Hundido en su butaca, don Ramón aparentaba estar dormido. Me dio pena contemplar su soledad. Imaginar la angustia que había venido a turbar su dulce vida vacía.

«Ándele niña. Claro que se casará usted, como todas. Mucho hablar pero luego llega la hora y ya está… Y no me diga que no hay allá buenos mozos. Cualquier día… Además que la veo yo muy guapa y muy mujer. Ay, mire qué bien le ha venido el aire de su tierra…»

El único cambio que observé en Remedios es que ahora me trataba de usted. Me daba noticias de toda la hacienda:

«Carolita ya no está. Se ha ido a Ciudad de México a vivir…, dicen. A tirarse a la vida, digo yo… Damián tiene novia. Ah, si, Damián mientras más viejo más pendejo. Novia de llevarla a casa y vivir en ella como señora, pero de pasar por la iglesia, nada. Como él es tan revolucionario… Lupita, la Lupita que usted tanto quería, la que se fue al pueblo de abajo cuando se casó, ésa ya tiene dos hijos. No comen bastante, pero venga hijos. Ay qué miseria de mujeres, ay qué ignorancia, Juanita. De eso también les debía hablar a las niñas su mamá. Les debía dar clase de eso, de no tener tanto hijo, de no arruinarse la vida. Pero luego vienen esos brutos de maridos y no las dejan en paz hasta que las cargan de familia. A ellos también les debía enseñar doña Gabriela cómo y de qué manera hacer las cosas…»

Se lo conté a mi madre, sobre todo por distraerla.

«La escuela», suspiró, «la escuela es lo último que dejaré. Que sepan leer y escribir por lo menos, que aprendan un poco de todo lo que puedan… que no es demasiado. Necesito más tiempo…» Parecía muy cansada. Ahora tenía que ocuparse de la hacienda y se encerraba cada tarde a despachar con el administrador. El cuidado constante de Octavio era una obsesión. Seguía sin hablarme de su enfermedad. No encontraba momento para que estuviéramos solas y tranquilas. Pienso que tampoco hacía nada por buscarlo. No me preguntó por mis estudios ni por mi vida en Madrid. Yo trataba de hablarle aunque no me lo pidiera. Le contaba anécdotas que podían interesarle pero no lograba sacarla de su ensimismamiento. Parecía estar en otra parte, atenta a otros sonidos, abstraída en previsiones que ocupaban su imaginación. Observé que su pelo negro estaba empezando a convertirse en gris. Me di cuenta de que mi madre nunca más encontraría una ocasión para cambiar. No podía sucederle nada bueno, brillante, imprevisto que la ayudara a ser feliz. Vivía insatisfecha y herida. Y era incapaz de capturar algunos de esos momentos que llegan y pasan furtivamente y nos dejan pequeñas luces, chispas luminosas que nos señalan el camino a seguir.

Sólo en una ocasión pareció salir de su ausencia habitual.

«¿Sabes a quién conocí un día?» Se quedó esperando a que continuara con un asomo de curiosidad en la mirada. «Al hijo de Amadeo. Nació en plena guerra. Ya había nacido cuando él estuvo en casa aquella noche, ¿te acuerdas? Cuando pasamos tanto miedo la abuela y yo. ¿Tú sabias lo del hijo? La madre era una compañera de guerra de Amadeo… Bueno, pues le conté la aventura de aquel día… El padre murió en Francia, en la guerra, luchando en un batallón de españoles, ¿lo sabías?»

Mostró escaso interés por la noticia, como si ninguna emoción nueva pudiera distraerla de sus pesares. Pero me detuvo en seco cuando yo intentaba ampliar mi información y dijo:

«¿Cómo y cuándo has encontrado tú a ese chico?» Una sombra de temor cruzó su rostro.

«¿Con quién andas, Juana? ¿Qué vida haces?»

Yo me eché a reír y traté de tranquilizarla.

«En la universidad, mamá, con amigos comunes. No sé cómo, hablamos del pueblo en que yo había nacido y se quedó asombrado porque su padre también era de allí… y todo lo demás fue saliendo sin querer… Es más joven que yo y vive con su madre.»

Pareció tranquilizarse. Pero no le dije la verdad. Le conocía de una de nuestras reuniones clandestinas en una sacristía, donde nos reuníamos a la sombra de un cura obrero. El hijo de Amadeo vivía en aquella barriada sórdida, de calles sin un árbol y casas baratas que se desmoronaban al poco tiempo de estar habitadas. Casas para campesinos recién llegados, emigrantes de pueblos míseros en busca de un futuro mejor. El hijo de Amadeo no iba a la universidad.

Obligué a mi madre a hacerse un traje claro para la boda de Merceditas. Ella debió de entender la razón de mi insistencia. No podía vestirse de negro, acentuar su tristeza en una circunstancia tan difícil. Cuando la vi con un traje violeta y un tocado de gasa y flores, me di cuenta de hasta qué punto había adelgazado. Curiosamente, su extrema delgadez dentro del traje ajustado la rejuvenecía a pesar de los rasgos afilados del rostro, de las manos huesudas que aferraban un bolso de pasamanería. Octavio interpretó su papel de padrino con la máxima elegancia. Avanzó del brazo de su hija, apoyado en un bastón con el puño de plata hasta el altar de la iglesia, la del pueblecito que se extendía a los pies de la hacienda. Para la ceremonia le habían preparado un sillón y ya no se movió aunque todos vimos el esfuerzo que hacía para mantenerse erguido, para sonreír a su hija que le miraba de reojo. Luego, al regreso, entró en la casa apoyado en mi madre y en Damián. Se quedó en la fiesta sólo lo justo para brindar varias veces con todos; lo suficiente para dejar a los invitados acomodados por salas y salones.

