terminado sus carreras y se debatían entre la incertidumbre del presente y el temor del futuro. Teresa estaba a punto de debutar en el teatro.

Margarita, Luis y Emilio parecían tristes. «Mis fieles», les dije con emoción. «Os escribiré y os contaré y volveremos a vernos. Aquí o quién sabe dónde…» Luego brindamos con las claves secretas de la libertad y la esperanza. Algunos clientes solitarios, hombres mayores recostados en el mostrador o dispersos por las mesas, nos contemplaban entre admirativos y críticos. «Ay, la juventud», dijo uno, «qué bonita es y qué poco dura.»

El treinta de junio salí de Madrid. Viajaría a Francia para embarcar rumbo a México, mi siguiente parada, mi apremiante necesidad. Regresada del destierro, necesitaba ahora desterrarme de nuevo. Exilio y regreso y exilio. El inexorable vaivén de los desterrados. Me fui sola a la estación. No quise despedidas ni adioses. Doña Lola soltó unas lágrimas y me entregó un regalo: un abanico negro con varillas doradas.

Cuando hube acomodado las maletas en el compartimiento, me asomé a la ventanilla. El tren se ponía ya en marcha. Un grupo de mujeres enlutadas decían adiós. Tuve la delirante sensación de que se despedían de mí. Las miré fascinada; un grupo compacto, inmóvil. Fueron quedando atrás, cada vez más pequeñas hasta que sólo vi una mancha oscura, un enjambre de manos pálidas y aleteantes. Un grupo de mujeres de negro.

Las Magnolias, agosto, 1993