Yo hablaba y hablaba, y Margarita me dejaba hablar. Era la medicina que necesitaba. Era mi terapia. «Recuerdo a mi madre siempre de negro, negro sobre negro. Primero fue España. Y luego México, que no es alegre. Parece alegre por el color. Pero mi madre se dio cuenta enseguida, comprendió que la naturaleza, el fondo del pueblo mexicano es en blanco y negro. Captó esa ausencia de color en lo más profundo de lo mexicano. El color, allí, arropa lo externo, es lo externo. Pero por dentro el negro lo invade todo… El negro es la nada, el vacío, el no ser. El blanco es la fría luz de la conciencia, la percepción de lo que está bien, la verdad en estado puro e inalcanzable. Sin embargo, el color es una agresión, es la confusión, el exceso, el derroche. Me parece que mi madre siente la vida en "blanco y negro.»

De pronto no pude continuar. Margarita escuchaba, respetuosa, mis desordenadas confesiones. «Perdona mi desahogo», le dije, «lo estaba necesitando.» Ella sonrió en silencio, esperando. Porque era evidente que no había terminado. Que quizá lo más importante era lo que me faltaba por decir. Estábamos sentadas ante el velador de un café que solíamos frecuentar últimamente. A esa hora, el lugar estaba tranquilo. Sólo algunos viejos miraban pasar las sombras de los recuerdos a través del cristal. Me armé de valor y dije: «He terminado para siempre con Sergio…»

Pasaron los días y yo circulaba de un lado a otro llevada por las rutinas cotidianas. Mi congoja oscilaba entre el recuerdo de la muerte de Octavio y la increíble deserción de Sergio. Escribí a mi madre una carta larga y meditada. Por primera vez fui yo la consejera, la protectora, «por favor, cuídate mucho. No caigas en tu eterno negativismo. No entiendo por qué no aprovechas este momento para hacer un viaje a España. Franco vive, pero el país también vive, y es tu país… Hay que tener el valor para regresar. El valor moral, porque a ti no va a ocurrirte nada. Te fuiste voluntariamente y puedes volver cuando quieras».

Mi carta se cruzó con la suya. «Ya sé lo que vas a decirme: que regrese a España. Pero no puedo ni quiero. La hacienda me necesita por ahora y Merceditas está la pobre tan desconcertada que no puedo pensar en abandonarla aunque tenga a su marido y a sus tíos. Está embarazada y se lamenta de que el niño no haya nacido a tiempo para que lo conociera Octavio. Pero el niño no nacerá hasta junio y quiero estar aquí cuando eso ocurra. En cuanto a ti, termina tu carrera tranquila y luego ya hablaremos. Quizás en el verano te apetezca venir. En este momento sólo serías una más a sufrir y yo quiero evitarte el sufrimiento…»

El otro sufrimiento, el que mi madre no podía imaginar, persistía. Sergio no daba señales de vida, pero no me sorprendió.

Con Margarita, el día de nuestro encuentro, analicé minuciosamente las razones de la incoherente actitud de Sergio. ¿Dónde estaba su rebeldía? ¿Dónde sus afanes revolucionarios, sus ataques al sistema, su enardecimiento cuando ensalzaba la libertad de costumbres de los jóvenes en Londres o en París? Todo era un gran engaño, una falacia, una ambivalencia profunda. Margarita movió la cabeza dubitativamente: «No estoy tan segura de que las cosas sean exactamente así. Sergio hubiera sido valiente ante un comisario de policía que hubiese entrado en su estudio a detenerle. Valiente y firme. Pero su madre es otra cosa. No es que él esté de acuerdo, es que se considera incapaz de liberarse. Sergio puede ir a la cárcel por su actividad política, pero no romperá con su familia por ti…»

Me convenía a medias esa argumentación. Más bien creía que yo le gustaba, le atraía, y no encontró la menor resistencia para que llegáramos a ser amantes. Y nada más. En eso me daba la razón Margarita: «No dudes que aquí y en la clase social de Sergio, a pesar de sus ideas tan opuestas a las de su familia, acabará coincidiendo con ellos en la elección de una mujer para toda la vida…»

Se acercaban las Navidades y yo estaba dispuesta a pasarlas con Amelia y su familia. Necesitaba salir de Madrid y la idea de estar unos días con amigos tan queridos me llenaba de tranquilidad. Había recibido varias cartas de México. De Merceditas que contestaba a una mía. De doña Adela, don Ramón y Rosalía. De mi madre que trataba de mostrarse alegre y me deseaba toda clase de venturas para el año nuevo. También añadía un mensaje de Remedios: «A mi niña, que nos regrese pronto, que es una alegría oírla hablar y reír por esta casa tan vacía…»

La tarde del día veintidós salía yo de Madrid. Esa mañana llegó un centro de rosas rojas, capullos a medio abrir.

«De invernadero, Juana, mira qué cosa más bonita…», dijo doña Lola al pasármelas a mi cuarto. Entre las rosas asomaba un sobre blanco con una tarjeta en la que había una sola palabra escrita: «Perdóname.» La rompí en mil pedazos y le entregué las flores a doña Lola: «Para usted. Yo me marcho esta tarde…»

En el tren, mientras discurría ante la ventanilla el paisaje agreste de la Sierra, iba pensando: «Estoy mejor. Mucho mejor. Voy a empezar a curarme.» Aunque una leve náusea me revolvió por dentro al recordar la tarjeta anónima, la letra inconfundible y las rosas.

