Cuando Sergio entró en mi vida, y por influencia suya, me dediqué a leer ensayos, textos básicos sobre marxismo, análisis críticos sobre temas de actualidad. Discutíamos. Yo encontraba en Sergio una intransigencia dogmática que chocaba con mi tendencia espontánea a la comprensión y la flexibilidad.

«El Británico es un duro», me dijo un día Emilio. «Uno de los más duros de la facultad.» Yo no hice comentarios ni traté de que me explicara más a fondo las razones de su afirmación, porque quería mantener mientras fuera posible el secreto de nuestra relación. En los primeros tiempos esto fue fácil, porque Sergio y yo nos encontrábamos de tarde en tarde. Pero en el curso que acababa de empezar nos veíamos casi a diario y eso me impedía asistir con asiduidad a las reuniones que no fueran muy importantes. Acababa de iniciar el último año de mi carrera y el exceso de trabajo era la razón que esgrimía para explicar mis frecuentes ausencias.

Margarita no acababa de creerse mis disculpas. De un modo sutil trataba de hacerme llegar su convencimiento de que había algo que yo no confesaba en mi relativo alejamiento del grupo.

Un día fue a esperarme a la facultad. Como en los viejos tiempos nos fuimos juntas al bar, pero enseguida sugirió: «¿Nos vamos andando hasta la Moncloa?»

A poco de iniciar el paseo se detuvo en seco y me dijo: «No te molestes en seguir fingiendo porque lo sé todo.» Creo que me ruboricé. Me daba cuenta de la traición que suponía mi empeño en ocultar el cambio que había sufrido mi vida. Ella continuó. «A través de un amigo común sé lo que está ocurriendo entre tú y Sergio. Antes de nada quiero que me digas lo que todo esto significa para ti.» En un impulso apreté el brazo de Margarita y le dije: «Estoy loca por él.» Luego le conté toda la historia hasta llegar a aquel momento: «Cuando volví de México supe que no podría vivir sin Sergio. No pienso en mi madre ni en la enfermedad de Octavio, los veo a todos lejos, y ajenos a mí. Creo que no os he hablado de ello porque es algo demasiado intenso, me desborda, me abruma esta situación. Y a la vez ha dado un sentido pleno a mi vida. Creo que estoy obsesionada…», terminé tratando de sonreír.

Margarita esperó un instante y luego dijo: «Te agradezco que hayas sido sincera, pero yo también quiero serlo contigo. Ten cuidado, Juana, Sergio vive enloquecido con la política. Sacrificará todo a su actividad política. Es muy inteligente y muy valiente, pero es duro y me da miedo que acabe haciéndote daño. Por otra parte está bastante fichado y yo creo que sólo por lo influyente que es su padre no han tratado de echarle la mano encima por ahora…»

No me sentí con fuerzas para replicar a Margarita, para decirle los extremos de ternura a que podía llegar Sergio, lo absorbente de su pasión por mí, la sensibilidad con que captaba mis problemas y la energía con que me ayudaba a resolverlos.

Nos despedimos al llegar a Princesa. Yo bajé caminando despacio hacia Rosales. Trataba de ordenarlos sentimientos encontrados que había desencadenado la conversación con Margarita. En el fondo el resultado era positivo. Me sentía liberada de un secreto que me tenía violenta y esquiva con mis amigos. Por asociación de ideas recordé a Amelia. Hacía bastante tiempo que no nos escribíamos y sentí nostalgia de su amistad.

La familia de Amelia me invitaba en verano a la casa que tenían en un pueblo de Asturias, la casa que fue de los abuelos maternos, pero este año el viaje a México me había impedido ir.

El pueblo era pequeño y se apiñaba entre la montaña y el mar; una franja de prados verdes que se deslizaban en abrupta pendiente hasta la costa. La casa de los abuelos estaba en las afueras del pueblo, sobre una playa salvaje que formaba una pequeña ensenada entre rocas y arenas. El mar golpeaba con violencia los farallones que protegían la entrada natural de la playa. Cuando subía la marea había que retroceder hasta alcanzar el sendero que bajaba bruscamente de la casa al mar. Bañarse allí era un gozo, una aventura sin riesgo. El agua entraba con fuerza pero nunca tanto como para temer ser arrastrados.

Por la tarde leíamos o nos sentábamos en el porche cubierto de cristal que daba al mar. Podíamos pasar horas contemplando el color del agua, la furia embravecida de las olas.

En la planta baja estaba el salón. Allí coincidíamos todos a la noche y la charla se prolongaba durante horas. Solía acudir el médico y nos contaba historias del pueblo, sucesos de la guerra, miserias y heroicidades de los pescadores. «Fíjate, Juana, muchos de esos viejos que ves tomando el sol delante de la iglesia han estado en México o en Cuba. Se fueron a hacer fortuna cuando eran jóvenes y la mayoría han vuelto sin un duro. Pero cuentan historias de allá que te gustaría oír…»

Cuando había romería nos íbamos los jóvenes a bailar en los prados o delante de las ermitas. Los amigos de Sebastián eran como él, excelentes compañeros que nos escoltaban a todas partes.

El recuerdo de Amelia me devolvía la armonía, el equilibrio, la paz. Todo lo contrario del estado de ánimo que dominaba mi existencia desde que mi amor por Sergio me transportaba del arrebato a la desazón, de la exaltación a la tristeza.