Cena fría, cena de pie, se había anunciado en las invitaciones. La cena fue caliente en parte y todos pudieron sentarse, distribuidos por butacas y sofás. Pero se evitó el temido protocolo, cabecera, padrinos y parientes en el orden tradicional.

Desde la llegada de los novios la música sonaba en la explanada. Valses, danzones, foxes para el baile. Y las melodías cargadas de nostalgia de la música mexicana…

México lindo y querido
si muero lejos de ti…

Octavio moriría aquí, en su México, en su hacienda, al lado de su hija y su mujer. Pero yo no estaría. No quería asistir a la despedida final.

Me quedé dos meses en la hacienda. No me moví de allí. No tenía interés en viajar a Ciudad de México. No quería ver a nadie. Las causas de mi viaje eran muy concretas. Hasta el último momento quería estar con mi madre y con Octavio. Después de la boda de Merceditas los dos parecían más tranquilos. Como si se hubiese cumplido una condición muy importante para asegurar el futuro de la niña. Porque a mí me pareció más niña que nunca, cuando se fue, llorosa, de la mano de su marido hacia el viaje de novios. «Volveremos muy pronto», le dijo a su padre. «Justito ir y volver. Ya verás…»

El marido era tímido, también muy jovencito. Parecían dos adolescentes jugando a ser mayores. «Él es muy tierno», me dijo mi madre. «Se quieren mucho. Y su vida está completamente resuelta. Es una familia larga y unida, y Merceditas se sentirá a gusto con ellos.» Hablaba del futuro. Hablaba de la desaparición de Octavio. «No nos vamos a quedar aquí las dos, encerradas y aisladas de todo. Creo que Adela ha hecho bien en adelantar la boda. ¿A qué esperar un año o dos? Se quieren mucho, son novios desde que ella hizo los quince, ¿a qué esperar?»

El verano transcurrió serenamente. La salud de Octavio se iba agotando poco a poco. El regreso de Merceditas le reanimó por un tiempo. Luego volvió a caer en el sopor de su dolencia. Reclinado en la cama, con almohadas en la espalda, era como se encontraba mejor. Una semana antes de que yo me fuera quiso reunirse con mi madre y su abogado. Durante dos horas permanecieron encerrados. Cuando se marchó el abogado, mi madre habló con Merceditas y conmigo.

«Tu padre quiere hacer testamento», le dijo a Merceditas. «Todo lo de tu madre es tuyo por derecho propio. Lo de tu padre, en su mayor parte. Él quiere dejarme una renta de por vida y otro tanto a Juana hasta que termine sus estudios y empiece a trabajar. Es su voluntad. Quiero que sepas que he discutido mucho con él para que rebajara nuestras asignaciones. Pero no ha aceptado bajar de los mínimos que él mismo marcó…»

Merceditas se refugió en mi madre llorando. Yo abracé a las dos y así permanecimos un rato, conscientes las tres de nuestra próxima orfandad.

Sergio era mi secreto. No le hablé a mi madre de él, ni de la historia de amor que estábamos viviendo. Tampoco le hablé de su ático en Rosales desde el que se veía el suntuoso verdor de la Casa de Campo. Las copas de los árboles señalaban, con una línea ondulada, un horizonte verde. Me parecía que detrás de esas líneas estaba el mar. Abajo, en lo hondo, se adivinaba apenas el Manzanares. Una fila de chopos limitaba sus orillas y se oía el silbido de los trenes del Norte pidiendo entrada en la ciudad.

Mi relación con Sergio había ido derivando de modo natural a una experiencia sexual plena. Solos, exaltados por la conciencia de nuestra libertad, vivimos nuestro amor con intensidad, desvinculados de toda norma hipócrita. La boda de Merceditas me había dejado un sabor agridulce. Mis ideas habían ido definiéndose en todos los sentidos y yo participaba, por esas fechas, de unos principios de independencia, feminismo incipiente y rebeldía que tenían mucho que ver con el ambiente político y social de mis amigos universitarios.

Volvía cada noche a la pensión de doña Lola. Mis tardes transcurrían en el estudio de Sergio, trabajando o leyendo hasta que él llegaba. Pero no quería abandonar la pensión. Sabía que era impensable alterar el orden de mis costumbres. La moral de doña Lola se encresparía. Ella no sospechaba el rumbo que había tomado mi vida personal. Creo que este rumbo hubiera sorprendido por igual a doña Lola y a mi madre. Una desde los sólidos principios católicos y la otra desde su puritanismo laico, coincidían ambas, con diferentes matices, en rechazar una relación total entre un hombre y una mujer, a no ser dentro del matrimonio, fuera éste civil o religioso.

Mi madre nunca me había planteado directamente este problema, pero yo sabía o quizá, sobre todo, temía su punto de vista. Desde niña había vivido aquella atmósfera en que mi abuelo la había formado. Una mezcla de renuncia a los placeres propia del espíritu castellano y la exaltación de los valores morales característica de las éticas no confesionales. Por eso me imaginaba que las dos, mi madre y su confiada representante, habrían descubierto con pasmo y frustración mi apasionada unión con Sergio y la pérdida del tesoro del que había oído hablar siempre a las mujeres vestidas de negro que me rodeaban: la virginidad.