Los momentos negros pasaban y durante unos días vivía presa de una euforia física. Tenía ganas de comer, de dormir, de ver a los amigos. Me parecía que ya estaba todo resuelto, cicatrizadas las heridas, barrida la añoranza de Sergio.

Un día a la salida del cine, acababan de pasar Viva Zapata en un Colegio Mayor, le vi entre la gente. No sé si él me vio, pero yo le miré a la cara y tuve que reprimir el impulso de avanzar a saludarle. Por un tiempo centré mis obsesiones en la posibilidad de una conversación con él. Tenía que hacerme la encontradiza en uno de sus lugares y horarios conocidos. Le obligaría a hablar, a exponer con la precisión que empleaba para darme lecciones políticas, las razones que le habían movido a paralizarse no sólo en el momento clave, la entrada de su madre en el estudio, sino después, esa misma noche, al otro día, al cabo de los tres meses que habían transcurrido. ¿Era bastante una sola palabra escrita en una tarjeta? ¿A qué vienen las rosas sin palabras? Mientras no habláramos yo no me quedaría tranquila. «Tengo una amiga que trabaja en la consulta de un psiquiatra», me dijo Margarita. «¿Quieres que hable con ella? Te veo fatal, Juana. Estás peor que al principio…»

Tenía razón. Vivía con la vaga conciencia de que no iba a terminar la carrera en junio. Imaginé lo que me hubiera dicho mi madre en esas circunstancias: «Esto se ha terminado. Tienes que ponerte a trabajar. Ordena tu vida, tus horas, tu descanso.» Obedecí. Renuncié a quiméricas estrategias y volví a la realidad. Para Semana Santa había recuperado el ritmo de los exámenes y había entregado los trabajos atrasados. Durante las vacaciones salí muchas veces con Margarita y algunas con el grupo.

Me recibieron con cariño y un toque de humor que me hizo mucho bien. Emilio trató de animarme hablándome de mi amigo, «el Británico». Margarita le hizo una seña que él no alcanzó a ver. «Tu amigo o tu conocido o lo que sea, el Británico, está hecho un estúpido. El otro día expulsó de clase a un amigo mío por hacerle una pregunta, según él, inconveniente. Pero bueno, ¿adónde van a llegar estos profesorcitos tan izquierdosos? Predican libertad y luego se vuelven tiranos.»

«¿Qué pregunta era ésa?», quise saber yo. «Pues algo así como hasta qué punto puede identificarse libertad de acción con independencia económica, en cualquier situación social que se produzca, ¿entiendes? Dice mi amigo que le sentó muy mal porque él, con sus veintiocho años, vive a lo grande en casa de sus padres. Valiente hombre rebelde…» Margarita dijo que eso no tenía que ver y que la verdadera independencia está en la cabeza y etc., etc. Todos participaron menos yo, que me limité a sonreír.

En plenas vacaciones tomé una decisión importante: escribiría a mi madre para contarle toda la historia del principio al fin. Estaba segura de que esa carta ejercería una función de limpieza y equilibrio y me liberaría de la necesidad de fabular que todavía a veces me asaltaba.

La respuesta de mi madre no se hizo esperar.

Era una carta rebosante de amor y comprensión. «Sentiría mucho que en todo esto hubiera algún asomo de frivolidad. Yo no soy frívola, como muy bien sabes. Me tomo en serio casi todas las cosas y, desde luego, los sentimientos. Por eso espero que los tuyos hayan sido también serios; es decir que para ti la relación con Sergio significara algo profundo y auténtico. El dolor por el desengaño que has sufrido puede ser intenso, pero es sincero…»

Al final de la carta me animaba a reflexionar sobre mi futuro. Insistía en recordarme que disponía del dinero de Octavio para continuar estudiando el tiempo que fuera necesario. Me animaba a hacer un viaje por Europa. «Creo que deberías pensar en viajar. Siempre me hubiera gustado enviarte a uno de esos países para que aprendieras otro idioma, pero todo fue difícil cuando eras niña. Si vas ahora a París puedes hacer un curso en el verano, y quizá te interese prolongar tu estancia un curso completo y pensar en el doctorado. Fuera de España aprenderás más, sobre todo aprenderás las formas de vida y el respeto a la cultura de otros países europeos…»

Ésa era la pregunta que yo me hacía a todas horas. ¿Qué voy a hacer en este momento de mi vida? La pregunta seguía sin respuesta a principios de junio cuando terminaron las clases y comprobé con alegría que, a pesar de lo desigual del curso, había aprobado todo. La carrera terminada me obligaba a tomar decisiones. Debía elegir el próximo destino: España, México o la tercera opción que mi madre apuntaba, Francia.

La experiencia española había sido fecunda. Durante unos años había estado en contacto con mi país, había descubierto claves de una cultura que, a distancia, nunca hubiera comprendido del todo. Me había acercado a jóvenes que no se resignaban a vivir para siempre disminuidos por la dictadura. Había tratado de participar, de vivir con mis compañeros la tensión de la rebeldía. La gente que había ido conociendo en distintas circunstancias me parecía generosa, resignada y, a la vez, altiva. Pensaba en mi padre y en la lucha que le costó la vida. Identificaba a mi padre con España, con lo que yo andaba buscando desde que llegué. España era la tierra de mi padre muerto, de mi madre despojada de su escuela y en consecuencia de su hogar; obligada a mendigar trabajo en el ambiente hostil de una ciudad pequeña y envilecida por la mezquindad de unos y el miedo de otros. Pero en España estaban mis orígenes, las raíces de los míos hundidas en las tumbas de los que me precedieron, España clausurada y sin embargo viva.