El primero de noviembre amaneció nublado. Por la calle me había encontrado gentes con ramos de flores camino de los cementerios. Los crisantemos blancos y amarillos, en latas llenas de agua, esperaban comprador a la entrada del metro, a la puerta de un mercado cerrado, en una esquina. La sugestión de la fecha me entristeció. El culto a los muertos me estremecía y lo rechazaba con energía pero el espectáculo de la calle me impedía olvidar. Al entrar en el edificio del estudio de Sergio me crucé con la portera, una vieja ácida y enlutada que casi nunca me saludaba. También ella transportaba en sus brazos un ramo de claveles pálidos. Cuando el ascensor me dejó en el último piso llamé con fuerza, deseando entrar cuanto antes para ponerme a salvo de tanta alusión fúnebre. Sergio me abrió risueño, ajeno por completo al significado del día. «¿Qué ocurre?», preguntó al ver mi expresión seria. «Nada grave. Que no puedo soportar la necrofilia de la gente. Será porque ya tengo suficientes muertos y no quiero aceptarlo. Quiero recordarlos a todos vivos…» Me quité la gabardina y me derrumbé en el sofá. Sergio vino a sentarse a mi lado. Parecía contento. «He terminado el trabajo que voy a enviar a la revista de la facultad. Te lo leeré si te interesa.» «Sí, me interesa», respondí. Pero estaba deseando que me besara. Él entendió mi deseo, o quizás estaba sintiendo lo mismo porque me recibió en sus brazos en un súbito impulso. Yo fui la primera en verla. Me desasí violentamente de Sergio y me alejé de él. La puerta del estudio se había abierto sin ruido y allí, en el umbral, estaba su madre, la mujer de don Lucas, el amigo de Octavio.

Sergio se quedó mudo. Yo permanecí sentada, incapaz de moverme. Ella sí fue capaz de actuar. Nos amenazó con la mano enguantada y avanzó hacia nosotros. Yo esperé un ataque físico, pero no nos tocó.

Me pareció más alta, más grande que en su casa. Llevaba un traje negro con el cuello de piel. Sus tacones finísimos la hacían más esbelta. Era joven, pero su rostro crispado había envejecido repentinamente. De sus labios surgieron palabras que me golpearon con fuerza inusitada.

«Era verdad», gritó. «Nunca lo hubiera esperado de ti.» Se dirigió a mí en un principio como si no viera a su hijo o como si le considerara víctima de mi perversión. Luego habló en plural: «Estáis locos… No tenéis vergüenza… No pensáis en las consecuencias de vuestros actos. Sois basura…»

Sergio permanecía paralizado. No intentaba calmar a su madre y tampoco trató de acercarse a mí, de hacer el menor gesto de protección o ayuda. De pronto reaccioné. Recogí la gabardina y me fui hacia la puerta, que seguía abierta. No la cerré. Escaleras abajo seguía oyendo el tono agrio de la madre ofendida, recriminando a Sergio.

Aquella noche no pude dormir. Como una pesadilla, la escena del estudio volvía a repetirse una y otra vez en mi imaginación. Trataba de revivir mis impresiones, la sorpresa, el miedo, la humillación y la vergüenza. Y la certidumbre irreparable de la cobardía de Sergio.

La tortura del insomnio me acompañó hasta el amanecer. Esperaba la llegada del día como una salvación. Pero ¿qué esperaba? Nada que pudiera hacer retroceder el tiempo hasta un momento antes de la irrupción de la madre de Sergio en nuestra intimidad. Nada ante la sorprendente conducta de Sergio. Nada después de las palabras pronunciadas y de las que no se pronunciaron. Reconstruí el instante en que decidí desaparecer. Fue una decisión urgente y perfectamente lúcida. Como un relámpago me había deslumbrado la claridad inevitable de un final. Nunca jamás, me repetía. Es el final y para siempre.

Cuando abandoné el estudio, las últimas palabras que oí se referían a mí: «Se lo haremos saber a Octavio. Debe saberlo. Es nuestra obligación.» Pero Octavio no lo supo nunca. No fue necesario. A primera hora del día siguiente llegó un telegrama. «Octavio ha muerto. No vengas. Sigue carta. Te quiero mucho. Mamá.»

«¡Qué día, cielo santo! Qué día para morir», lloriqueó doña Lola. Había esperado en la puerta de mi habitación, convencida de la catástrofe que encerraba el papel azul doblado. «El día de Todos los Santos, ¿será posible?» Una serenidad imprevisible me dominaba. La conciencia del derrumbe total había alejado el temor a ese derrumbe. La catástrofe me pertenecía, la había aceptado, ya era mía, y no me amenazaría nunca más. Lentamente desayuné, me arreglé, decidí poner un telegrama a México antes de ir a la facultad. Llamé a Margarita muy temprano y le di la noticia de la muerte de Octavio. Prometió ir a buscarme a la segunda hora de clase, en cuanto ella resolviera sus ocupaciones más urgentes.

Doña Lola me miraba un poco extrañada: «Ay, qué malo es estar tan serena. Llora y desahógate, hija mía, que te sentirás mejor.» Pero no podía llorar. «Llama a don Lucas, que era amigo de tu padrastro y se portó tan bien contigo…» «Es demasiado tarde», le contesté. Y ella se me quedó mirando sorprendida, temerosa de que hubiese perdido la razón. «Querrás decir demasiado temprano, criatura», observó. Cuando alcancé la calle miré atrás y allí estaba, asomada tras los visillos viéndome partir, preocupada por mí y sin saber cómo emplear su compasión cargada de buenas intenciones.

Margarita me dejó hablar. «Lo esperaba», le dije, «pero no tan pronto. O si. En realidad sabía que ocurriría pero no me atrevía a calcular cuándo… Mi madre no ha tenido mucha suerte. Y luego está su terrible pesimismo. Aunque ese pesimismo le va a servir ahora de consuelo. A ella le da miedo la felicidad. Siempre que ocurre algo bueno se siente en falta. Cree que es una aberración ser feliz, algo que no se espera de la condición humana. Por eso hay que pagar un precio enorme por los momentos felices…»